24/01/2016, 00:48
(Última modificación: 24/01/2016, 00:49 por Aotsuki Ayame.)
El calor remitió. Ya no la quemaba como antes, sino que la envolvía con la calidez del fuego en una chimenea en una cruda noche de invierno. Todo su ser se estremecía ante aquel poder que recorría cada fibra de su ser y de alguna manera sabía que podría hacer cualquier cosa con él. Podría cumplir cualquier tipo de deseo... Fácilmente podría emborracharse de aquel poder si se dejaba llevar. Y quizás lo habría hecho, si no fuera por las visiones que comenzaron a sucederse.
Un niño gritó en la lejanía llamando a su madre. En otra parte, una mujer rompió a llorar desconsolada.
Ayame jadeó, y una nueva lágrima rodó por su mejilla.
Sentía unos fuertes brazos reteniéndola. Inmovilizada como estaba, un hombre colocó su mano frente a sus ojos y todo comenzó a nublarse rápidamente...
La rabia la consumía. Ardía de la más primitiva ira. Y cualquier criatura que osaba cruzarse en su camino sufría las consecuencias. Niños, ancianos, mujeres, hombres... todos ellos eran iguales ante sus ojos. Bramó con toda la fuerza de sus pulmones, y el chillido acuchilló la oscuridad de la noche buscando la luz de la luna. Ellos también chillaban, como un enjambre de abejas airadas, y aquello no hacía más que enfurecerla aún más. Tenía que salir de allí cuanto antes o volverían a por ella. Volverían a encerrarla dentro del cuerpo de aquella maldita cría. Tenía que huir... Tenía que...
Entonces apareció él. Un albino cuyo rostro le era increíblemente familiar. Las sombras se reunieron en torno a su cuerpo y las figuras de los asesinos de sus hermanos surgieron repentinamente, amenazadoras, contra ella.
Aquellos malditos humanos eran los verdaderos monstruos. No ellos.
Una de las colas de energía se deslizó como una serpiente y envolvió el cuerpo de la kunoichi de Uzushiogakure. Ante la estupefacción de una Ayame casi en estado de shock, sus heridas comenzaron a cerrarse a una velocidad antinatural. Similar a lo que pasaba con ella misma las escasas veces que había recibido algún tipo de herida.
«Que esto no te sirva de precedente, niña. Pero viviréis.» La voz femenina volvió a resonar en su mente, sobresaltándola.
—¿Qué... qué eres...? ¡Monstruo! —gimió Kinma, al otro lado del pasillo, dando un paso atrás y encontrándose con que su última salida era el sello que él no era capaz de abrir.
Agitó los brazos. Nuevos tallos con espinas surgieron del suelo y se dirigieron directos hacia ella, dispuestos a ensartarla. Pero Ayame no se movió, y las plantas chocaron contra la masa de chakra que la envolvía y rebotaron, inútiles, a ambos lados. Para aquel entonces, Ayame se había convertido en una mera espectadora de la escena. Su cuerpo no la obedecía a ella, sino a una voluntad ajena que le obligó a abrir los labios. La voz que emanó de ellos no fue la suya propia, sino la que venía escuchando desde hacía unos instantes en su mente.
—Qué irónico, yo soy el monstruo. De todos los seres humanos que he conocido, sin duda tú eres el peor. Bajo los ojos de esta niña inocente como testigo, yo te condeno a muerte, bastardo.
Era imposible. ¿Era el gobi el que hablaba a través de ella? ¿Pero acaso los bijuu podían hablar? ¿No eran meras bestias sin sentimientos ni consciencia? ¿Qué sentido tenía todo aquello?
La capa de chakra se agitó en el aire y frente a Ayame se formó lo que parecía ser la cabeza etérea de un cetáceo con cinco cuernos y las mandíbulas abiertas de par en par. Frente a su mano, aún extendida, una apabullante cantidad de energía comenzó a acumularse en la forma de una esfera oscura que se hacía cada vez más grande... cada vez más grande...
—No... no... ¡Perdóname, no me hagas daño!
Aquella súplica era muy similar a la que habían formulado ellas mismas minutos antes. El aire hervía a su alrededor, y las paredes y el suelo comenzaron a temblar y crujir.
—¡MUERE!
En sus ojos el ambiente cambiaba entre parpadeos continuados. Las casas ardían... Inundaban de humo el pasillo hacia aquel maldito albino... No. Su pelo era naranja. Era Kinma. ¿Pero estaban en un bosque? De cualquier manera, el cañón de chakra se disparó contra él, y el zumbido supersónico se combinó con su aullido desesperado:
—¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
La explosión la ensordeció y cegó a partes iguales. La voz de Kinma dejó de escucharse, pero todo a su alrededor vibró con ira contenida. Antes de que pudiera recuperar los sentidos, la luz brillante pasó a convertirse en la noche más oscura.
«Gracias... Gobi...» Fue lo único que pudo pensar antes de perder el conocimiento...
Aquella vez no soñó. Quizás su cuerpo estaba demasiado fatigado y agradecía el descanso proporcionado, pero Ayame sabía en el fondo que las pesadillas habían terminado y no volverían a repetirse. Porque había descubierto que había sido ella misma quien había sido el origen de aquellas.
Ella había sido el verdadero monstruo que había cometido un auténtico genocidio en una sola noche.
Ella había reducido una aldea entera a cenizas.
Cuando Ayame despertó se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo como si le hubiesen dado una paliza. Se permitió el lujo de dejar escapar un débil quejido antes de entreabrir los ojos y, en lugar de un techo de madera, ver el cielo estrellado sobre ella. Bajo sus dedos, la hierba seca le hacía cosquillas.
En cualquier otro momento se habría levantado de un salto y se habría puesto a saltar de pura alegría. Pero no podía hacerlo, porque ni siquiera se alegraba de haber salido con vida de aquella casa de los horrores. Más bien al contrario, apenas era capaz de contener las lágrimas que punzaban su pecho de una manera tan dolorosa e insufrible.
Algo se abalanzó sobre ella repentinamente, y Ayame apenas tuvo tiempo de soltar una exclamación de alarma antes de ver una maraña de cabello de extraño color azulado danzando sobre su rostro.
—¡Estamos vivas! —exclamó la kunoichi de Uzushiogakure, mientras movía la cabeza de un lado a otro. Hasta que, igual de repentino que se había echado sobre ella, se separó entre reprimidos quejidos de dolor—. P-perdón...
Ayame se obligó a esbozar una sonrisa conciliadora, pero la escasa felicidad que sentía hizo que el gesto se viera forzado y tenso como una cuerda en un arco. Sin embargo, era un profundo alivio comprobar que estaba viva. Y que estaba bien. El chakra del bijuu la había ayudado de verdad.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Kabocha? ¿Qué ha sido esa explosión? ¿Qué...?
Una nueva voz entró en escena, y en aquella ocasión Ayame se levantó de un brinco. Un hombre calvo, pero con una espesa y larga barba, se alzaba frente a ellas, mirándolas con profundo desazón. Más parecía un mago salido de un cuento que una criatura amenazante; pero, por si acaso, Ayame retrocedió un par de pasos. Como si fuera consciente de que las había asustado, el hombre mostró las palmas de las manos.
—¿Estáis bien?
—Y... yo... B... bueno... Esto... K...¿Kabocha? ¿Quién es ese? ¿Y... y quién es usted? ¿Dónde está K... Kinma? —balbuceó
Un niño gritó en la lejanía llamando a su madre. En otra parte, una mujer rompió a llorar desconsolada.
Ayame jadeó, y una nueva lágrima rodó por su mejilla.
Sentía unos fuertes brazos reteniéndola. Inmovilizada como estaba, un hombre colocó su mano frente a sus ojos y todo comenzó a nublarse rápidamente...
La rabia la consumía. Ardía de la más primitiva ira. Y cualquier criatura que osaba cruzarse en su camino sufría las consecuencias. Niños, ancianos, mujeres, hombres... todos ellos eran iguales ante sus ojos. Bramó con toda la fuerza de sus pulmones, y el chillido acuchilló la oscuridad de la noche buscando la luz de la luna. Ellos también chillaban, como un enjambre de abejas airadas, y aquello no hacía más que enfurecerla aún más. Tenía que salir de allí cuanto antes o volverían a por ella. Volverían a encerrarla dentro del cuerpo de aquella maldita cría. Tenía que huir... Tenía que...
Entonces apareció él. Un albino cuyo rostro le era increíblemente familiar. Las sombras se reunieron en torno a su cuerpo y las figuras de los asesinos de sus hermanos surgieron repentinamente, amenazadoras, contra ella.
Aquellos malditos humanos eran los verdaderos monstruos. No ellos.
Una de las colas de energía se deslizó como una serpiente y envolvió el cuerpo de la kunoichi de Uzushiogakure. Ante la estupefacción de una Ayame casi en estado de shock, sus heridas comenzaron a cerrarse a una velocidad antinatural. Similar a lo que pasaba con ella misma las escasas veces que había recibido algún tipo de herida.
«Que esto no te sirva de precedente, niña. Pero viviréis.» La voz femenina volvió a resonar en su mente, sobresaltándola.
—¿Qué... qué eres...? ¡Monstruo! —gimió Kinma, al otro lado del pasillo, dando un paso atrás y encontrándose con que su última salida era el sello que él no era capaz de abrir.
Agitó los brazos. Nuevos tallos con espinas surgieron del suelo y se dirigieron directos hacia ella, dispuestos a ensartarla. Pero Ayame no se movió, y las plantas chocaron contra la masa de chakra que la envolvía y rebotaron, inútiles, a ambos lados. Para aquel entonces, Ayame se había convertido en una mera espectadora de la escena. Su cuerpo no la obedecía a ella, sino a una voluntad ajena que le obligó a abrir los labios. La voz que emanó de ellos no fue la suya propia, sino la que venía escuchando desde hacía unos instantes en su mente.
—Qué irónico, yo soy el monstruo. De todos los seres humanos que he conocido, sin duda tú eres el peor. Bajo los ojos de esta niña inocente como testigo, yo te condeno a muerte, bastardo.
Era imposible. ¿Era el gobi el que hablaba a través de ella? ¿Pero acaso los bijuu podían hablar? ¿No eran meras bestias sin sentimientos ni consciencia? ¿Qué sentido tenía todo aquello?
La capa de chakra se agitó en el aire y frente a Ayame se formó lo que parecía ser la cabeza etérea de un cetáceo con cinco cuernos y las mandíbulas abiertas de par en par. Frente a su mano, aún extendida, una apabullante cantidad de energía comenzó a acumularse en la forma de una esfera oscura que se hacía cada vez más grande... cada vez más grande...
—No... no... ¡Perdóname, no me hagas daño!
Aquella súplica era muy similar a la que habían formulado ellas mismas minutos antes. El aire hervía a su alrededor, y las paredes y el suelo comenzaron a temblar y crujir.
—¡MUERE!
En sus ojos el ambiente cambiaba entre parpadeos continuados. Las casas ardían... Inundaban de humo el pasillo hacia aquel maldito albino... No. Su pelo era naranja. Era Kinma. ¿Pero estaban en un bosque? De cualquier manera, el cañón de chakra se disparó contra él, y el zumbido supersónico se combinó con su aullido desesperado:
—¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
La explosión la ensordeció y cegó a partes iguales. La voz de Kinma dejó de escucharse, pero todo a su alrededor vibró con ira contenida. Antes de que pudiera recuperar los sentidos, la luz brillante pasó a convertirse en la noche más oscura.
«Gracias... Gobi...» Fue lo único que pudo pensar antes de perder el conocimiento...
...
Aquella vez no soñó. Quizás su cuerpo estaba demasiado fatigado y agradecía el descanso proporcionado, pero Ayame sabía en el fondo que las pesadillas habían terminado y no volverían a repetirse. Porque había descubierto que había sido ella misma quien había sido el origen de aquellas.
Ella había sido el verdadero monstruo que había cometido un auténtico genocidio en una sola noche.
Ella había reducido una aldea entera a cenizas.
Cuando Ayame despertó se dio cuenta de que le dolía todo el cuerpo como si le hubiesen dado una paliza. Se permitió el lujo de dejar escapar un débil quejido antes de entreabrir los ojos y, en lugar de un techo de madera, ver el cielo estrellado sobre ella. Bajo sus dedos, la hierba seca le hacía cosquillas.
En cualquier otro momento se habría levantado de un salto y se habría puesto a saltar de pura alegría. Pero no podía hacerlo, porque ni siquiera se alegraba de haber salido con vida de aquella casa de los horrores. Más bien al contrario, apenas era capaz de contener las lágrimas que punzaban su pecho de una manera tan dolorosa e insufrible.
Algo se abalanzó sobre ella repentinamente, y Ayame apenas tuvo tiempo de soltar una exclamación de alarma antes de ver una maraña de cabello de extraño color azulado danzando sobre su rostro.
—¡Estamos vivas! —exclamó la kunoichi de Uzushiogakure, mientras movía la cabeza de un lado a otro. Hasta que, igual de repentino que se había echado sobre ella, se separó entre reprimidos quejidos de dolor—. P-perdón...
Ayame se obligó a esbozar una sonrisa conciliadora, pero la escasa felicidad que sentía hizo que el gesto se viera forzado y tenso como una cuerda en un arco. Sin embargo, era un profundo alivio comprobar que estaba viva. Y que estaba bien. El chakra del bijuu la había ayudado de verdad.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Kabocha? ¿Qué ha sido esa explosión? ¿Qué...?
Una nueva voz entró en escena, y en aquella ocasión Ayame se levantó de un brinco. Un hombre calvo, pero con una espesa y larga barba, se alzaba frente a ellas, mirándolas con profundo desazón. Más parecía un mago salido de un cuento que una criatura amenazante; pero, por si acaso, Ayame retrocedió un par de pasos. Como si fuera consciente de que las había asustado, el hombre mostró las palmas de las manos.
—¿Estáis bien?
—Y... yo... B... bueno... Esto... K...¿Kabocha? ¿Quién es ese? ¿Y... y quién es usted? ¿Dónde está K... Kinma? —balbuceó