11/01/2021, 22:07
(Última modificación: 11/01/2021, 22:14 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Yota corría todo lo rápido que le permitían sus piernas. Era rápido, bastante rápido para un shinobi de su rango y su experiencia, pero la distancia seguía siendo la distancia, y, de tejado en tejado, ahora se encontraba recorriendo las calles centrales de Yachi en dirección este.
Kumopansa había llegado al mismo parque que había estado revisando Eri unos cuantos minutos atrás. Y se encontró con una escena similar: ya no había ninguna pelota abandonada, pero seguía estando allí el árbol caído, su tronco cortado limpiamente, y arrastrando al columpio que alguna vez había colgado de sus ramas. No había sangre, pero sí que vio el rastro de dos pares de huellas humanas, unas más pequeñas que las otras, adentrándose de nuevo en Yachi.
Daruu se internó en interior de la caverna, sigiloso como un gato. Tanto, que el hombre que se encontraba frente a él parecía estar demasiado concentrado en su tarea como para reparar en su presencia.
Akashi, la Muerte Roja, terminó de escribir justo en el momento en el que una espesa niebla comenzó a inundar la guarida. Sorprendido por la inesperada intromisión, se dio la vuelta a toda velocidad, abandonando la carta sobre la mesa.
—¡Ugh! —gimió, cuando sintió cuatro pinchazos en su torso. Pero sus labios se curvaron en una sonrisa. Una tenebrosa sonrisa.
Sus manos se entrelazaron en cuatro sellos y, justo a la espalda de Daruu, la roca se separó del suelo y se elevó bruscamente, bloqueando la salida. Aquello no fue todo, Akashi había alargado un brazo hacia una Ōdama que reposaba junto a él, y con un brusco aspaviento liberó una cuchilla de viento que atravesó limpiamente la niebla, disipándola tras su paso, y sus restos se dirigieron hacia el torso de Daruu con el propósito de arrancarle un arañazo.
—Así que han venido los shinobi de Amegakure a jugar. ¡Genial! —exclamó, ensanchando aún más su sonrisa. Se trataba de un hombre alto y fornido, notablemente fornido, de cabellos cortos pero rojos como el fuego y ojos oscuros como el más profundo de los infiernos. Unos ojos que repararon en la esquina de la caverna, donde ahora estaban las cadenas libres de su presa, y sus ojos chispearon con furia—. Maldito hijo de puta... ¡Entonces tú serás el sustituto de ese maldito mocoso! —Extendió su mano libre frente al pecho, en una actitud de rezo, y entonces recitó de nuevo, esta vez de forma audible para Daruu—: Un Susurro Blanco para la Blanca Muerte de todos. Purifica este mundo llevándote a los Indignos, a los Indignos. La Muerte Sangrienta cumplirá su propósito.
Eri se detuvo a escasos centímetros de la catástrofe, al borde de un peligroso acantilado que caía decenas de metros y cuya profundidad se perdía engullida por la oscuridad. Se dio la vuelta, dispuesta a internarse en las profundidades del bosque de nuevo para seguir buscando la misteriosa entrada de la caverna, pero apenas había dado unos pocos pasos cuando el inconfundible sonido de dos volutas de humo estallaron tras su espalda.
—Rápido, chico. Vamonyos de aquí.
Y la Uzumaki se encontró cara a cara con el chiquillo que había venido a buscar, ahora lloroso y aterrorizado, junto a otro niño de cabellos blancos y ojos de un chispeante color azul junto a él.
Kumopansa había llegado al mismo parque que había estado revisando Eri unos cuantos minutos atrás. Y se encontró con una escena similar: ya no había ninguna pelota abandonada, pero seguía estando allí el árbol caído, su tronco cortado limpiamente, y arrastrando al columpio que alguna vez había colgado de sus ramas. No había sangre, pero sí que vio el rastro de dos pares de huellas humanas, unas más pequeñas que las otras, adentrándose de nuevo en Yachi.
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Daruu se internó en interior de la caverna, sigiloso como un gato. Tanto, que el hombre que se encontraba frente a él parecía estar demasiado concentrado en su tarea como para reparar en su presencia.
Akashi, la Muerte Roja, terminó de escribir justo en el momento en el que una espesa niebla comenzó a inundar la guarida. Sorprendido por la inesperada intromisión, se dio la vuelta a toda velocidad, abandonando la carta sobre la mesa.
—¡Ugh! —gimió, cuando sintió cuatro pinchazos en su torso. Pero sus labios se curvaron en una sonrisa. Una tenebrosa sonrisa.
Sus manos se entrelazaron en cuatro sellos y, justo a la espalda de Daruu, la roca se separó del suelo y se elevó bruscamente, bloqueando la salida. Aquello no fue todo, Akashi había alargado un brazo hacia una Ōdama que reposaba junto a él, y con un brusco aspaviento liberó una cuchilla de viento que atravesó limpiamente la niebla, disipándola tras su paso, y sus restos se dirigieron hacia el torso de Daruu con el propósito de arrancarle un arañazo.
—Así que han venido los shinobi de Amegakure a jugar. ¡Genial! —exclamó, ensanchando aún más su sonrisa. Se trataba de un hombre alto y fornido, notablemente fornido, de cabellos cortos pero rojos como el fuego y ojos oscuros como el más profundo de los infiernos. Unos ojos que repararon en la esquina de la caverna, donde ahora estaban las cadenas libres de su presa, y sus ojos chispearon con furia—. Maldito hijo de puta... ¡Entonces tú serás el sustituto de ese maldito mocoso! —Extendió su mano libre frente al pecho, en una actitud de rezo, y entonces recitó de nuevo, esta vez de forma audible para Daruu—: Un Susurro Blanco para la Blanca Muerte de todos. Purifica este mundo llevándote a los Indignos, a los Indignos. La Muerte Sangrienta cumplirá su propósito.
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Eri se detuvo a escasos centímetros de la catástrofe, al borde de un peligroso acantilado que caía decenas de metros y cuya profundidad se perdía engullida por la oscuridad. Se dio la vuelta, dispuesta a internarse en las profundidades del bosque de nuevo para seguir buscando la misteriosa entrada de la caverna, pero apenas había dado unos pocos pasos cuando el inconfundible sonido de dos volutas de humo estallaron tras su espalda.
—Rápido, chico. Vamonyos de aquí.
Y la Uzumaki se encontró cara a cara con el chiquillo que había venido a buscar, ahora lloroso y aterrorizado, junto a otro niño de cabellos blancos y ojos de un chispeante color azul junto a él.
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