30/04/2022, 12:58
Nadie le molestó. Nadie se atrevió a molestarle.
El Ojete de Ōnindo iba a vivir un cambio de reinado. El grupo que tenía el bastón del poder, comandado por la Hambrienta, había sufrido demasiadas pérdidas como para mantenerlo. Quizá tratasen de aparentar por un tiempo que seguía en su posesión, pero estaba claro que la Matasanos y los suyos tenían los números. Los números… y al Sin Piernas.
Por el momento, sin embargo, no hubo trifulcas. Por primera vez en mucho tiempo, había comida en abundancia para todos. Tres Dientes fue tirado al vacío, por el agujero que conducía a sabe los Dioses dónde, y aún así quedaban cuerpos de sobra.
La Coleccionista se quedó con la lengua del Mudo y la mandíbula de Mordiscos para su colección. La Estranguladora consiguió hacerse con un brazo para sus reservas de comida. El frío llegó. La Llorona, que antes siempre dormía junto a Tres Dientes para darse calor, se acurrucó junto a Daigo.
En un momento dado, Chillidos despertó encolerizado, rugiendo y chillando mientras se agarraba la cabeza y se tambaleaba de un lado a otro, como si le doliese mucho. La Llorona se abrazó con más fuerza a Daigo. Pero el momento pasó. La calma volvió. Chillidos se hizo con una buena parte del cuerpo de Mordiscos —nadie se atrevió a ofrecerle resistencia cuando se lo arrebató al grupo de la Hambrienta— y el tiempo pasó.
Horas. Hasta que se oyó el cerrojo de una puerta abrirse allá en lo alto.
—¿Cómo vais, cerdos? —En lo alto del muro, un hombre de cabellos pelirrojos y barba arreglada apareció sosteniendo una antorcha—. ¡Oink, oink! ¡Vamos, no os escucho!
El guardia pareció querer escudriñarles. Pero el fuego no llegaba a iluminarles bien. Había demasiada distancia, y sus ojos no estaban acostumbrados a la oscuridad. No como ellos lo estaban.
—¿Es impresión mía, o sois menos? —rio—. Vamos, vamos. Acercaos. Es hora de daros de beber.
A Daigo le habían avisado. Era un momento muy peligroso, aquel. Todos los grupos se juntaban bastante. El agua era el bien más preciado allí, y a veces, en la cercanía y el descuido, caían cuchilladas entre ellos.
Todos se pegaron a la pared. Algunos con la boca abierta. Otros con alguna cuenca improvisada.
—Ah, se me había olvidado —dijo la Matasanos a Daigo—. A veces…
Se oyó una cremallera bajando.
Un chorro cayó sobre ellos. Cálido, agrio.
Les estaban meando encima.
—¡Sucio bastardo!
—¡¿Cómo osas hacerle eso a tu Faraonesa?! ¡Pagarás cara tu osadía!
Los insultos salieron disparados en un fuego a discreción. El guardia no paraba de descojonarse.
—Oh, sí. ¡Qué a gusto me he quedado! Bebed, bebed, cerdos. ¡Mi meado es más de lo que os merecéis! —Todavía entre risas, el hombre desapareció de su vista. Se oyó una puerta metálica moverse, y luego un cerrojo.
El Ojete de Ōnindo iba a vivir un cambio de reinado. El grupo que tenía el bastón del poder, comandado por la Hambrienta, había sufrido demasiadas pérdidas como para mantenerlo. Quizá tratasen de aparentar por un tiempo que seguía en su posesión, pero estaba claro que la Matasanos y los suyos tenían los números. Los números… y al Sin Piernas.
Por el momento, sin embargo, no hubo trifulcas. Por primera vez en mucho tiempo, había comida en abundancia para todos. Tres Dientes fue tirado al vacío, por el agujero que conducía a sabe los Dioses dónde, y aún así quedaban cuerpos de sobra.
La Coleccionista se quedó con la lengua del Mudo y la mandíbula de Mordiscos para su colección. La Estranguladora consiguió hacerse con un brazo para sus reservas de comida. El frío llegó. La Llorona, que antes siempre dormía junto a Tres Dientes para darse calor, se acurrucó junto a Daigo.
En un momento dado, Chillidos despertó encolerizado, rugiendo y chillando mientras se agarraba la cabeza y se tambaleaba de un lado a otro, como si le doliese mucho. La Llorona se abrazó con más fuerza a Daigo. Pero el momento pasó. La calma volvió. Chillidos se hizo con una buena parte del cuerpo de Mordiscos —nadie se atrevió a ofrecerle resistencia cuando se lo arrebató al grupo de la Hambrienta— y el tiempo pasó.
Horas. Hasta que se oyó el cerrojo de una puerta abrirse allá en lo alto.
—¿Cómo vais, cerdos? —En lo alto del muro, un hombre de cabellos pelirrojos y barba arreglada apareció sosteniendo una antorcha—. ¡Oink, oink! ¡Vamos, no os escucho!
El guardia pareció querer escudriñarles. Pero el fuego no llegaba a iluminarles bien. Había demasiada distancia, y sus ojos no estaban acostumbrados a la oscuridad. No como ellos lo estaban.
—¿Es impresión mía, o sois menos? —rio—. Vamos, vamos. Acercaos. Es hora de daros de beber.
A Daigo le habían avisado. Era un momento muy peligroso, aquel. Todos los grupos se juntaban bastante. El agua era el bien más preciado allí, y a veces, en la cercanía y el descuido, caían cuchilladas entre ellos.
Todos se pegaron a la pared. Algunos con la boca abierta. Otros con alguna cuenca improvisada.
—Ah, se me había olvidado —dijo la Matasanos a Daigo—. A veces…
Se oyó una cremallera bajando.
Un chorro cayó sobre ellos. Cálido, agrio.
Les estaban meando encima.
—¡Sucio bastardo!
—¡¿Cómo osas hacerle eso a tu Faraonesa?! ¡Pagarás cara tu osadía!
Los insultos salieron disparados en un fuego a discreción. El guardia no paraba de descojonarse.
—Oh, sí. ¡Qué a gusto me he quedado! Bebed, bebed, cerdos. ¡Mi meado es más de lo que os merecéis! —Todavía entre risas, el hombre desapareció de su vista. Se oyó una puerta metálica moverse, y luego un cerrojo.