5/09/2022, 12:08
—Ya ves, qué locura —intervino Daruu, y Kokuō volvió la cabeza hacia él—. No sé cómo lo ha permitido el Consejo de Sabios Uzumaki. ¿Les ha sobornado, Shukaku? ¿De cuánto estamos hablando? Ahhhh, no —agregó, tras unos pocos segundos de fingida meditación—. No creo que Datsue se hubiese dejado de aferrar a esos billetes por un sombrero nuevo.
Los labios de Ayame se curvaron en una sonrisa que, tiempo atrás, se habría convertido en una carcajada. Todos los allí presentes conocían a Datsue y su amor por el dinero propio. Era más probable sorprender al Uchiha regateando que sobornando a nadie. Pero Shukaku sí que rio ante el comentario:
—Os sorprendería lo que mi Hijo tuvo que hacer para ganarse la confianza de esos viejos —afirmó. Aunque Ayame no supo a qué viejos se refería. En Amegakure no tenían a alguien por encima del Kage para decidir los asuntos de sucesión, por lo que era algo que le sonaba demasiado ajeno como para comprenderlo—. Diría que equiparable a un maletín lleno de billetes de quinientos ryōs.
—Bueno, depende qué tan grande sea el maletín —intervino Datsue. Y aquella vez, como Ayame, formalizó un sello con sus manos para liberar una versión del Shukaku en miniatura. Ella, que hasta el momento no le había visto en su forma natural, no pudo evitar acercarse llena de curiosidad como si fuera un nuevo animalillo del bosque que acabara de encontrar. Pero Kokuō la seguía de cerca. Muy de cerca. Sólo por si acaso—. Tuve que clavarme una espada en el corazón.
Aquella frase, soltada como si fuera lo más normal del mundo, consiguió apartar la atención de Ayame sobre el tanuki para volverla hacia él llena de horror. ¿Clavarse una espada en el pecho? ¿Estaba hablando en serio? ¿O sólo les estaba tomando el pelo de nuevo? Miró a Daruu, buscando en él algún tipo de reacción que confirmara lo que estaba diciendo.
—Una espada encantada, por así decirlo, por el primer Uzukage. Si mi corazón era uzujin, no pasaría nada. De lo contrario... Bueno, de lo contrario la cosa se pondría fea y pringosamente roja. Claro que si fuese Hozuki como Ayame aquello hubiese tenido menos peligro —añadió, desviando la mirada hacia ella, que estaba pálida como la cera—. Casi me meo encima, no os voy a mentir.
—Los humanos tienen unas formas muy extrañas de hacer las cosas... —musitó Kokuō.
Los labios de Ayame se curvaron en una sonrisa que, tiempo atrás, se habría convertido en una carcajada. Todos los allí presentes conocían a Datsue y su amor por el dinero propio. Era más probable sorprender al Uchiha regateando que sobornando a nadie. Pero Shukaku sí que rio ante el comentario:
—Os sorprendería lo que mi Hijo tuvo que hacer para ganarse la confianza de esos viejos —afirmó. Aunque Ayame no supo a qué viejos se refería. En Amegakure no tenían a alguien por encima del Kage para decidir los asuntos de sucesión, por lo que era algo que le sonaba demasiado ajeno como para comprenderlo—. Diría que equiparable a un maletín lleno de billetes de quinientos ryōs.
—Bueno, depende qué tan grande sea el maletín —intervino Datsue. Y aquella vez, como Ayame, formalizó un sello con sus manos para liberar una versión del Shukaku en miniatura. Ella, que hasta el momento no le había visto en su forma natural, no pudo evitar acercarse llena de curiosidad como si fuera un nuevo animalillo del bosque que acabara de encontrar. Pero Kokuō la seguía de cerca. Muy de cerca. Sólo por si acaso—. Tuve que clavarme una espada en el corazón.
Aquella frase, soltada como si fuera lo más normal del mundo, consiguió apartar la atención de Ayame sobre el tanuki para volverla hacia él llena de horror. ¿Clavarse una espada en el pecho? ¿Estaba hablando en serio? ¿O sólo les estaba tomando el pelo de nuevo? Miró a Daruu, buscando en él algún tipo de reacción que confirmara lo que estaba diciendo.
—Una espada encantada, por así decirlo, por el primer Uzukage. Si mi corazón era uzujin, no pasaría nada. De lo contrario... Bueno, de lo contrario la cosa se pondría fea y pringosamente roja. Claro que si fuese Hozuki como Ayame aquello hubiese tenido menos peligro —añadió, desviando la mirada hacia ella, que estaba pálida como la cera—. Casi me meo encima, no os voy a mentir.
—Los humanos tienen unas formas muy extrañas de hacer las cosas... —musitó Kokuō.