28/07/2021, 14:15
Utilizando aquellas curiosas alas de insecto, Juro consiguió apartarse de la trayectoria de la enorme roca antes de verse aplastado por ella. Un violento temblor sacudió la caverna, ensordeciéndolos, cuando el pedrusco impactó contra el suelo y se vio hecho escombros.
—¡Atacadlo desde distintos lados! —exclamó Juro, entrelazando las manos.
Kokuō y Ayame se movieron al unísono, formando con el exiliado de Kusagakure una especie de triángulo imaginario, con el Gebijū en su centro.
—¡Suiton: Mizurappa!
—¡Fūton: Renkūdan!
El Gobi no se vio en la necesidad de gritar nada: simplemente abrió sus fauces, y de estas surgió una bomba de vapor ardiente comprimido que salió disparada hacia el oso-lechuza.
Agua, viento y vapor se juntaron en el centro y liberaron una vorágine que engulló al gebijū, que rugió lleno de dolor e ira desatadas (160 PV). Una densa humareda de polvo y vapor inundó la estancia, y el silencio lo llenó todo. Ayame hundió los hombros al cabo de varios segundos. Todo parecía haber acabado.
Pero entonces algo chocó contra ella, arrancándole el aire de los pulmones y lanzándola contra la pared contraria de la cueva (80 PV). De la nada, y amparándose en la escasa visibilidad que había en aquellos momentos, el búho-lechuza se había movido a una velocidad prácticamente instantánea y le había asestado un zarpazo con todas sus fuerzas. Kokuō desapareció en una pequeña nube de humo. Temblando de los pies a la cabeza, y con la vista borrosa por el golpe que acababa de recibir en la cabeza, Ayame se llevó una mano al pecho. Sangraba. Sangraba profusamente. Las garras de aquella criatura eran algo que no debía perder de vista.
Y ahora la bestia se acercaba a ella lentamente con las zarpas ensangrentadas y los ojos sedientos de más. Estaba herida por múltiples partes, pero eso no parecía importarle. Había algo más que la empujaba a seguir combatiendo. Algo que iba más allá del raciocinio. Era puro instinto salvaje y animal.
—¡Atacadlo desde distintos lados! —exclamó Juro, entrelazando las manos.
Kokuō y Ayame se movieron al unísono, formando con el exiliado de Kusagakure una especie de triángulo imaginario, con el Gebijū en su centro.
—¡Suiton: Mizurappa!
—¡Fūton: Renkūdan!
El Gobi no se vio en la necesidad de gritar nada: simplemente abrió sus fauces, y de estas surgió una bomba de vapor ardiente comprimido que salió disparada hacia el oso-lechuza.
Agua, viento y vapor se juntaron en el centro y liberaron una vorágine que engulló al gebijū, que rugió lleno de dolor e ira desatadas (160 PV). Una densa humareda de polvo y vapor inundó la estancia, y el silencio lo llenó todo. Ayame hundió los hombros al cabo de varios segundos. Todo parecía haber acabado.
Pero entonces algo chocó contra ella, arrancándole el aire de los pulmones y lanzándola contra la pared contraria de la cueva (80 PV). De la nada, y amparándose en la escasa visibilidad que había en aquellos momentos, el búho-lechuza se había movido a una velocidad prácticamente instantánea y le había asestado un zarpazo con todas sus fuerzas. Kokuō desapareció en una pequeña nube de humo. Temblando de los pies a la cabeza, y con la vista borrosa por el golpe que acababa de recibir en la cabeza, Ayame se llevó una mano al pecho. Sangraba. Sangraba profusamente. Las garras de aquella criatura eran algo que no debía perder de vista.
Y ahora la bestia se acercaba a ella lentamente con las zarpas ensangrentadas y los ojos sedientos de más. Estaba herida por múltiples partes, pero eso no parecía importarle. Había algo más que la empujaba a seguir combatiendo. Algo que iba más allá del raciocinio. Era puro instinto salvaje y animal.