12/01/2016, 11:56
Kaido no estaba muy seguro de qué hacía en Yachi. No le gustaba el pastel de calabaza, el color anaranjado le parecía horroroso y odiaba la simplicidad del pueblucho que se escondía tímidamente en algún punto del amplio terreno que abarcaban las tierras de llovizna.
Lo había visitado antes, hará unos cuantos meses, si la memoria no le fallaba. Pero no había ido sólo y la experiencia no había sido tan aburrida como se esperaba que lo fuera en ese instante. Porque se vio obligado a no sólo transitar un par de días desde su propia aldea hasta los linderos más próximos a la frontera con el país de la espiral para arribar a su destino, sino que también debía esperar allí en el pueblo a que la última cosecha de calabazas de la semana estuviera lista.
El por qué de su pequeña misión era un misterio. Probablemente se tratase de un cargamento oficial para abastecer las panaderías de Amegakure, aunque Yarou-dono no quiso darle demasiado detalle del asunto. El viejo sabía que el tiburón era capaz de hacerle algo al cargamento si se enterase que alguien iba a comerlo en su casa durante la cena.
Así de malintencionado era el azulado hozuki.
Su paciencia se estaba agotando. Ya había tenido que pagar una posada dos noches y probablemente tendría que hacerlo de nuevo si los locales no lograban reparar la rueda derecha de la carroza con la que había venido Kaido. Algo —o alguien— la había destrozado durante la madrugada y la única forma de transportar la veintena de calabazas era sobre aquel rudimentario vehículo. Así pues, lo único que quedaba por hacer era aguardar a una pronta solución; teniendo en cuenta su incapacidad por colaborar de alguna forma a mejorar la situación.
Pero no por ello no podía hacerle la vida imposible a Midaru, el dueño de la tienda; quien tenía que lidiar con el pesado tiburón si quería ganarse el dinero de la venta. Aunque no podía decir que pensó un par de veces en mandar todo al diablo y cocinar al pescado en su famosa plancha de carbón o enterrarlo como espantapájaros en su granja para evitar que los carroñeros picaran sus cosechas. Porque si algo era capaz de ahuyentarlos era la apariencia del ese joven azul, quien seguía tocando los cojones sin descanso.
—Por qué no le preguntas a tu hijito si tuvo algo que ver con lo de la carroza, ¿eh?... seguro sigue molesto por la hostia que le dí ayer y me ha querido joder la vida dañándome la rueda —espetó el gyojin con cierta convicción, aunque no le importaba demasiado si era verdad o no— Joder, hay que ver... vosotros los puebleruchos sois una cosa seria.
Terminó su frase y salió de allí como alma que lleva al diablo, no sin antes soltar una grotesca risilla en el camino. Una vez fuera, se aseguró de que Midaru no viniera detrás de él para apuñalarle por la espalda y embistió su mirada hacia el frente, esperando encontrarse de nuevo con la necia y aburrida simpleza del perezoso pueblo de Yachi.
No obstante, algo llamó su atención. Era una muchacha, de cabellos tintados de azul y con el símbolo del remolino como estandarte. Aquella placa metálica certificaba que se trataba de un shinobi, de edad contemporánea a la suya probablemente; algo que no esperaba encontrar en ese lugar en particular. Y como estaba frente a la tienda de la que él había salido, no pudo evitar preguntar y entrometerse en un asunto que se antojaba ajeno a su persona.
—Eh, tú. ¿Buscas a Midaru-san? —preguntó, escueto, como quien tantea el terreno antes de tomar riesgos.
Lo había visitado antes, hará unos cuantos meses, si la memoria no le fallaba. Pero no había ido sólo y la experiencia no había sido tan aburrida como se esperaba que lo fuera en ese instante. Porque se vio obligado a no sólo transitar un par de días desde su propia aldea hasta los linderos más próximos a la frontera con el país de la espiral para arribar a su destino, sino que también debía esperar allí en el pueblo a que la última cosecha de calabazas de la semana estuviera lista.
El por qué de su pequeña misión era un misterio. Probablemente se tratase de un cargamento oficial para abastecer las panaderías de Amegakure, aunque Yarou-dono no quiso darle demasiado detalle del asunto. El viejo sabía que el tiburón era capaz de hacerle algo al cargamento si se enterase que alguien iba a comerlo en su casa durante la cena.
Así de malintencionado era el azulado hozuki.
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Su paciencia se estaba agotando. Ya había tenido que pagar una posada dos noches y probablemente tendría que hacerlo de nuevo si los locales no lograban reparar la rueda derecha de la carroza con la que había venido Kaido. Algo —o alguien— la había destrozado durante la madrugada y la única forma de transportar la veintena de calabazas era sobre aquel rudimentario vehículo. Así pues, lo único que quedaba por hacer era aguardar a una pronta solución; teniendo en cuenta su incapacidad por colaborar de alguna forma a mejorar la situación.
Pero no por ello no podía hacerle la vida imposible a Midaru, el dueño de la tienda; quien tenía que lidiar con el pesado tiburón si quería ganarse el dinero de la venta. Aunque no podía decir que pensó un par de veces en mandar todo al diablo y cocinar al pescado en su famosa plancha de carbón o enterrarlo como espantapájaros en su granja para evitar que los carroñeros picaran sus cosechas. Porque si algo era capaz de ahuyentarlos era la apariencia del ese joven azul, quien seguía tocando los cojones sin descanso.
—Por qué no le preguntas a tu hijito si tuvo algo que ver con lo de la carroza, ¿eh?... seguro sigue molesto por la hostia que le dí ayer y me ha querido joder la vida dañándome la rueda —espetó el gyojin con cierta convicción, aunque no le importaba demasiado si era verdad o no— Joder, hay que ver... vosotros los puebleruchos sois una cosa seria.
Terminó su frase y salió de allí como alma que lleva al diablo, no sin antes soltar una grotesca risilla en el camino. Una vez fuera, se aseguró de que Midaru no viniera detrás de él para apuñalarle por la espalda y embistió su mirada hacia el frente, esperando encontrarse de nuevo con la necia y aburrida simpleza del perezoso pueblo de Yachi.
No obstante, algo llamó su atención. Era una muchacha, de cabellos tintados de azul y con el símbolo del remolino como estandarte. Aquella placa metálica certificaba que se trataba de un shinobi, de edad contemporánea a la suya probablemente; algo que no esperaba encontrar en ese lugar en particular. Y como estaba frente a la tienda de la que él había salido, no pudo evitar preguntar y entrometerse en un asunto que se antojaba ajeno a su persona.
—Eh, tú. ¿Buscas a Midaru-san? —preguntó, escueto, como quien tantea el terreno antes de tomar riesgos.