10/05/2021, 19:30
Pero Ayame se quedó de piedra cuando se giró hacia él y le vio surcando los cielos con una suerte de alas de insecto. Se dio cuenta enseguida de que se había quedado boquiabierta, y sacudió la cabeza para salir de su ensimismamiento.
«¿Qué tipo de técnica era esa?» Se preguntó, llena de curiosidad. «¿Tiene algún tipo de conexión con los insectos?»
«Creo, Señorita, que tiene más que ver con mi Hermano.» Respondió la voz de Kokuō en su mente.
«¡¿Cómo?!»
Pero no obtuvo ninguna respuesta más. Ayame no había llegado a ver a Chōmei nunca, por lo que no conocía ni su aspecto ni las posibles habilidades que podría tener. Por conocer, apenas conocía a Shukaku, pero pese a lo escalofriante y sádico que era, sí podía decir que le debía una. Literalmente, le había salvado la vida.
—S-si. Es un buen lugar —tartamudeó Juro. A Ayame no le pasó desapercibido que se había puesto más pálido de lo habitual y que sus ojos recorrían nerviosos la cueva como si estuviera esperando que surgiera algún monstruo de su interior. El exiliado debió darse cuenta de que Ayame estaba pendiente de él, porque añadió—: Lo siento, no puedo evitarlo. Las cuevas me traen malos recuerdos.
—Oh... Lo siento, no lo sab... —comenzó a disculparse, pero Juro la interrumpió para explicarse.
—Hace relativamente poco tiempo, mientras estaba de paso, encontré un pueblo aterrorizado por la presencia de una bestia. Decían que era un monstruo gigante que rondaba el bosque y devoraba personas. Pero cada cual lo describía de una manera distinta. Justo a mi llegada el monstruo secuestró a la hija de uno de sus habitantes, y me ofrecí para ir a buscarla —relató—. Bajé a las profundidades de su madriguera, en una cueva oscura como esta, y me encontré a... esa cosa. Era una aberración. El cuerpo de un gorila unido a tres cabezas distintas: la de un gorila, la de una serpiente y la de un tigre. A su espalda, había siete enormes colas. Era una especie de pseudobijuu creado artificialmente. Y tenía el chakra de Kurama en él.
—E... ¿Estás bromeando, no? —murmuró Ayame. Ahora era ella la que se había quedado pálida como la cera—. ¿Cómo puede existir alg...? Oh, espera —Cruzó los dedos índice y corazón como cuando realizaba el Kage Bunshin, pero justo antes le dirigió una breve mirada a Juro—. Por favor, no te asustes.
¡Puff!
Una densa nube de humo estalló justo junto a ella. La escasa brisa de la cueva removió los jirones del humo, dispersándolos y dejando a la vista una criatura del tamaño y el cuerpo de un caballo blanco, la cabeza de un cetáceo y cinco ondulantes colas tras el final de su espalda. Sobre su cabeza, lucía orgullosa cuatro cuernos.
—Juro, ella es Kokuō. Kokuō, él es Juro.
—Ya nos conocemos —respondió Kokuō, clavando una solemne mirada de sus ojos aguamarina bañados de rojo en el muchacho. Con cierta elegancia, el bijū flexionó una de sus patas delanteras e inclinó el cuello en una sonada reverencia.
«¿Qué tipo de técnica era esa?» Se preguntó, llena de curiosidad. «¿Tiene algún tipo de conexión con los insectos?»
«Creo, Señorita, que tiene más que ver con mi Hermano.» Respondió la voz de Kokuō en su mente.
«¡¿Cómo?!»
Pero no obtuvo ninguna respuesta más. Ayame no había llegado a ver a Chōmei nunca, por lo que no conocía ni su aspecto ni las posibles habilidades que podría tener. Por conocer, apenas conocía a Shukaku, pero pese a lo escalofriante y sádico que era, sí podía decir que le debía una. Literalmente, le había salvado la vida.
—S-si. Es un buen lugar —tartamudeó Juro. A Ayame no le pasó desapercibido que se había puesto más pálido de lo habitual y que sus ojos recorrían nerviosos la cueva como si estuviera esperando que surgiera algún monstruo de su interior. El exiliado debió darse cuenta de que Ayame estaba pendiente de él, porque añadió—: Lo siento, no puedo evitarlo. Las cuevas me traen malos recuerdos.
—Oh... Lo siento, no lo sab... —comenzó a disculparse, pero Juro la interrumpió para explicarse.
—Hace relativamente poco tiempo, mientras estaba de paso, encontré un pueblo aterrorizado por la presencia de una bestia. Decían que era un monstruo gigante que rondaba el bosque y devoraba personas. Pero cada cual lo describía de una manera distinta. Justo a mi llegada el monstruo secuestró a la hija de uno de sus habitantes, y me ofrecí para ir a buscarla —relató—. Bajé a las profundidades de su madriguera, en una cueva oscura como esta, y me encontré a... esa cosa. Era una aberración. El cuerpo de un gorila unido a tres cabezas distintas: la de un gorila, la de una serpiente y la de un tigre. A su espalda, había siete enormes colas. Era una especie de pseudobijuu creado artificialmente. Y tenía el chakra de Kurama en él.
—E... ¿Estás bromeando, no? —murmuró Ayame. Ahora era ella la que se había quedado pálida como la cera—. ¿Cómo puede existir alg...? Oh, espera —Cruzó los dedos índice y corazón como cuando realizaba el Kage Bunshin, pero justo antes le dirigió una breve mirada a Juro—. Por favor, no te asustes.
¡Puff!
Una densa nube de humo estalló justo junto a ella. La escasa brisa de la cueva removió los jirones del humo, dispersándolos y dejando a la vista una criatura del tamaño y el cuerpo de un caballo blanco, la cabeza de un cetáceo y cinco ondulantes colas tras el final de su espalda. Sobre su cabeza, lucía orgullosa cuatro cuernos.
—Juro, ella es Kokuō. Kokuō, él es Juro.
—Ya nos conocemos —respondió Kokuō, clavando una solemne mirada de sus ojos aguamarina bañados de rojo en el muchacho. Con cierta elegancia, el bijū flexionó una de sus patas delanteras e inclinó el cuello en una sonada reverencia.