8/02/2021, 16:52
(Última modificación: 8/02/2021, 17:30 por Aotsuki Ayame. Editado 2 veces en total.)
—¡DIOS MÍO, MALDITO POLLO, CÁLMATE! —bramó Yui, atrapando al halcón con una sola mano y acercándoselo al rostro—. Escúchame. Vas a ir a Amegakure tan rápido como puedas y vas a usar esa vocecilla estridente tuya para decirle a la Arashikage que mande todos los refuerzos que pueda a Yukio para reestablecer el orden. La ciudad ha sido ocupada y manipulada con un Genjutsu. ¿Queda claro?
—S... ¡Sí, señora Yui! ¡Volaré rápido como el viento! —graznó Pigmy, cada una de sus plumas temblando con violencia.
Y, dicho y hecho, en cuanto Yui le soltó, Pigmy se convirtió en una saeta que ascendió en el aire atravesó los cielos a toda velocidad hacia el sur. Mientras tanto, Kaido se había acercado hasta los cuatro shinobi del Copo de Nieve que La Tormenta les había ordenado ejecutar, y que Ayame había intentado evitar de la forma más elegante y disimulada posible. Sin mediar palabra, El Tiburón empuñó su espada y la clavó en el cuerpo de uno de ellos, que murió sin remedio.
—No sé yo si hay tiempo para eso, Ayame. Y si tal, ya pillaremos a alguno en el camino, que es muy probable que hayan otros más por ahí esperándonos ahí a donde ha dicho de ir Yui.
Pero, antes de que Ayame pudiera siquiera responder o defenderse, Yui llegó con la furia de la tormenta. La apartó de un brusco empellón que casi la tiró al suelo, y después arrasó con los tres ninjas restantes: al primero le clavó la katana en el torso, al siguiente le seccionó limpiamente la garganta y Ayame tuvo que apartar la mirada del tercero cuando vio a Yui saltar sobre él con los pies por delante. Eso no evitó que escuchara un desagradable crujido.
«Innecesario... Eso ha sido... innecesario...» Pensó, conteniendo la respiración en un vano intento por controlar los temblores que sacudían su cuerpo.
—No te preocupes, a partir de ahora tendré en cuenta lo que puedes y no puedes hacer.
Las palabras de Yui se clavaron en ella como la katana que había utilizado para segar la vida de aquellos hombres. Ayame no protestó, ni siquiera musitó una disculpa, se quedó temblando, con los puños apretados junto a los costados, en completo silencio. Daba igual, Yui había echado a andar entre largas zancadas, seguida de cerca del Gobernador y de su gigantesco cocodrilo, que no tardó en continuar con su peculiar competición con Takeshi. Ayame les siguió poco después, después de llevarse una mano al oído izquierdo y pronunciar unas palabras en voz baja.
Los tres shinobi entraron en la que debía ser la sala de comunicaciones. Ahora estaba completamente destartalada, y había varios ordenadores gigantescos, que en aquellos instantes estaban procesando algo que Ayame no alcanzó a comprender, conectados entre sí al sistema de megafonía.
—Maldita sea... —gruñó Yui.
—¿Desde cuándo llevamos dormidos...? —gimoteó el Gobernador.
—No sé desde cuándo, pero sí sé la respuesta de hasta cuándo. Hasta ahora.
Ayame, que se había acercado a los ordenadores para intentar descifrar algo entre todos aquellos datos sin sentido, tuvo que apartarse de un salto antes de que una mesa, pateada por Yui, se abalanzara violentamente sobre ellos. Un enorme estruendo sucedió a la destrucción de las máquinas, y un último estertor en forma de chispazo despertó un incendio.
—Ayudadme a apagarlo. Vamos. ¡Suiton: Mizurappa!
Ayame inspiró por la nariz, reuniendo fuerzas. Había invocado a dos halcones, se había visto obligada a enfrentarse a cuatro hombres al mismo tiempo y había creado un Clon de Sombras. Sus reservas de chakra estaban entrando en niveles mínimos, y encima su clon aún no había regresado. Había tenido la esperanza de poder recuperar algo de energía, pero...
—¡Suiton: Mizurappa! —exclamó, uniéndose a los sellos manuales de Yui y exhaló un potente chorro de agua a presión desde sus labios para apagar las llamas.
El esfuerzo le pasó factura, sin embargo, y al terminar la técnica todo a su alrededor se oscureció momentáneamente. Mareada como estaba, se vio obligada a apoyarse en el mueble más cercano que encontró, con el sudor perlando su frente y resollando con fuerza.
—S... ¡Sí, señora Yui! ¡Volaré rápido como el viento! —graznó Pigmy, cada una de sus plumas temblando con violencia.
Y, dicho y hecho, en cuanto Yui le soltó, Pigmy se convirtió en una saeta que ascendió en el aire atravesó los cielos a toda velocidad hacia el sur. Mientras tanto, Kaido se había acercado hasta los cuatro shinobi del Copo de Nieve que La Tormenta les había ordenado ejecutar, y que Ayame había intentado evitar de la forma más elegante y disimulada posible. Sin mediar palabra, El Tiburón empuñó su espada y la clavó en el cuerpo de uno de ellos, que murió sin remedio.
—No sé yo si hay tiempo para eso, Ayame. Y si tal, ya pillaremos a alguno en el camino, que es muy probable que hayan otros más por ahí esperándonos ahí a donde ha dicho de ir Yui.
Pero, antes de que Ayame pudiera siquiera responder o defenderse, Yui llegó con la furia de la tormenta. La apartó de un brusco empellón que casi la tiró al suelo, y después arrasó con los tres ninjas restantes: al primero le clavó la katana en el torso, al siguiente le seccionó limpiamente la garganta y Ayame tuvo que apartar la mirada del tercero cuando vio a Yui saltar sobre él con los pies por delante. Eso no evitó que escuchara un desagradable crujido.
«Innecesario... Eso ha sido... innecesario...» Pensó, conteniendo la respiración en un vano intento por controlar los temblores que sacudían su cuerpo.
—No te preocupes, a partir de ahora tendré en cuenta lo que puedes y no puedes hacer.
Las palabras de Yui se clavaron en ella como la katana que había utilizado para segar la vida de aquellos hombres. Ayame no protestó, ni siquiera musitó una disculpa, se quedó temblando, con los puños apretados junto a los costados, en completo silencio. Daba igual, Yui había echado a andar entre largas zancadas, seguida de cerca del Gobernador y de su gigantesco cocodrilo, que no tardó en continuar con su peculiar competición con Takeshi. Ayame les siguió poco después, después de llevarse una mano al oído izquierdo y pronunciar unas palabras en voz baja.
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Los tres shinobi entraron en la que debía ser la sala de comunicaciones. Ahora estaba completamente destartalada, y había varios ordenadores gigantescos, que en aquellos instantes estaban procesando algo que Ayame no alcanzó a comprender, conectados entre sí al sistema de megafonía.
—Maldita sea... —gruñó Yui.
—¿Desde cuándo llevamos dormidos...? —gimoteó el Gobernador.
—No sé desde cuándo, pero sí sé la respuesta de hasta cuándo. Hasta ahora.
Ayame, que se había acercado a los ordenadores para intentar descifrar algo entre todos aquellos datos sin sentido, tuvo que apartarse de un salto antes de que una mesa, pateada por Yui, se abalanzara violentamente sobre ellos. Un enorme estruendo sucedió a la destrucción de las máquinas, y un último estertor en forma de chispazo despertó un incendio.
—Ayudadme a apagarlo. Vamos. ¡Suiton: Mizurappa!
Ayame inspiró por la nariz, reuniendo fuerzas. Había invocado a dos halcones, se había visto obligada a enfrentarse a cuatro hombres al mismo tiempo y había creado un Clon de Sombras. Sus reservas de chakra estaban entrando en niveles mínimos, y encima su clon aún no había regresado. Había tenido la esperanza de poder recuperar algo de energía, pero...
«...No te preocupes, a partir de ahora tendré en cuenta lo que puedes y no puedes hacer...»
—¡Suiton: Mizurappa! —exclamó, uniéndose a los sellos manuales de Yui y exhaló un potente chorro de agua a presión desde sus labios para apagar las llamas.
El esfuerzo le pasó factura, sin embargo, y al terminar la técnica todo a su alrededor se oscureció momentáneamente. Mareada como estaba, se vio obligada a apoyarse en el mueble más cercano que encontró, con el sudor perlando su frente y resollando con fuerza.