25/10/2020, 22:50
(Última modificación: 25/10/2020, 22:53 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Era un día frío, muy frío. Tan frío que la incesante lluvia de Amenokami se había visto congelada y transformada en oscilantes copos de nieve que bailaban frente a sus ojos. Unos ojos castaños, inusualmente sombríos, que miraban sin ver mientras sus pies, en modo automático la dirigían hacia su destino.
A sus memorias acudió el recuerdo de aquella mañana, cuando escuchó el tan ansiado sonido de la puerta de su casa abriéndose. Ayame se había levantado de un salto del sofá (había estado durmiendo allí desde que había vuelto del Valle de los Dojos, al encontrarse más cerca de la puerta que su habitación) y se había abalanzado, con los ojos llenos de lágrimas sobre los brazos de su padre en primer lugar, y después de su hermano. Pero desde el primer momento había sentido que algo no estaba bien. Era como si algo... faltara. Ayame se había separado lentamente de Kōri, inquieta. Y fue entonces cuando lo vio. O, mejor dicho, cuando no lo vio. Su brazo izquierdo. No estaba.
Ayame volvió a sisear entre dientes. Se agarró la túnica a la altura del pecho con fuerza para tratar de calmar aquellos sentimientos que volvían a invadirla. No era el momento de pensar en algo así, no era el momento de recordar aquellos angustiosos momentos, pero no podía evitarlo. Puede que tanto su padre como su hermano hubiesen regresado sanos y salvos del Valle de los Dojos, pero Dragón Rojo le había quitado algo irremplazable a su hermano. Y eso era algo que no iba a perdonar jamás. Pero sacudió la cabeza, apartándolo de su mente. Y aún con lágrimas en los ojos y aquel semblante tan sombrío y tan impropio de ella, se adentró en la Torre de la Arashikage. Se obligó sin embargo a esbozar una sonrisa cuando saludó a Bayashi Hida, que en esos momentos estaba al cargo de la recepción, pero aquella mueca aún cargada de tristeza fue inmediatamente sustituida de nuevo. El ascenso hasta el último piso en el ascensor hidráulico fue tortuosamente lento, pero la kunoichi aprovechó el momento para retirarse la capucha y liberar sus largos cabellos. Normalmente no solía llevar nada para cubrirse de la lluvia o de la nieve, le gustaba disfrutar de ella, pero hacía demasiado frío y sentía que se le congelaban la nariz y las orejas si no se cubría con algo. Una vez arriba, atravesó el largo pasillo entre ágiles pasos. Y después de llamar tres veces a la puerta, entró en aquel despacho que ya se le hacía tan familiar. Para su sorpresa, no llegaba la primera, sino la última. La Arashikage estaba acompañada por dos mujeres idénticas que ocultaban su rostro detrás de sendas máscaras, gemelas a simple vista, y de cabellos oscuros y lacios. Parecían algo impacientes, a juzgar por expresión corporal. Pero lo que más le sorprendió a Ayame no fue la presencia de aquellas dos mujeres, sino también la de Umikiba Kaido.
El corazón se le detuvo momentáneamente al verle. A veces aún olvidaba que volvía a estar entre ellos y sentía cierto sobresalto al verle cruzar alguna calle. Pese a todo, y pese a todos los esfuerzos que había puesto en devolver a su viejo amigo a la aldea donde pertenecía, ella había estado evitándole. Tenía sentimientos encontrados en su presencia, y no se sentía nada bien.
—Siento la espera. Espero no haber llegado tarde —dijo, inclinando el torso en una marcada reverencia.
A sus memorias acudió el recuerdo de aquella mañana, cuando escuchó el tan ansiado sonido de la puerta de su casa abriéndose. Ayame se había levantado de un salto del sofá (había estado durmiendo allí desde que había vuelto del Valle de los Dojos, al encontrarse más cerca de la puerta que su habitación) y se había abalanzado, con los ojos llenos de lágrimas sobre los brazos de su padre en primer lugar, y después de su hermano. Pero desde el primer momento había sentido que algo no estaba bien. Era como si algo... faltara. Ayame se había separado lentamente de Kōri, inquieta. Y fue entonces cuando lo vio. O, mejor dicho, cuando no lo vio. Su brazo izquierdo. No estaba.
Ayame volvió a sisear entre dientes. Se agarró la túnica a la altura del pecho con fuerza para tratar de calmar aquellos sentimientos que volvían a invadirla. No era el momento de pensar en algo así, no era el momento de recordar aquellos angustiosos momentos, pero no podía evitarlo. Puede que tanto su padre como su hermano hubiesen regresado sanos y salvos del Valle de los Dojos, pero Dragón Rojo le había quitado algo irremplazable a su hermano. Y eso era algo que no iba a perdonar jamás. Pero sacudió la cabeza, apartándolo de su mente. Y aún con lágrimas en los ojos y aquel semblante tan sombrío y tan impropio de ella, se adentró en la Torre de la Arashikage. Se obligó sin embargo a esbozar una sonrisa cuando saludó a Bayashi Hida, que en esos momentos estaba al cargo de la recepción, pero aquella mueca aún cargada de tristeza fue inmediatamente sustituida de nuevo. El ascenso hasta el último piso en el ascensor hidráulico fue tortuosamente lento, pero la kunoichi aprovechó el momento para retirarse la capucha y liberar sus largos cabellos. Normalmente no solía llevar nada para cubrirse de la lluvia o de la nieve, le gustaba disfrutar de ella, pero hacía demasiado frío y sentía que se le congelaban la nariz y las orejas si no se cubría con algo. Una vez arriba, atravesó el largo pasillo entre ágiles pasos. Y después de llamar tres veces a la puerta, entró en aquel despacho que ya se le hacía tan familiar. Para su sorpresa, no llegaba la primera, sino la última. La Arashikage estaba acompañada por dos mujeres idénticas que ocultaban su rostro detrás de sendas máscaras, gemelas a simple vista, y de cabellos oscuros y lacios. Parecían algo impacientes, a juzgar por expresión corporal. Pero lo que más le sorprendió a Ayame no fue la presencia de aquellas dos mujeres, sino también la de Umikiba Kaido.
El corazón se le detuvo momentáneamente al verle. A veces aún olvidaba que volvía a estar entre ellos y sentía cierto sobresalto al verle cruzar alguna calle. Pese a todo, y pese a todos los esfuerzos que había puesto en devolver a su viejo amigo a la aldea donde pertenecía, ella había estado evitándole. Tenía sentimientos encontrados en su presencia, y no se sentía nada bien.
—Siento la espera. Espero no haber llegado tarde —dijo, inclinando el torso en una marcada reverencia.