20/01/2016, 14:06
Ni siquiera le dejó terminar de hablar. Kinma soltó una carcajada que parecía estar sacada de la más oscura de las pesadillas, y sus risas se vieron coreadas por el desgarrador aullido de dolor de la kunoichi de Uzushiogakure cuando la enredadera tensó su agarre y un desagradable crujido estremeció el sentido de una Ayame que había contenido la respiración al escucharlo.
—¿CRReS qUe BRoMEo NiÑa? ¡AbRe El SeLLo, AHORA, O LAMENTARÁS LO QUE OS HARÉ PASAR A AMBAS. LA ÚNICA CLEMENCIA QUE OBTENDRÉIS SERÁ LA DE DEJAROS MARCHAR —el tono de voz del supuesto monje variaba deforma sobrenatural. En una misma palabra podía mezclar un gruñido feral y demoníaco con la caricia más dulce del más letal veneno. Con una nueva sonrisa capaz de congelar el temple del guerrero más osado, Kinma se relamió los labios—. —Porque os aseguro que me encantaría disfrutar de vuestros... cuerpecitos.
Ayame jadeó, y una lágrima rodó por su mejilla. Una cosa le había quedado clara. Y es que Kinma era aquel monstruo del que les había estado hablando antes de conducirlas a aquella trampa mortal. Sus iris viraron a Eri, que pese a todo aquel martirio parecía seguir consciente. Pronto comprendió que todo era inútil ya. El resquicio de esperanza de escapar de aquel lugar sanas y salvas se había desvanecido desde el momento en el que aquel muro de plantas de calabazas les había cortado el paso. La idea fugaz de arrojarle a Kinma o al mismo muro la antorcha que crepitaba a su derecha no había sido más que un pensamiento loco y carente de sentido. Refugiarse en la habitación que Kinma se había empeñado en ocultarlas sería una acción insignificante e inútil...
No tenían escapatoria.
Y aunque ni siquiera tenía la certeza de que las dejara escapar con vida después de obedecer sus indicaciones...
—Lo haré... Lo haré... Pero p... —ni siquiera pudo continuar. Kinma se giró hacia Eri. Sus ojos sólo despedían el brillo de la muerte.
Escuchaba los latidos de su corazón como los golpes de un tambor en sus sienes. Pero había algo más... el sutil y siseante sonido de su sangre bañando todo su cuerpo en tensión. Algo cayó al suelo, pero no era capaz de apartar la mirada de la escena para darse cuenta de la monstruosa locura que había intentado hacer su compañera.
Quería moverse, pero sus piernas estaban clavadas en el suelo como dos estacas. Algo dentro de ella sabía lo que estaba a punto de pasar. Pero no podía permitirlo. No podía dejar que... La temblorsa luz de las antorchas iluminó momentáneamente la sonrisa de Kinma. Una sonrisa cargada de ira, una sonrisa que contenía el aliento de la muerte a manos de un demente.
—¿¡Creíais que podíais jugar conmigo, verdad, eh!? —gritó, completamente ido de sí. La enredadera que sujetaba el maltrecho cuerpo de la peliazul comenzó a zarandearla hacia delante y hacia atrás.
«No...»
—¿Pues sabes qué, PUTA? Estas ramas son más fuertes que cualquier metal. Eso es, tu cuchillo no les habría hecho nada. Sin embargo, tus huesos, caramelito...
«No lo hagas...»
—Son de un cristal delicado... y roto.
«¡NO LO HAGAS!»
Kinma alzó la mano, y ante su deseo las ramas descendieron de golpe. Ayame quiso cerrar los ojos pero fue incapaz de apartar la mirada y contemplar cómo el cuerpo de la chiquilla se estampaba brutalmente contra el suelo. Quiso moverse, correr hacia delante y socorrerla de las manos de aquel monstruo, pero su cuerpo seguía sin responder. Y el cuerpo de la kunoichi volvió a ascender en el aire para chocar contra el techo. Algo volvió a crujir, pero su cerebro parecía haberse anestesiado. Ni siquiera era consciente de que tenía el rostro empapado por las lágrimas.
«¿De quién es ese corazón? ¿Es el de ella...?» Aquella estupidez fue lo único que fue capaz de pensar.
—Tenías que hacerlo, puta, tenías que tardar. Ahora la he matado. ¡Joder, siempre me pasa esto! ¡¡¡QUIERES ABRIR EL PUTO SELLO YA!!!
«¿La ha matado?»
El cuerpo de la chica terminó a sus pies. Un cuerpo maltrecho, magullado, lleno de cortes y con la pierna doblada en una posición que no era nada natural. Yacía completamente inerte, pero Ayame sabía que no podía estar muerta. No estaba muerta. ¿Si no por qué escuchaba su corazón?
pompompompomPOMPOMPOMPOMPOMPOMPOM.
No estaba muerta. No podía estarlo.
Todo a su alrededor se oscureció. Todo a su alrededor se hizo silencio. Sentía su sangre arder con la fuerza de mil infiernos y el aire a su alrededor comenzó a ebullir. Un halo blanquecino recubrió su cuerpo y un repentino torrente de energía llenó todo su cuerpo. Ayame no fue consciente de ello, pero tras su espalda la capa de chakra ondeaba con la forma de cinco colas que restallaban en el aire con ira contenida. En la parte posterior de su cabeza, cinco cuernos completaban aquel aspecto demoníaco. Se sentía llena, pero también sentía un intenso quemazón en todo el cuerpo.
—Extiende la mano, Ayame —gruñó con queda ira una voz femenina. Una voz femenina que se le antojaba lejanamente familiar, pero no era capaz de ubicar. No era la voz que había escuchado antes y que las había invitado a bajar al sótano.
Ayame clavó sus ojos en el monstruo que aguardaba al fondo del pasillo. Unos ojos que habían pasado del cálido castaño a un frío aguamarina. Unos ojos que lucían el color de la sangre en sus párpados inferiores.
Ni siquiera se paró a pensarlo. Alzó la mano y la extendió frente a sí.
—¿CRReS qUe BRoMEo NiÑa? ¡AbRe El SeLLo, AHORA, O LAMENTARÁS LO QUE OS HARÉ PASAR A AMBAS. LA ÚNICA CLEMENCIA QUE OBTENDRÉIS SERÁ LA DE DEJAROS MARCHAR —el tono de voz del supuesto monje variaba deforma sobrenatural. En una misma palabra podía mezclar un gruñido feral y demoníaco con la caricia más dulce del más letal veneno. Con una nueva sonrisa capaz de congelar el temple del guerrero más osado, Kinma se relamió los labios—. —Porque os aseguro que me encantaría disfrutar de vuestros... cuerpecitos.
Ayame jadeó, y una lágrima rodó por su mejilla. Una cosa le había quedado clara. Y es que Kinma era aquel monstruo del que les había estado hablando antes de conducirlas a aquella trampa mortal. Sus iris viraron a Eri, que pese a todo aquel martirio parecía seguir consciente. Pronto comprendió que todo era inútil ya. El resquicio de esperanza de escapar de aquel lugar sanas y salvas se había desvanecido desde el momento en el que aquel muro de plantas de calabazas les había cortado el paso. La idea fugaz de arrojarle a Kinma o al mismo muro la antorcha que crepitaba a su derecha no había sido más que un pensamiento loco y carente de sentido. Refugiarse en la habitación que Kinma se había empeñado en ocultarlas sería una acción insignificante e inútil...
No tenían escapatoria.
Y aunque ni siquiera tenía la certeza de que las dejara escapar con vida después de obedecer sus indicaciones...
—Lo haré... Lo haré... Pero p... —ni siquiera pudo continuar. Kinma se giró hacia Eri. Sus ojos sólo despedían el brillo de la muerte.
POM-pom. POM-pom.
Escuchaba los latidos de su corazón como los golpes de un tambor en sus sienes. Pero había algo más... el sutil y siseante sonido de su sangre bañando todo su cuerpo en tensión. Algo cayó al suelo, pero no era capaz de apartar la mirada de la escena para darse cuenta de la monstruosa locura que había intentado hacer su compañera.
POM-pom. POM-pom.
Quería moverse, pero sus piernas estaban clavadas en el suelo como dos estacas. Algo dentro de ella sabía lo que estaba a punto de pasar. Pero no podía permitirlo. No podía dejar que... La temblorsa luz de las antorchas iluminó momentáneamente la sonrisa de Kinma. Una sonrisa cargada de ira, una sonrisa que contenía el aliento de la muerte a manos de un demente.
POM-POM. POM-POM. POM-POM.
—¿¡Creíais que podíais jugar conmigo, verdad, eh!? —gritó, completamente ido de sí. La enredadera que sujetaba el maltrecho cuerpo de la peliazul comenzó a zarandearla hacia delante y hacia atrás.
«No...»
—¿Pues sabes qué, PUTA? Estas ramas son más fuertes que cualquier metal. Eso es, tu cuchillo no les habría hecho nada. Sin embargo, tus huesos, caramelito...
«No lo hagas...»
POM-POM-POM-POM-POM.
—Son de un cristal delicado... y roto.
«¡NO LO HAGAS!»
Kinma alzó la mano, y ante su deseo las ramas descendieron de golpe. Ayame quiso cerrar los ojos pero fue incapaz de apartar la mirada y contemplar cómo el cuerpo de la chiquilla se estampaba brutalmente contra el suelo. Quiso moverse, correr hacia delante y socorrerla de las manos de aquel monstruo, pero su cuerpo seguía sin responder. Y el cuerpo de la kunoichi volvió a ascender en el aire para chocar contra el techo. Algo volvió a crujir, pero su cerebro parecía haberse anestesiado. Ni siquiera era consciente de que tenía el rostro empapado por las lágrimas.
POM-POM-POM-POM-POM-POM-POM.
«¿De quién es ese corazón? ¿Es el de ella...?» Aquella estupidez fue lo único que fue capaz de pensar.
—Tenías que hacerlo, puta, tenías que tardar. Ahora la he matado. ¡Joder, siempre me pasa esto! ¡¡¡QUIERES ABRIR EL PUTO SELLO YA!!!
«¿La ha matado?»
El cuerpo de la chica terminó a sus pies. Un cuerpo maltrecho, magullado, lleno de cortes y con la pierna doblada en una posición que no era nada natural. Yacía completamente inerte, pero Ayame sabía que no podía estar muerta. No estaba muerta. ¿Si no por qué escuchaba su corazón?
pompompompomPOMPOMPOMPOMPOMPOMPOM.
No estaba muerta. No podía estarlo.
Todo a su alrededor se oscureció. Todo a su alrededor se hizo silencio. Sentía su sangre arder con la fuerza de mil infiernos y el aire a su alrededor comenzó a ebullir. Un halo blanquecino recubrió su cuerpo y un repentino torrente de energía llenó todo su cuerpo. Ayame no fue consciente de ello, pero tras su espalda la capa de chakra ondeaba con la forma de cinco colas que restallaban en el aire con ira contenida. En la parte posterior de su cabeza, cinco cuernos completaban aquel aspecto demoníaco. Se sentía llena, pero también sentía un intenso quemazón en todo el cuerpo.
—Extiende la mano, Ayame —gruñó con queda ira una voz femenina. Una voz femenina que se le antojaba lejanamente familiar, pero no era capaz de ubicar. No era la voz que había escuchado antes y que las había invitado a bajar al sótano.
Ayame clavó sus ojos en el monstruo que aguardaba al fondo del pasillo. Unos ojos que habían pasado del cálido castaño a un frío aguamarina. Unos ojos que lucían el color de la sangre en sus párpados inferiores.
Ni siquiera se paró a pensarlo. Alzó la mano y la extendió frente a sí.