2/04/2021, 23:07
Muchas son las leyendas que rodeaban a las Escaleras al Cielo del País de la Tierra: Muchos afirmaban que eran un lugar de iluminación mística, que un famoso monje budista había vislumbrado al verdadero y único dios en su cima y le había revelado la verdad sobre la naturaleza de la vida y de la muerte, otros tantos que la cima era el único lugar desde el que se podía ver todo Ōnindo, para otros era una peregrinación que todo ser humano en la faz del mundo debía realizar como mínimo una vez en la vida...
¿Cuál era su propio caso? ¿Qué era lo que buscaba en aquellas escaleras?
Otro peldaño más.
Lo cierto era que ni ella misma lo sabía. Pero igual de cierto era que el mundo no había dejado de agitarse en los últimos meses y la situación la había desbordado. Primero había llegado Kurama con sus Generales, amenazando la paz y estabilidad de todo Ōnindo bajo la amenaza de un imperio controlado por Bijū, con él como su emperador supremo y los seres humanos como sus esclavos.
«Qué frío...» Ayame se arrebujó aún más en su capa de viaje, cuando una brisa invernal sacudió su cuerpo.
Con la llegada de Kurama había sucedido la reversión de su sello, confinándola en la claustrofóbica dimensión del Gobi durante varios largos meses que se le hicieron eternos mientras el Bijū hacía y deshacía controlando su cuerpo todo cuanto deseaba. Afortunadamente, aquella historia había acabado bien. Quizás demasiado bien para lo que eran los intereses originales de Kurama. Pero la amenaza de los Generales seguía estando ahí, y ya había tenido que enfrentarse a ellos hasta en tres ocasiones.
Otro peldaño. Y ya había perdido la cuenta de cuántos llevaba, pero si alzaba la vista hacia la cima, su corazón se hundía al ver el trecho que aún le quedaba.
Y no sólo estaban Kurama y sus Generales. Dragón Rojo, una organización de criminales tanto o más peligrosos, había extendido sus alas sobre el mundo. A duras penas habían conseguido rescatar a su amigo de sus garras, pero el precio a pagar había sido caro. Muy caro: Un estadio lleno de vidas humanas, concretamente.
Ayame se detuvo, con el puño apretado contra el pecho. Le dolía. Y estaba cansada. Terriblemente cansada. Confiaba en que aquellas Escaleras al Cielo de verdad la liberaran de toda aquella ansiedad acumulara. O, al menos, que la ayudaran a despejarse la mente. ¿Pero de verdad sería así si conseguía llegar hasta la cima?
«No lo entiendo. ¿Por qué no vuela con Takeshi?» Habló Kokuō en su mente.
—No funciona así... —susurró ella, negando con la cabeza.
«¿No? ¿Y entonces cómo se supone que funciona?»
Ayame tardó algunos segundos en responder:
—No lo sé.
¿Cuál era su propio caso? ¿Qué era lo que buscaba en aquellas escaleras?
Otro peldaño más.
Lo cierto era que ni ella misma lo sabía. Pero igual de cierto era que el mundo no había dejado de agitarse en los últimos meses y la situación la había desbordado. Primero había llegado Kurama con sus Generales, amenazando la paz y estabilidad de todo Ōnindo bajo la amenaza de un imperio controlado por Bijū, con él como su emperador supremo y los seres humanos como sus esclavos.
«Qué frío...» Ayame se arrebujó aún más en su capa de viaje, cuando una brisa invernal sacudió su cuerpo.
Con la llegada de Kurama había sucedido la reversión de su sello, confinándola en la claustrofóbica dimensión del Gobi durante varios largos meses que se le hicieron eternos mientras el Bijū hacía y deshacía controlando su cuerpo todo cuanto deseaba. Afortunadamente, aquella historia había acabado bien. Quizás demasiado bien para lo que eran los intereses originales de Kurama. Pero la amenaza de los Generales seguía estando ahí, y ya había tenido que enfrentarse a ellos hasta en tres ocasiones.
Otro peldaño. Y ya había perdido la cuenta de cuántos llevaba, pero si alzaba la vista hacia la cima, su corazón se hundía al ver el trecho que aún le quedaba.
Y no sólo estaban Kurama y sus Generales. Dragón Rojo, una organización de criminales tanto o más peligrosos, había extendido sus alas sobre el mundo. A duras penas habían conseguido rescatar a su amigo de sus garras, pero el precio a pagar había sido caro. Muy caro: Un estadio lleno de vidas humanas, concretamente.
Ayame se detuvo, con el puño apretado contra el pecho. Le dolía. Y estaba cansada. Terriblemente cansada. Confiaba en que aquellas Escaleras al Cielo de verdad la liberaran de toda aquella ansiedad acumulara. O, al menos, que la ayudaran a despejarse la mente. ¿Pero de verdad sería así si conseguía llegar hasta la cima?
«No lo entiendo. ¿Por qué no vuela con Takeshi?» Habló Kokuō en su mente.
—No funciona así... —susurró ella, negando con la cabeza.
«¿No? ¿Y entonces cómo se supone que funciona?»
Ayame tardó algunos segundos en responder:
—No lo sé.