23/08/2021, 14:15
(Última modificación: 23/08/2021, 14:17 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
Hanabi rio.
—La verdad, el bijū es bastante silencioso. Apenas se le ha visto un par de veces. Yo si fuera Gyūki, aunque sea saldría a ver qué se cuece de vez en cuando. Por simple curiosidad. —Meditó un instante—. La verdad, a lo mejor que sea silencioso es peor. Es inquietante. No me puedo imaginar cómo deben sentirse los pescadores del puerto.
Jūshan sí podía imaginárselo.
Se levantaba todas las mañanas, se hacía un café que cada vez le sabía más a agua, se comía una tostada medio rancia y se embarcaba con su pequeño barco a motor para tratar de pescar un poco. Su mujer se encargaba de la pescadería. Dicen que una buena pareja estable es un trabajo en equipo, y ellos eran el mejor ejemplo.
Aquél barquito le había costado mucho sudor. Funcionaba con una de esas baterías hidroeléctricas del País de la Tormenta, pero además era capaz de filtrar la sal del mar. Toda una joya. Y muchísimo más caro que una joya, también ha de decirse. Pero fue una buena inversión.
Jūshan llevaba una vida humilde, sí, pero al menos hasta hace poco había sido tranquila. Ahora vivía con un miedo constante. Él estuvo allí cuando sucedió todo. El Akimichi enorme caminando por el puerto, levantando olas, casi tumbando su embarcación. El monstruo de ocho tentáculos y cuernos enormes, salido directamente de los cuentos para no dormir que le contaba su abuela sobre las Antiguas Cinco Grandes Villas. A Cé Gé Uves, como las llamaba él junto a su hermano Takeshi para mofarse cuando estaban hartos de la misma historia.
Había visto a la bestia pocas veces, pero todas había estado a punto de sufrir un infarto. O eso pensaba él. «Al menos, un buen pinchazo en el pecho. Esto no me lo está cubriendo la Villa, eh. ¡Esto no me lo pagan bien, eh!»
Entonces lo vio. Allí, a apenas unos metros bajo el agua. Un morro rosa prácticamente sin labios con una mueca dentuda siempre presente. Los dos enormes cuernos. Unos ojos blancos, inexpresivos, que parecían siempre iracundos. Le miraban fijamente. Muy fijamente.
«¡Me cago en la puta MECAGOENLAPUTA! ¡Deberían darme un jodido premio! ¡POR SER UN PUTO HÉROE! ¡UNA MEDALLA O ALGO! ¡AY, POR SUSANŌ, QUE VIENE! ¡QUE ME LLEVA!»
La enorme figura salió del agua, asomando sólo la cabeza y provocando una pequeña ola que zarandeó un poco el barco. Jūshan pulsó un botón, tiró de algunas palancas.
—Disculpe, buen hombre. Si vira un poco a estribor y continúa unos kilómetros, encontrará usted un estupendo banco de...
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!
Jūshan giró el timón, y el barco dio un giro brusco. Si hubiera tenido ruedas, hubiera derrapado sobre el camino, pero tan solo arrojó un buen salpicón de agua en la cara del bijū, que igual de inexpresivo, observó como el hombre se marchaba gritando.
«Pero bueno. Qué falta de educación», pensó, y volvió a sumergirse en las profundidades del mar de Uzushiogakure.
—Bueno, como te decía —siguió Hanabi—. Me apetece pulpo. ¿Takoyaki? ¿A al brasa? ¿Conoces un buen sitio, Datsue?
—La verdad, el bijū es bastante silencioso. Apenas se le ha visto un par de veces. Yo si fuera Gyūki, aunque sea saldría a ver qué se cuece de vez en cuando. Por simple curiosidad. —Meditó un instante—. La verdad, a lo mejor que sea silencioso es peor. Es inquietante. No me puedo imaginar cómo deben sentirse los pescadores del puerto.
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Jūshan sí podía imaginárselo.
Se levantaba todas las mañanas, se hacía un café que cada vez le sabía más a agua, se comía una tostada medio rancia y se embarcaba con su pequeño barco a motor para tratar de pescar un poco. Su mujer se encargaba de la pescadería. Dicen que una buena pareja estable es un trabajo en equipo, y ellos eran el mejor ejemplo.
Aquél barquito le había costado mucho sudor. Funcionaba con una de esas baterías hidroeléctricas del País de la Tormenta, pero además era capaz de filtrar la sal del mar. Toda una joya. Y muchísimo más caro que una joya, también ha de decirse. Pero fue una buena inversión.
Jūshan llevaba una vida humilde, sí, pero al menos hasta hace poco había sido tranquila. Ahora vivía con un miedo constante. Él estuvo allí cuando sucedió todo. El Akimichi enorme caminando por el puerto, levantando olas, casi tumbando su embarcación. El monstruo de ocho tentáculos y cuernos enormes, salido directamente de los cuentos para no dormir que le contaba su abuela sobre las Antiguas Cinco Grandes Villas. A Cé Gé Uves, como las llamaba él junto a su hermano Takeshi para mofarse cuando estaban hartos de la misma historia.
Había visto a la bestia pocas veces, pero todas había estado a punto de sufrir un infarto. O eso pensaba él. «Al menos, un buen pinchazo en el pecho. Esto no me lo está cubriendo la Villa, eh. ¡Esto no me lo pagan bien, eh!»
Entonces lo vio. Allí, a apenas unos metros bajo el agua. Un morro rosa prácticamente sin labios con una mueca dentuda siempre presente. Los dos enormes cuernos. Unos ojos blancos, inexpresivos, que parecían siempre iracundos. Le miraban fijamente. Muy fijamente.
«¡Me cago en la puta MECAGOENLAPUTA! ¡Deberían darme un jodido premio! ¡POR SER UN PUTO HÉROE! ¡UNA MEDALLA O ALGO! ¡AY, POR SUSANŌ, QUE VIENE! ¡QUE ME LLEVA!»
La enorme figura salió del agua, asomando sólo la cabeza y provocando una pequeña ola que zarandeó un poco el barco. Jūshan pulsó un botón, tiró de algunas palancas.
—Disculpe, buen hombre. Si vira un poco a estribor y continúa unos kilómetros, encontrará usted un estupendo banco de...
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHH!
Jūshan giró el timón, y el barco dio un giro brusco. Si hubiera tenido ruedas, hubiera derrapado sobre el camino, pero tan solo arrojó un buen salpicón de agua en la cara del bijū, que igual de inexpresivo, observó como el hombre se marchaba gritando.
«Pero bueno. Qué falta de educación», pensó, y volvió a sumergirse en las profundidades del mar de Uzushiogakure.
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—Bueno, como te decía —siguió Hanabi—. Me apetece pulpo. ¿Takoyaki? ¿A al brasa? ¿Conoces un buen sitio, Datsue?