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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Y Kaido eligió. Vaya que si eligió. De forma inconsciente o no. De forma pensada y meditada o no. Pero eligió, y lo hizo de la forma más contundente que se podía hacer. Eligió matar. Eligió apagar aquella triste llama con la fuerza del mar.

El cadáver se vio sepultado por el agua, que arrasó con el comedor y extinguió las llamas. El cadáver, muerto. Esta vez de verdad. Pero, lo que Kaido no sabía, y no sabría hasta dentro de mucho tiempo…



… es que en realidad no había apagado las llamas, sino que las había avivado como solo un hombre se había atrevido a hacer. Ese hombre se llamaba Uchiha Zaide. Y ese hombre estaba muerto.
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Finalmente, el cadáver cayó inerte. Tan sólo quedó un remanente de humo ahogado, un olor a carne chamuscada, y él; el escualo, tratando de recuperar la respiración. Su bunshin se mezcló con el agua remanente y Kaido cayó tendido en el suelo con el rostro apacible, y sus ojos viendo a la nada.

Por primera vez en toda la noche pudo escuchar las olas golpear el casco del barco. Entonces cerró los ojos y descansó. Se lo merecía.

. . .

Fue un aparcamiento complicado. Baratie se llevaría un buen raspón en el lado derecho de su cubierta al impactar con los muelles de Taikarune. Se había encargado de arrojar el cadáver de Katame al mar, acompañado del omoide, aunque no podría disimular los daños que había recibido la hija de Kano durante su batalla.

Sus pies tocaron los tablones de madera y se arrastraron cual caracol. Hasta que su voluntad —más que su energía, que era ínfima— finalmente se agotó. El amejin cayó al suelo, perdiendo la conciencia.
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Umikiba Kaido se despertó en la habitación de un hospital. Con sábanas blancas, paredes blancas, y almohadas blancas. El colchón era de los blandos, y la almohada de las exageradamente grandes. A su lado, un hombre sentado cuyo rostro se tiñó de alegría en cuanto le vio abrir los ojos.

Estás vivo… ¡Estás vivo! —exclamó de manera enérgica, lanzándose sobre él y dándole un caluroso abrazo. Cabe decir que, al dejar todo su abundante peso sobre el cuerpo de Kaido, casi aplasta al amejin en el proceso—. ¡Sabía yo que eras de los míos, joder! ¡De los que no abandonan nunca un servicio! ¡Bam, bam, bam!
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La blanca habitación pasó a segundo plano en cuanto recibió un abrazo de oso de parte de Shenfu Kano. Kaido se quejó, adolorido y trató de apaciguar al cocinero, que lucía eufórico por su supervivencia. O quizás, más por la de su puto barco.

El escualo le dio dos palmadas en la espalda.

—Quita, viejo, quita —le pidió, mientras trataba de sentarse sobre la cama. Echó un vistazo a su alrededor para ver si había alguien más, y buscó a Kano nuevamente con la mirada—. ¿cómo está ella? ¿Koe?

»También te devolví a tu hija sana y salva. Aunque con algunos moretones. ¿Te lo dije o no te lo dije?
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Shenfu Kano se quitó unos lagrimones con el dorso de la mano. Sí, el gran cocinero de Baratie también se emocionaba.

¡Bien, bien! ¡Estuvo aquí toda la mañana, esperando a que despertases! ¡Quería agradecerte personalmente que la salvases, Kaido! ¡Y mi esposa también! ¡Y Yoku Reon! ¡Todos están bien! Salvo…

También te devolví a tu hija sana y salva. Aunque con algunos moretones. ¿Te lo dije o no te lo dije?

La papada de Kano bailó de un lado a otro como un flan gelatinoso.

¡Me temo que fueron algo más que unos moratones! —Quizá Kaido hubiese pensado que tan solo le había dado un ligero golpecillo al llegar al puerto, más cerca como estaba de la inconsciencia que de la clarividencia. Pero lo cierto era que aquel raspón había sido algo más gordo—. ¡Atracaste con demasiada velocidad! ¡Abriste un boquete en el casco y casi se inunda! ¡Tuvimos que juntarnos veinte hombres para achicar agua durante toda la noche para salvarla, hasta que conseguimos hacerle un apaño! ¡Y no me hagas hablar del muelle! ¡Me voy a dejar los ahorros en su reparación! —se lamentó, perdiendo el poco color que tenía en las mejillas—. ¡Pero lo importante es que estés bien! —se obligó a decir.
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Kaido suspiró, aliviado.

Quizás no había pensado en Koe hasta ese preciso instante, aunque siempre temió que estuviese muerta dentro de ese tumulto de telas que la mantenía sellada. El escualo sonrió con una radiante calma y se permitió por un segundo recostar la cabeza en el espaldar. Para su pesar, no todo eran buenas noticias. Y es que lo que había pensado él que había sido un leve rasguño terminó siendo un boquete que por poco no inunda el barco. Se lamentó con gesto fúnebre y dijo una frase que nunca antes había salido de su filosa boca de tiburón.

—Joder, lo... lo siento —se disculpó—. lo importante es que todos vosotros estáis sanos y salvos. Teniendo en cuenta que Katame no era un ladrón del montón, Kano, sino que se trataba de un ninja renegado muy poderoso. Si estoy vivo es porque he tenido suerte, no por otra cosa. Ahora

El gyojin torció el gesto y obligó a que Kano le mirara.

—Tenéis que cuidaros mucho de ahora en adelante. Me temo que los planes de Katame envuelven a mucha más gente indeseada, y a un grupo del que sólo tengo un nombre. Pero créeme cuanto te digo que estamos tratando con algo sumamente peligroso. Voy a informar de esto a la aldea y trataré de investigar más acerca de ellos, y tú...

»Prométeme que vas a dejar esa mierda que te metes. Tienes a mucha gente por la que velar, tío, y eso no te hace bien. Hazlo por Koe, por Jitsuna. Hasta por el mismo Reon. Y por ti. Sobre todo por ti.


Sentenció.
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Shenfu Kano escuchó con atención las fúnebres palabras de su shinobi. Había vivido demasiados riesgos y aventuras aquella última noche junto a él como para tomárselo a broma. O siquiera minusvalorar sus palabras.

¡Joder, Kaido, me asustas! —llegó a exclamar cuando Kaido llegó al punto más crítico. Luego, éste le pidió que dejase su querido y amado polvo mágico. La papada de Shenfu se bamboleó de un lado a otro como un borracho confuso—. ¡Le estás dando demasiada importancia! —exclamó, para luego mirarle, serio—. ¡Pero si tú me lo pides, Kaido, si tú me lo pides…! ¡Bam, bam, bam! —rugió, golpeándose el pecho con violencia—. ¡Al cuerno, ¿crees que no soy capaz?! ¿¡Que estoy enganchado!? ¡Shenfu Kano solo está enganchado a una cosa, y es a la mar! ¡Por las barbas de Susano’o que lo dejaré! —le prometió—. ¡Bueno, aunque un pequeño cate de fiesta en fiesta no hace daño a nadie, ¿eh?! —le guiñó un ojo, como si aquello quedase en secreto entre ellos dos.

Se levantó.

¡He de dejarte, Kaido! ¡Todavía hay mucho que reparar en Baratie! ¡Anoche me contaste que esta misión estaba valorada, como mínimo, en una de rango B! —se llevó una mano al bolsillo…—. ¡Pero con todos los gastos que se me acumulan ahora…! ¡Y habiendo perdido la mayor fuente de ingresos del año…! —…y la mano permaneció en el bolsillo. En definitiva, que no se iba a llevar ni un roscón. Así era la vida ninja. Una acumulación de decepciones—. ¡Pero estás más que invitado a venir a comer a Baratie! ¡Cuando quieras, Kaido! ¡Esta es tu casa ahora también!

Le estrechó la mano y no se resistió a abrazarle de nuevo. Y, como antes, tuvo que sacarse unas lagrimillas de la emoción.

¡Larga vida a Kaido, el mejor ninja de Amegakure no Sato! —Kaido le vería atravesar la puerta y sacudir el puño al cielo por última vez, mientras entonaba su característico…—¡BAM, BAM, BAM!



Si quieres hacer algo más por aquí, eres libre. Sino, puedes narrar como vuelves a la Villa y entregas ese informe
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Un pequeño cate de fiesta en fiesta. Claro. El gyojin rió, a sabiendas de que su petición iba a ser ignorada a la primera de farda. Ni contar durante el resto del festival.

Torció el gesto con resignación y vio a Kano levantarse. Había llegado la hora de despedirse.

Un apretón de mano y otro abrazo fraternal. Luego un vítor de victoria por él, Umikiba Kaido, y lo que no podía faltar. El último de los bam, bam, bam.

—Hasta la próxima, Kano-san —esperaba que la hubiese, desde luego.

. . .

La lluvia se ceñía nuevamente sobre él. Se dejó abrazar por las lágrimas de ame no kami y se adentró, impaciente, a su aldea. Primero tuvo que atravesar el largo puente que servía como protección natural en el que algún vigilante chunin verificaría sus datos y anotaría su regreso de la misión, para después atravesar la selva de metal oxidado y acero erguido. Un par de minutos después, con mochila aún reposando en su espalda, dio con el edificio de la Arashikage.

Miró la altura del rascacielo y suspiró. Había pasado qué, ¿una semana? no lo sabía con certeza.

Pero ya estaba en casa. Y nada como aquello.

Se rascó el cuello, ahí en donde Katame tenía a su dragón. Y el subconciente le traicionó en ese entonces, incapaz de él saber nada. Aunque más adelante, quién sabe...

Una vez dentro, se dirigió a la recepción.

—Umikiba Kaido, retornando de una misión —además, el pergamino debidamente firmado que constara el éxito de la misma rodando por el estante.
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Yuki Yuko le miró con aquellos ojos azules que tanto le definían, tan claros que rozaban el blanco del frío hielo, y que tanto destacaban sobre su tez morena. ¿O era Yuki Yuji? Con aquellos dos gemelos —que se turnaban la secretaría de forma totalmente caótica y desorganizada— nunca se sabía.

Si bien el día que había pedido la misión Yuko estaba alicaído, aquel mañana parecía todo lo contrario. Sonreía sin motivo alguno, y se le notaba eléctrico, feliz. Los músculos de su brazo se contorsionaron como gruesas raíces al tomar el pergamino, y sus ojos comprobaron rápidamente la firma, comparándola con la que el cliente había dejado al solicitar la misión.

No sería el primero que intentaba colársela...

… ni el último en acabar en el fondo del lago por ello.

Positivo.

¡Enhorabuena! ¡Aquí tienes tu recompensa! —exclamó, pasándole un sobre con mil ryos en su interior—. ¿Alguna incidencia? —preguntó por cortesía.
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¡Enhorabuena! ¡Aquí tienes tu recompensa! ¿Alguna incidencia?

El gyojin abrió el sobre y contó los billentes. A él tampoco se la iban a colar. Podría tratarse del asiduo Yuki Yuko, o incluso Yuki Yuji, pero pescado precavido vale por ...

Mil ryos. Mil jodidos ryos. E irónicamente le sabían a poco, por no decir a nada. ¿El por qué?

Por las incidencias que estaba a punto de contar.

También había hecho un reporte, pues era lo que hacían los ninja cuando querían trasladar alguna información oficial. Se la entregó al chunin y contó, brevemente, lo sucedido.

Y había sucedido de todo. Desde lo que parecía ser una misión técnicamente sencilla al descubrimiento de quiénes estaban involucrados en el asunto. El nombre de Kila salió a flote, por supuesto, y de para quién estaba trabajando. Katame —nunca supo su apellido, ni a qué aldea podía haber pertenecido— fue el protagonista principal de su historia. Sus extremas habilidades y enorme capacidad como shinobi serían el punto de inflexión que convertirían su misión en una pesadilla. En un juego por la supervivencia del más fuerte.

Y lo más importante de todo, habló de Dragón rojo. O de lo poco que sabía. Una mafia, la droga. Y poco más.

Lo del cadáver de Katame y su repentina resurrección se lo guardó para sí. Aún tenía mucho que pensar sobre ello.

—Si un tipo tan fuerte como él pertenece a esa organización, tenemos que suponer que no es el único. ¿Sabéis algo más sobre ellos, de Dragón Rojo?
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¡Por Susano’o, Yuko le había preguntado por alguna incidencia, no por toda la jodida historia! Había pedido un tráiler y le habían metido en la boca por la fuerza una película de tres horas. Tomó nota mental: jamás volver a preguntar semejante cosa, o uno se arriesgaba a aquello.

Mientras Kaido hablaba, Yuko hacía gestos pidiendo calma, comprensión, a una cola que se iba haciendo más y más grande tras el Tiburón. Una gota de sudor resbaló por la frente del chūnin cuando distinguió a un veterano que llevaba muy mal eso de que le hiciesen esperar.

Carraspeó.

Sí… Sí, sí… Jo-der, ¿en serio…? Ya ves… —iba complementando Yuko a la explicación de Kaido—. ¡Pues menuda aventura! Una gran experiencia la que te has llevado —miró de reojo a la cola—. Dragón Rojo, ¿eh? Me quiere sonar. Pasaré el informe a los superiores. Ya se te dirá algo si se considera oportuno. Ya sabes como funciona esto. Bueno, ¡pues a disfrutar de una merecida paga! —exclamó, tratando gentilmente de quitárselo de encima.
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Una historia como aquella no se podía tan sólo resumir, muy para el pesar del Yuki. Era un entramado de circunstancias que quizás no le parecía tan importante ahora, pero que quizás, más adelante; podría ser muy útil.

—Merecida sí, suficiente, probablemente no —sentenció. Casi había muerto y se llevaba mil jodidos ryos. ¡Míseros mil! —. nos vemos

La vida de cierta forma siempre era injusta.

. . .

Caminaba hacia su casa. Se le veía meditabundo, cual viajero que repasa todas y cada una de sus aventuras una vez que vuelve a casa. Él, sin embargo, repetía una y otra vez, en su cabeza, las formas en las que podría ocuparse luego de averiguar más de ésta gente. ¿Shinogi-to, tal vez? dicen que es una de las ciudad más complicadas y con bastante tránsito de ese tipo de negocios.

Tal vez tendría que ir allá algún día, y hacer preguntas indiscretas.
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Tres días más tarde…

La vida de un ninja era dura, y más la de un genin. Sino que se lo dijesen a Azuma Jiro, más conocido como el Recadero. Todo había empezado una triste tarde de otoño. Hasta aquel entonces, un niño normal, que jugaba con otros niños, acudía a clase, y sacaba unas notas respetables. Hasta que llegó aquel fatídico día.

Jamás lo olvidaría.

Lleva esta carta a Uzumaki Keiji —Le había pedido su sensei. ¿Por qué le había elegido a él, y no a cualquiera de sus veinte compañeros de clase? Solo los Dioses lo sabían. El caso es que se lo había pedido a él, y ahí, en ese momento, daría comienzo la odisea que daría pie a su apodo.

Porque resultaba que Uzumaki Keiji también tenía un mensaje que enviar. Y Uchiha Roujo. Y Hozuki Pou, más conocido como Malasaña. Y así consecutivamente, en una cadena de mensajes que parecía no tener fin. Pero Jiro cumplió con su cometido, vaya si cumplió. Con una diligencia y una profesionalidad sin igual. Profesionalidad… Eso era lo que verdaderamente le caracterizaba. Jiro el Profesional. Ese tendría que haber sido su apodo.

El problema con los apodos —y con los nombres—, es que uno no puede elegirlos: se lo eligen.

Total, que todo había sido para algún tipo de cumpleaños sorpresa extravagante. Jiro había sido invitado por uno de ellos, y los chūnins y jōnin que poblaban la fiesta empezaron a presentarle como:

Azuma Jiro. Ya sabes, el recadero.

Y ya saben que los rumores —especialmente los que a uno no le interesan— se corre como la pólvora. En cuanto llegó a su clase, Jiro quedó marcado de por vida. Y era por eso que, ahora, cada vez que alguien le veía, consideraba muy buena idea encargarle un recado. Como era aquella ocasión.

Tocó a la puerta de la vivienda tres veces.

¡Umikiba Kaido! —exclamó—. ¡Se requiere de su presencia en el Edificio de la Arashikage!
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Tres días más tarde…

El portón metálico se abrió de par en par, causando estruendo en todo el edificio. Del otro lado apareció Kaido con cara de pocos amigos.

Miró al tipo, de arriba abajo.

—¿Sí?

¡Umikiba Kaido! —exclamó—. ¡Se requiere de su presencia en el Edificio de la Arashikage!

El gyojin alzó una ceja. Primero, porque trataba de ponerle un nombre a aquel rostro. O quizás no al rostro, sino al ímpetu con el que transmitía el mensaje. Había escuchado antes de alguien así, hecho para los mensajes. Se chupó los dientes y vaciló antes de decir nada.

—Vale —fue todo lo que contestó, cerrando la puerta tras darse la espalda.

Tenía que vestirse. Y mientras lo hacía, también tenía que preguntarse: ¿Qué cojones querían ahora? ¿Acaso pensaban darle otra misión apenas tres días después del martirio de Taikarune? ¡Pero cómo iba a ser, joder!

Pero por mucho que se quejase entre los muros de su hogar, no iba a decirle que no. No a ella.

. . .

Se encontraba de nuevo frente a la recepción, buscando a alguno de los Yuki. ¿Serían ellos los que se ocupaban ese día, o era otro?

—Me dijeron que me buscabais.
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Yo te buscaba —respondió una mujer, a su lado. ¿Había estado allí desde el principio? ¿O simplemente había aparecido?—. Kaguya Hageshi —se presentó.

¿Cómo describirla? Era como tratar de dibujar con palabras la silueta de un Dios. Por mucho que enumeres cada rasgo, cada característica y cada poro de su piel, es imposible hacer justicia a su magnificencia. Al aura divina y de grandeza que le envuelve.

Con ella pasaba algo parecido.

Era una mujer de unos treinta años, de cabello negro y recogido en una corta coleta. De ojos oscuros, rasgos afilados y una tez lo suficientemente morena como para que resultase extraña al vivir bajo una eterna tormenta. Portaba la bandana ninja colgando del cuello, y la placa dorada que la identificaba como jōnin anudada al brazo derecho. Vestía una camiseta deportiva de tirantes, gris, y unos pantalones largos de camuflaje color azul. Se le marcaba cada músculo de sus brazos, y viejas cicatrices poblaban su piel.

Hasta ahí, la descripción sencilla, superficial, que le hacía tanta justicia como un párrafo de un libro de anatomía describiendo a un tiburón. Es decir, nada en absoluto.

Porque hay algo que va más allá de lo científico, incluso de lo físico. La sensación que tienes al ver las fauces de un tiburón abriéndose sobre ti no te la puede dar ningún libro, como tampoco ninguna palabra haría honor a lo que uno sentía cuando los ojos de aquella mujer se clavaban en los tuyos. Y es que aquella mujer le miraba…

Le miraba como si Kaido fuese una espina con la que poder quitarse ese resto de comida que se le había quedado entre los dientes. Su expresión corporal era tranquila, pero al mismo tiempo desprendía un aura peligrosa. ¿Contradictorio? ¿Eso crees? Bueno, imagínate estar frente a una leona, sin barrera ni rejas que os separen. Ella posa los ojos en ti, sin más motivo que la mera curiosidad, manteniendo ese aire tranquilo y sosegado. Pero, al mismo tiempo…

Al mismo tiempo cuidado con hacer algo que la moleste. Cuidado con que de pronto sienta hambre.

Umikiba Kaido. Ven conmigo.

Giró sobre sus talones con una gracia felina, y se dirigió hacia un enorme armatoste de hierro. El ascensor. Cuando Kaido estuvo dentro, pulsó el botón del antepenúltimo piso. Tras un gran ruido metálico, el armatoste empezó a elevarse, renqueante, por el rascacielos que era el edificio de la Arashikage. Cuando al fin se detuvo, Hageshi abrió la puerta y se internó en un pasillo que daba a una enorme sala, con las paredes pintadas de azul, un enorme ventanal al frente, y una alargada mesa con sillas de cuero negro a su alrededor.

Cierra la puerta —ordenó, mientras se sentaba a la cabeza de la mesa y se sacaba una bolsita de plástico con herramientas. Las herramientas necesarias para liarse un pitillo. Esto es, papel de liar, tabaco y un filtro. Se lo llevó a la boca y lo prendió con un mechero de color oro—. Siéntate —ordenó de nuevo, señalando con la mirada la silla de su diestra—. He leído tu informe, Kaido, y hay algunas cosas… —dio una calada…—, que quiero que me aclares —…y expulsó el humo lentamente por la boca.
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