6/11/2020, 06:49
Qué decir de Kaido y el frío. Cuántos inviernos se quejó de tener las escamas del culo congeladas, eso cuando aún era un pequeñajo. Ahora no obstante parecía casi amar la nieve, tanto que no se quejaba de estar escociéndose en sudor con tanto harapo envolviéndole el pescuezo tal y como hacía en antaño.
Inusualmente vestido con un pomposo abrigo naturalmente de color negro, Umikiba Kaido llegó tiempo después al último tramo del puente. Su larga cabellera yacía atada a una coleta, y la cabeza la tenía cubierta por la capucha que venía integrada a la chaqueta de invierno, además de una bufanda de lana azul que daba un par de vueltas al cuello para mantener el calor. Sus pies calzaban botas enteras, y aunque el pantalón parecía ser el que usualmente vestía, debajo llevaba unas licras especiales para mantener el calor en las joyas de la familia. No había rastro de su bandana ni de su recién adquirida placa de jōnin. Al tener que viajar tan lejos, por caminos que podrían ser peligrosos, y teniendo en cuenta que era posible que tuviesen que adentrarse en un territorio ya controlado por el enemigo, fuera cual fuese éste; Kaido creyó conveniente no tener nada que le identificase como ninja de Amegakure. No había rastro tampoco de Nokomizuchi, aunque el gyojin había tomado previsiones acerca de esa y sus otras armas más llamativas, con las que frecuentemente entablaba un vínculo sanguíneo gracias a su destreza en el bukijutsu. Así pues, tanto su espada-sierra, como su uchigatana, y el Gran Pergamino de Invocación de Tiburones se mantenían unidos a él de esta manera, sin necesidad de llevarlos encima, algo que indudablemente llamaría la atención. El resto de sus armas y utensilios sí que las llevaba consigo, además de un kunai extra, y un sello explosivo de clase B adicional que aprovechó a tomar de la Armería, tal y como sugirió su compañera de misión.
Y hablando de llamar la atención, allí estaban las gemelas. Tan impertérritas como el primer momento en que las conoció. Más que un par de mujeres, parecían realmente una de esas esfigies de piedra que habitaban lo más alto del rascacialo de la Arashikage, pero ahora postradas en cada pilar de hormigón. Kaido se acercó, se acomodó la mochila de viaje que colgaba en su espalda y sonrió tan grotescamente como pudo.
—Ey —no hacía falta decir más, porque sabía que sus palabras no serían bienvenidas. Tan sólo esperaba que Ayame no se tardase tanto, o el silencio se iba a volver más incómodo de lo que estaba acostumbrado a soportar antes de que su lengua empezase a decir cualquier barbaridad.
Inusualmente vestido con un pomposo abrigo naturalmente de color negro, Umikiba Kaido llegó tiempo después al último tramo del puente. Su larga cabellera yacía atada a una coleta, y la cabeza la tenía cubierta por la capucha que venía integrada a la chaqueta de invierno, además de una bufanda de lana azul que daba un par de vueltas al cuello para mantener el calor. Sus pies calzaban botas enteras, y aunque el pantalón parecía ser el que usualmente vestía, debajo llevaba unas licras especiales para mantener el calor en las joyas de la familia. No había rastro de su bandana ni de su recién adquirida placa de jōnin. Al tener que viajar tan lejos, por caminos que podrían ser peligrosos, y teniendo en cuenta que era posible que tuviesen que adentrarse en un territorio ya controlado por el enemigo, fuera cual fuese éste; Kaido creyó conveniente no tener nada que le identificase como ninja de Amegakure. No había rastro tampoco de Nokomizuchi, aunque el gyojin había tomado previsiones acerca de esa y sus otras armas más llamativas, con las que frecuentemente entablaba un vínculo sanguíneo gracias a su destreza en el bukijutsu. Así pues, tanto su espada-sierra, como su uchigatana, y el Gran Pergamino de Invocación de Tiburones se mantenían unidos a él de esta manera, sin necesidad de llevarlos encima, algo que indudablemente llamaría la atención. El resto de sus armas y utensilios sí que las llevaba consigo, además de un kunai extra, y un sello explosivo de clase B adicional que aprovechó a tomar de la Armería, tal y como sugirió su compañera de misión.
Y hablando de llamar la atención, allí estaban las gemelas. Tan impertérritas como el primer momento en que las conoció. Más que un par de mujeres, parecían realmente una de esas esfigies de piedra que habitaban lo más alto del rascacialo de la Arashikage, pero ahora postradas en cada pilar de hormigón. Kaido se acercó, se acomodó la mochila de viaje que colgaba en su espalda y sonrió tan grotescamente como pudo.
—Ey —no hacía falta decir más, porque sabía que sus palabras no serían bienvenidas. Tan sólo esperaba que Ayame no se tardase tanto, o el silencio se iba a volver más incómodo de lo que estaba acostumbrado a soportar antes de que su lengua empezase a decir cualquier barbaridad.