21/11/2020, 19:01
(Última modificación: 21/11/2020, 20:09 por Aotsuki Ayame. Editado 2 veces en total.)
—Entiendo —asintió Kaido.
Un tenso silencio invadió el espacio entre ambos. Ayame suspiró ligeramente y acomodó la mochila sobre sus hombros, y siguió la marcha de las dos gemelas hacia el norte, como si conocieran bien el camino a seguir. Aunque la quietud no duró demasiado:
—Oye. Gracias. Por todo.
Aquellas tres simples palabras cayeron sobre ella de repente, como una tormenta de verano en medio de las Planicies del Silencio. Ayame volvió la cabeza hacia Kaido con los ojos abiertos como platos y se vio atrapada por sus iris oceánicos. Quiso responder de alguna manera. Quiso decir muchas cosas, pero el nudo en su pecho dolía como nunca lo había hecho y sentimientos encontrados giraban a toda velocidad como el yin-yang, como dos imanes atrayéndose y repeliéndose. Por un lado, su profunda amistad con él; por otro, las hirientes palabras que le dedicó allá en Tanzaku Gai y después en Coladragón. Añoranza y traición. Alegría y temor. La bala que perforó su abdomen... Al final, terminó volviendo a apartar la mirada, mordiéndose el labio inferior mientras luchaba porque las lágrimas no aflorasen a sus ojos.
—Si no fuera por ti, no habría podido volver a casa. Gracias, Ayame... por no haber perdido la fe en el Alquequenje que se ocultaba tras la niebla.
En aquellos instantes, era ella la que sentía que le estaba traicionando a él.
—Tenía que hacerlo... —respondió, con apenas un hilo de voz, agachando la cabeza—. Sabía... sabía que algo no estaba bien. Que no podías habernos abandonado así como así. Y cuando descubrí que ese maldito tatuaje te estaba lavando el cerebro... No... No podía dejarte. Sólo lamento no haberlo conseguido en Coladragón —Y que al final hubiese tenido que ser Yui quien lograra hacerle volver en sí—. Pero te me escurriste entre las manos como el Agua. —Se obligó a esbozar una sonrisa, pero esta aleteó nerviosa en sus labios.
Ojalá ella pudiese tener la misma fe ciega que le tenía Daruu. Pero no podía. Tenía miedo. Demasiado miedo.
Frente a ellos, las dos gemelas se detuvieron en seco su insistente carrera y se giraron, desenvainando sendas katanas que apuntaron directamente hacia ellos. Ayame, que ya se había parado junto a Kaido y miraba al frente llena de confusión, no dudó ni un instante en llevarse la mano a la empuñadura de su propia katana. Aunque algo le decía que, frente a dos espadachines expertas, su torpe manejo de la espada no tenía nada que hacer.
—¿Qué significa esto? —preguntó, alzando la voz. Su corazón se aceleró en su pecho.
—Al fin se acaba esta puta farsa —respondió, lanzando una carcajada al aire.
Flexionó las rodillas. Ayame se preparó para defenderse. Pero, ante sus estupefactos ojos, la ANBU arrancó a correr hacia su hermana y, con un único movimiento de brazo, el acero de su katana acarició su cuello y separó limpiamente la cabeza de su cuerpo.
«Q... ¿Qué...?» ¿Era esa la razón por la que Shanise estaba tan tensa? ¿Sospechaba que algo así podía pasar? ¿Pero entonces por qué...?
Dos nubes de humo estallaron en el mismo lugar donde habían estado las dos gemelas. Y entonces, de entre los guijarros de niebla, una mujer diferente hizo acto de aparición. Altiva, de electrizantes ojos azules y cabellos oscuros como el azabache que en aquellos instantes estaban parcialmente ocultas bajo una capucha. Dientes afilados como sierras les sonrieron. La Tormenta, Amekoro Yui, estaba allí.
—Ey, sorpresa, cachorritos míos. Qué puta vergüenza, lo que tiene que hacer una para que la dejen salir a pasear, ¿eh?
Ayame, que se había quedado mirándola con los ojos como platos, boca abierta de par en par y señalándola con un dedo, boqueó un par de veces antes de conseguir pronunciar palabra.
—Y... Yu... Yui... P... ¿Pero qu...? ¿Qué e... estás haciendo aquí? —balbuceó, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos.
Un tenso silencio invadió el espacio entre ambos. Ayame suspiró ligeramente y acomodó la mochila sobre sus hombros, y siguió la marcha de las dos gemelas hacia el norte, como si conocieran bien el camino a seguir. Aunque la quietud no duró demasiado:
—Oye. Gracias. Por todo.
Aquellas tres simples palabras cayeron sobre ella de repente, como una tormenta de verano en medio de las Planicies del Silencio. Ayame volvió la cabeza hacia Kaido con los ojos abiertos como platos y se vio atrapada por sus iris oceánicos. Quiso responder de alguna manera. Quiso decir muchas cosas, pero el nudo en su pecho dolía como nunca lo había hecho y sentimientos encontrados giraban a toda velocidad como el yin-yang, como dos imanes atrayéndose y repeliéndose. Por un lado, su profunda amistad con él; por otro, las hirientes palabras que le dedicó allá en Tanzaku Gai y después en Coladragón. Añoranza y traición. Alegría y temor. La bala que perforó su abdomen... Al final, terminó volviendo a apartar la mirada, mordiéndose el labio inferior mientras luchaba porque las lágrimas no aflorasen a sus ojos.
—Si no fuera por ti, no habría podido volver a casa. Gracias, Ayame... por no haber perdido la fe en el Alquequenje que se ocultaba tras la niebla.
En aquellos instantes, era ella la que sentía que le estaba traicionando a él.
—Tenía que hacerlo... —respondió, con apenas un hilo de voz, agachando la cabeza—. Sabía... sabía que algo no estaba bien. Que no podías habernos abandonado así como así. Y cuando descubrí que ese maldito tatuaje te estaba lavando el cerebro... No... No podía dejarte. Sólo lamento no haberlo conseguido en Coladragón —Y que al final hubiese tenido que ser Yui quien lograra hacerle volver en sí—. Pero te me escurriste entre las manos como el Agua. —Se obligó a esbozar una sonrisa, pero esta aleteó nerviosa en sus labios.
Ojalá ella pudiese tener la misma fe ciega que le tenía Daruu. Pero no podía. Tenía miedo. Demasiado miedo.
Frente a ellos, las dos gemelas se detuvieron en seco su insistente carrera y se giraron, desenvainando sendas katanas que apuntaron directamente hacia ellos. Ayame, que ya se había parado junto a Kaido y miraba al frente llena de confusión, no dudó ni un instante en llevarse la mano a la empuñadura de su propia katana. Aunque algo le decía que, frente a dos espadachines expertas, su torpe manejo de la espada no tenía nada que hacer.
—¿Qué significa esto? —preguntó, alzando la voz. Su corazón se aceleró en su pecho.
—Al fin se acaba esta puta farsa —respondió, lanzando una carcajada al aire.
Flexionó las rodillas. Ayame se preparó para defenderse. Pero, ante sus estupefactos ojos, la ANBU arrancó a correr hacia su hermana y, con un único movimiento de brazo, el acero de su katana acarició su cuello y separó limpiamente la cabeza de su cuerpo.
«Q... ¿Qué...?» ¿Era esa la razón por la que Shanise estaba tan tensa? ¿Sospechaba que algo así podía pasar? ¿Pero entonces por qué...?
Dos nubes de humo estallaron en el mismo lugar donde habían estado las dos gemelas. Y entonces, de entre los guijarros de niebla, una mujer diferente hizo acto de aparición. Altiva, de electrizantes ojos azules y cabellos oscuros como el azabache que en aquellos instantes estaban parcialmente ocultas bajo una capucha. Dientes afilados como sierras les sonrieron. La Tormenta, Amekoro Yui, estaba allí.
—Ey, sorpresa, cachorritos míos. Qué puta vergüenza, lo que tiene que hacer una para que la dejen salir a pasear, ¿eh?
Ayame, que se había quedado mirándola con los ojos como platos, boca abierta de par en par y señalándola con un dedo, boqueó un par de veces antes de conseguir pronunciar palabra.
—Y... Yu... Yui... P... ¿Pero qu...? ¿Qué e... estás haciendo aquí? —balbuceó, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos.