3/05/2021, 20:34
—Ojalá pudiera disculparme por todos los errores que Kusagakure está cometiendo con el resto de aldeas y los bijū. Pero unas palabras no arreglarán nada. —Se lamentó Juro—. Puedo comprender el motivo de su odio, pero eso la está cegando y temo por las consecuencias que pueda provocar su mandato. Aunque me gustaría poder mitigarlo, lo único que lograría ahora mismo sería mi muerte, y eso tampoco cambiaría nada.
Ayame hundió los hombros. Era justo lo que pensaba ella, pero ni siquiera Juro podía hacer mucho para solucionar aquel entuerto. Y ella mucho menos. Era terriblemente frustrante sentirse tan impotente ante la situación.
—De acuerdo. ¿Tienes algún lugar en mente? Apenas conozco estos lugares y en cuanto pongo un pie en ellos, me suelo perder —admitió, con una sonrisa nerviosa mientras se rascaba la nuca.
Ayame le devolvió una suave sonrisa.
—Creo que he visto la entrada de una caverna en la pared de la montaña un poco más abajo. Hay que saltar sobre un par de pilares de roca como estos, pero creo que estaremos bien allí.
Comenzó a descender, deshaciendo el camino que tanto le había costado recorrer. Una parte de ella, su parte curiosa, se lamentaba por no poder llegar a ver lo que había en la cima de aquellas escaleras sin fin, pero su parte racional quería hablar con Juro. Y también quería que Kokuō pudiese hablar con su hermano. Además, tenía algo más en mente.
«¿Está pensando la Señorita en...?»
«Puede ser. Puede ser.»
Varias decenas de metros más abajo, Ayame se detuvo y miró hacia su derecha. Tal y como había dicho, tras un par de pilares de roca peligrosamente afilados, la pared de roca se abría hacia el corazón de la montaña. Podría haber saltado y utilizar el chakra para apoyarse en los pilares y volver a impulsarse, pero en lugar de eso prefirió entrelazar las manos y un par de alas de agua surgieron tras su espalda. Con un par de aleteos, Ayame terminó aterrizando en la boca de la caverna y, con cierto titubeo, se adentró en ella. Era una entrada bastante ancha, pero la cueva se oscurecía rápidamente conforme se adentraba en el núcleo de la montaña. El ambiente estaba cargado de humedad y, de vez en cuando, un ligero goteo hacía eco entre las paredes. Con un escalofrío ante la visión de aquel oscuro agujero sin fin, Ayame decidió quedarse prácticamente en la entrada.
—Creo que aquí estaremos bien —meditó en voz alta, con una risilla nerviosa. Y su voz reverberó entre las rocas—. ¿No, Juro? —preguntó, volviéndose hacia el desdichado exiliado.
Ayame hundió los hombros. Era justo lo que pensaba ella, pero ni siquiera Juro podía hacer mucho para solucionar aquel entuerto. Y ella mucho menos. Era terriblemente frustrante sentirse tan impotente ante la situación.
—De acuerdo. ¿Tienes algún lugar en mente? Apenas conozco estos lugares y en cuanto pongo un pie en ellos, me suelo perder —admitió, con una sonrisa nerviosa mientras se rascaba la nuca.
Ayame le devolvió una suave sonrisa.
—Creo que he visto la entrada de una caverna en la pared de la montaña un poco más abajo. Hay que saltar sobre un par de pilares de roca como estos, pero creo que estaremos bien allí.
Comenzó a descender, deshaciendo el camino que tanto le había costado recorrer. Una parte de ella, su parte curiosa, se lamentaba por no poder llegar a ver lo que había en la cima de aquellas escaleras sin fin, pero su parte racional quería hablar con Juro. Y también quería que Kokuō pudiese hablar con su hermano. Además, tenía algo más en mente.
«¿Está pensando la Señorita en...?»
«Puede ser. Puede ser.»
Varias decenas de metros más abajo, Ayame se detuvo y miró hacia su derecha. Tal y como había dicho, tras un par de pilares de roca peligrosamente afilados, la pared de roca se abría hacia el corazón de la montaña. Podría haber saltado y utilizar el chakra para apoyarse en los pilares y volver a impulsarse, pero en lugar de eso prefirió entrelazar las manos y un par de alas de agua surgieron tras su espalda. Con un par de aleteos, Ayame terminó aterrizando en la boca de la caverna y, con cierto titubeo, se adentró en ella. Era una entrada bastante ancha, pero la cueva se oscurecía rápidamente conforme se adentraba en el núcleo de la montaña. El ambiente estaba cargado de humedad y, de vez en cuando, un ligero goteo hacía eco entre las paredes. Con un escalofrío ante la visión de aquel oscuro agujero sin fin, Ayame decidió quedarse prácticamente en la entrada.
—Creo que aquí estaremos bien —meditó en voz alta, con una risilla nerviosa. Y su voz reverberó entre las rocas—. ¿No, Juro? —preguntó, volviéndose hacia el desdichado exiliado.