24/10/2020, 13:53
—Uzumaki Eri, Amedama Daruu, Sasagani Yota... Es un placer —les sonrió—. Acompañadme, por favor.
Nankin Hada guió a los tres shinobi hasta la puerta principal de su vivienda, dos hojas de madera de roble tan altas como imponentes y que se abrieron con un pesado eco ante su mera presencia. Cualquiera de ellos podría haber pensado que se habían abierto solas, de no ser porque, justo detrás de ellas, dos sirvientes se inclinaron respetuosamente ante el paso de Hada y ella les correspondió con una leve inclinación de cabeza.
—Adelante, por favor. ¿Queréis algo para beber? —les preguntó, cortés—. No os cortéis, podéis pedírselo a mi personal —añadió, señalando a los dos criados—. Nosotros estaremos en mi despacho, Aru.
—Entendido, señora —Aru era un hombre alto y espigado, de cabello repeinado y grisáceo por las canas. Un denso mostacho, muy bien cuidado, cubría su labio superior.
Después de que los tres shinobi hubiesen pedido algo, o no, Hada les condujo en línea recta a través del recibidor: amplio, muy amplio, con una ostentosa lámpara de araña sobre el techo y dos escalinatas al final que ascendían hasta juntarse en su cima y volvían a separarse a sendos extremos. Ellos se dirigían hacia un par de puertas que quedaban justo en medio de las dos escalinatas, y en medio de dos imponentes armaduras de metal con las lanzas en ristre que se erguían en toda su altura. Se adentraron en una sala amplia, con una enorme mesa de madera y forma redonda en su centro con hasta diez sillas a su alrededor. A su alrededor, cubriendo las paredes, varios retratos de hombres y mujeres los observaban con ojos vacíos de vida. Entre ellos, numerosas estanterías con numerosos libros.
—Tomad asiento, por favor —les indicó, antes de sentarse ella en una de las sillas.
Nankin Hada guió a los tres shinobi hasta la puerta principal de su vivienda, dos hojas de madera de roble tan altas como imponentes y que se abrieron con un pesado eco ante su mera presencia. Cualquiera de ellos podría haber pensado que se habían abierto solas, de no ser porque, justo detrás de ellas, dos sirvientes se inclinaron respetuosamente ante el paso de Hada y ella les correspondió con una leve inclinación de cabeza.
—Adelante, por favor. ¿Queréis algo para beber? —les preguntó, cortés—. No os cortéis, podéis pedírselo a mi personal —añadió, señalando a los dos criados—. Nosotros estaremos en mi despacho, Aru.
—Entendido, señora —Aru era un hombre alto y espigado, de cabello repeinado y grisáceo por las canas. Un denso mostacho, muy bien cuidado, cubría su labio superior.
Después de que los tres shinobi hubiesen pedido algo, o no, Hada les condujo en línea recta a través del recibidor: amplio, muy amplio, con una ostentosa lámpara de araña sobre el techo y dos escalinatas al final que ascendían hasta juntarse en su cima y volvían a separarse a sendos extremos. Ellos se dirigían hacia un par de puertas que quedaban justo en medio de las dos escalinatas, y en medio de dos imponentes armaduras de metal con las lanzas en ristre que se erguían en toda su altura. Se adentraron en una sala amplia, con una enorme mesa de madera y forma redonda en su centro con hasta diez sillas a su alrededor. A su alrededor, cubriendo las paredes, varios retratos de hombres y mujeres los observaban con ojos vacíos de vida. Entre ellos, numerosas estanterías con numerosos libros.
—Tomad asiento, por favor —les indicó, antes de sentarse ella en una de las sillas.
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