7/11/2020, 18:08
—Tranquila, estoy bien. Venga, marchaos. El tiempo apremia. ¡Vamos!
Ayame frunció ligeramente el ceño ante la escueta respuesta de su líder. Pero había quedado claro que no respondería por mucho que insistiera por lo que, con una última inclinación de cabeza, la kunoichi se dio la vuelta y salió del despacho en compañía de Kaido. No habló mucho con él en su descenso en ascensor; de hecho, tampoco lo hizo cuando se dirigió hacia la armería con él ni cuando se separaron sus caminos después. De camino hacia su casa, donde terminaría de preparar el equipamiento que necesitaría en un lugar tan inhóspito como era el norte del País de la Tormenta, Ayame estudió con cuidado la vaina de la katana con motivos negros y azulados que llevaba entre las manos y, con un ligero movimiento de su pulgar, la desenvainó lo justo como para contemplar el reflejo de su rostro en el filo. Aquella había sido su elección en la armería. Nunca había utilizado un arma así, pero se le había antojado probarla. Y después de probar varios modelos al final se había decantado por aquella wakizashi: no era ni demasiado corta como para no buscar la distancia ni demasiado larga para que resultara aparatosa. Además, de entre todas las demás, era la que mejor podía manejar con una sola mano. Podría venirle bien.
—Bueno... Kurama, vamos allá —susurró para sí, con un terrible escalofrío descendiendo por su espalda. Volvió a envainar la katana.
Apenas un par de minutos después de que Kaido llegara al puente de salida de Amegakure, otra figura hizo acto de aparición, corriendo hacia ellos a toda velocidad. No llevaba las ropas que solía vestir Ayame, pero era ella sin lugar a dudas. Una larga capa de color blanco la cubría de los pies a la cabeza, con la capucha y las mangas recubiertas de pelo para ayudarla a protegerse del frío. En torno a su cuello y cayendo tras su espalda, una larga bufanda de color azul rematada en el símbolo de un copo de nieve. Al igual que Kaido, no llevaba la bandana ni la placa de Jōnin a la vista, pero a su espalda cargaba con su inseparable carcaj cargado de flechas con plumas de halcón y una abultada mochila (con algunas raciones de comida y alguna muda de ropa extra), y en el lado izquierdo de su cadera pendía la vaina de la wakizashi tomada de la armería.
—Perdón, ¿llego tarde? —volvió a preguntar, apurada. Mirando con especial atención a las gemelas enmascaradas al percibir la tensión que las rodeaba. Entonces, pensativa, añadió—. Podría proporcionarnos un transporte para viajar más rápido, pero creo que sólo puede cargar a tres personas al mismo tiempo...
Ayame frunció ligeramente el ceño ante la escueta respuesta de su líder. Pero había quedado claro que no respondería por mucho que insistiera por lo que, con una última inclinación de cabeza, la kunoichi se dio la vuelta y salió del despacho en compañía de Kaido. No habló mucho con él en su descenso en ascensor; de hecho, tampoco lo hizo cuando se dirigió hacia la armería con él ni cuando se separaron sus caminos después. De camino hacia su casa, donde terminaría de preparar el equipamiento que necesitaría en un lugar tan inhóspito como era el norte del País de la Tormenta, Ayame estudió con cuidado la vaina de la katana con motivos negros y azulados que llevaba entre las manos y, con un ligero movimiento de su pulgar, la desenvainó lo justo como para contemplar el reflejo de su rostro en el filo. Aquella había sido su elección en la armería. Nunca había utilizado un arma así, pero se le había antojado probarla. Y después de probar varios modelos al final se había decantado por aquella wakizashi: no era ni demasiado corta como para no buscar la distancia ni demasiado larga para que resultara aparatosa. Además, de entre todas las demás, era la que mejor podía manejar con una sola mano. Podría venirle bien.
—Bueno... Kurama, vamos allá —susurró para sí, con un terrible escalofrío descendiendo por su espalda. Volvió a envainar la katana.
. . .
Apenas un par de minutos después de que Kaido llegara al puente de salida de Amegakure, otra figura hizo acto de aparición, corriendo hacia ellos a toda velocidad. No llevaba las ropas que solía vestir Ayame, pero era ella sin lugar a dudas. Una larga capa de color blanco la cubría de los pies a la cabeza, con la capucha y las mangas recubiertas de pelo para ayudarla a protegerse del frío. En torno a su cuello y cayendo tras su espalda, una larga bufanda de color azul rematada en el símbolo de un copo de nieve. Al igual que Kaido, no llevaba la bandana ni la placa de Jōnin a la vista, pero a su espalda cargaba con su inseparable carcaj cargado de flechas con plumas de halcón y una abultada mochila (con algunas raciones de comida y alguna muda de ropa extra), y en el lado izquierdo de su cadera pendía la vaina de la wakizashi tomada de la armería.
—Perdón, ¿llego tarde? —volvió a preguntar, apurada. Mirando con especial atención a las gemelas enmascaradas al percibir la tensión que las rodeaba. Entonces, pensativa, añadió—. Podría proporcionarnos un transporte para viajar más rápido, pero creo que sólo puede cargar a tres personas al mismo tiempo...