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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Otohime esbozó una pequeña sonrisa.

¿Piensas que vivimos como bárbaros? —preguntó, medio en broma—. No te culpo, siendo tu único contacto Shaneji. —Le hizo un gesto con la mano para que se levantase y la acompañase.

Caminaron entre las estalagmitas, dejando atrás a Ryū y Muñeca, y Kaido pudo darse cuenta que algunos de los potentes focos que iluminaban la cueva estaban fundidos o con la batería hidroeléctrica gastada. Se alejaron del lago, adentrándose todavía más en las profundidades de la guarida, y las paredes fueron estrechándose hasta formar un pasillo de unos seis metros de ancho. Y alto, tan alto como los edificios de Amegakure.

El pasillo volvió a abrirse, y llegaron a una zona pequeña comparada con la anterior, circular, y repleta de estalactitas color ocre. Kaido contó ocho entradas a su alrededor —sin contar el pasillo por el que había venido—, y tomaron la segunda a la derecha.

Esta vez, el pasillo fue estrechándose todavía más, y perdiendo altura. Las estalactitas y estalagmitas desaparecieron del paisaje, quedando solo las peculiares formas rocosas que eran las paredes, iluminadas por bombillas aquí y allá, y dos tubos de neón color carmesí que recorrían cada borde del suelo.

Tardaron unos minutos en llegar al final, coronado por una enorme puerta de madera color rojo. Era robusta, y se notaba que era antigua. Tallado en la superficie, el dibujo un gran dragón dándoles la bienvenida, de frente y con las fauces abiertas. Otohime agarró una de sus garras —que servía de pomo—, y la abrió.

Esta era la habitación de Katame —le informó, adentrándose en ella.

Era una habitación bastante amplia, con una cama circular en el centro, de mantas rojas y almohadas blancas. Había varios muebles para la ropa, percheros —no para las chaquetas, sino las espadas—, y una mesa de escritorio, con pluma y tintero sobre ella. También una estantería colgante donde poder colocar libros o pequeños objetos.

Parecía que alguien le había pegado una rápida limpieza, porque no había pertenencia alguna de Katame.

Las luces se apagan manualmente una a una —le indicó. No poseían un cableado para hacerlo a la vez—. Y antes de acostarte bébete una de esas —señaló una de las dos botellas de agua que había sobre la mesita de noche—. Necesitas hidratarte bien. Te quedarás dormido por al menos una semana. —Eso si llegaba a despertar siquiera—. Hasta entonces.

Y, con aquella despedida, Otohime cerró la puerta tras de sí y se fue.
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El Umikiba no se sintió avergonzado, de hecho, más bien le causó gracia haberse llenado la espalda de tierra en aquel lugar. De igual forma, se dejó guiar por Otohime, levantándose del suelo, y siguiendo cautelosamente su paso no sin antes dar un último vistazo a cada uno de los otros Cabeza de Dragón. A Shaneji por último entre todos, que muy hermano de agua se hacía llamar y no se había tomado la molestia de darle al menos una pista de lo que se requería para recibir la marca.

Aquello le jodía, y mucho.

Porque no estaba preparado. Porque el desconocimiento podía llevarle a fallar. Porque había demasiado en juego y ahora tenía que dejarse someter a cualfuera el juego macabro de Otohime para ser digno. Era como lanzar una moneda al aire. No tener el control era agobiante. Tan agobiante como podría haberse sentido un claustrofóbico atravesando los turbios caminos de Ryūgū-jō —ya era hora de asumir que aquella cueva debía ser la guarida sagrada de la organización— que finalmente le llevaron hasta una encrucijada de ocho pasillos distintos, uno por cada miembro. Ellos tomaron la segunda a la derecha, que finalmente dejó postrados frente a una amplia puerta de color rojo con el grabado de un dragón en ella. Otohime abrió, y se adentró junto con Kaido.

Esta era la habitación de Katame

—Espero al menos hayáis cambiado las sábanas —bromeó.

Lucía medianamente ordenada. Era amplia y gozaba de los compartimientos básicos para que fuera una habitación en condiciones. Kaido se adentró un poco más para mirar a mayor profundidad, y volteó sólo cuando Otohime soltó las últimas indicaciones.

Hasta entonces —sentenció. ¿Pero habría un entonces? esa era la cuestión.

Hizo contacto visual con la cama y tras quitarse las botas ninja, tomó el agua de un sólo tirón y se echó sobre ella. Quedó mirando al techo. Meditó durante un rato antes de siquiera cerrar los ojos.

«Por Amegakure» —se dijo, antes de que la oscuridad le abrazara en un fútil intento de conciliar el sueño.
Responder
Pues lo cierto es que no habían cambiado las sábanas, no. Dragón Rojo no tenía servidumbre. No allí, en su guarida.

En el momento en que Kaido se dejó llevar por el sueño, y cerró los ojos, el dragón los abrió. Porque era en ese momento de debilidad, de máxima exposición que ni los ninjas más fuertes podían defender, cuando el sello actuaba. Cuando se adentraba en los entresijos de la mente y manipulaba el subconsciente para mostrarle a Kaido lo que él quería.

Y lo que le mostró a Kaido fue su propio sueño en la vida. Su ambición más profunda, nacida desde lo más hondo de su corazón. Y se lo mostró consiguiéndolo. Se lo mostró en ese preciso momento en el que lo alcanzas y el éxtasis de felicidad te desborda.
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Era una tarde lúgubre. Llovía, llovía y llovía. Llovía como de costumbre. Como nunca dejaría de hacerlo allí en Amegakure, la tierra bendecida por el llanto de un Dios eterno y poco benevolente.

Kaido era indudablemente más viejo, un tipo mayor. Un Jounin. Y veía desde la incipiente altura de un rascacielos que para el espectador podría ser cualquiera, pero para él no. Fuera, las estatuas de los Oni vislumbraban su gran coronación. Su llegada a lo más alto de la cadena alimenticia de los ninja.

Aunque no como Arashikage. No, aquel era un puesto que tal vez no indigno para él, pero sí ocupado por una mujer por la que aún sentía respeto y por qué no, admiración. A la que veía de tú a tú. Y la que una vez le prometió, como pago a su primera traición, que le trataría de igual. Que le daría la oportunidad de probar su enorme valía.

Y sólo entonces, podría recibir el presente que todo Hozuki ansía. Y el reconocimiento que él, Umikiba Kaido, se merecía.

—Estoy listo para derrotarte —le dijo, a alguien—. tendrás que reconocerme y enseñarme esa técnica que una vez me prometiste. ¿O es que la edad ya te pesa y lo has olvidado, Amekoro Yui?
Responder
Yui esbozó una sonrisa afilada. Estaba más mayor, con más arrugas, más canas. Pero decían que lo último que perdía un boxeador es su pegada, y la Arashikage seguía transmitiendo el mismo peligro que siempre.

No estás preparado. Todavía no —le hizo un gesto con la mano, con cierto desdén, indicándole que se retirase. Como si no le mereciese malgastar un poco de saliva para decírselo a viva voz.

Fue entonces cuando Kaido empezó a recordar. Todos sus sacrificios. Todo lo que había hecho para llegar hasta su posición. Recordó cómo había matado a Keisuke sin dudarlo. Por su Villa. Recordó la misión por la que se dio a conocer, en el que él sólo, había logrado desarticular una banda peligrosísima llamada Dragón Rojo. Recordó cómo había asesinado a Shaneji, y con él, su única posibilidad de conocer la razón de su existencia. El motivo por el que había nacido. Y es que sin él, jamás había logrado contactar con Daseru, el tiburón. Ni había conocido al Rey del Mar. Ni había sabido para que estaba destinado un Umi no Shisoku. Para que estaba destinado él.

Todo con un único objetivo en la vida: ganarse el respeto de Yui, y la oportunidad de enfrentarse a ella y conocer su técnica secreta.

Pero Yui siempre le daba largas. Siempre le decía: todavía no. Y Kaido empezó a oír comentarios. Y a ver cosas. Decían que se hacía mayor. Que era más lenta. Y que sus antiguos miedos a la traición habían escalado a órbitas insospechadas. Y no solo a la traición, sino a verse superada. A que de pronto, un día, alguien le quitase el puesto del ninja más fuerte de la Villa. A que alguien la reemplazase.

Y lo que veía en sus ojos ahora no era respeto, sino debilidad. No era admiración, sino miedo.

Y este fue el punto en el que el sueño de Kaido empezó a torcerse.
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No estás preparado. Todavía no.

—¿¡Y entonces cuándo? ¿cuándo seas incapaz de levantarte de esa silla? ¿cuanto la vista no te permita ver más allá de tus narices?! —alegó, con la furia digna de una bestia. Enervado, hastiado. Cansado de la espera. De aguardar por un momento que llevaba años esperando y que nunca llegaba, muy a pesar de cada uno de sus méritos. De cada uno de sus sacrificios. De cada una de sus pérdidas. Keisuke había sido la menor de todas, pero pérdida al fin. Migoru, Rakon, Yarou. El mismísimo Shaneji, cuya existencia estaba intrínsecamente ligada a él y a su pasado. A la historia que se esconde tras su condición. Tras la leyenda del Umi no Shisoku. Pero nada bastaba. Nada nunca era suficiente para ella. ¡Nada!—. tienes miedo. A decir verdad, creo que siempre lo has tenido. Mírate, estás en el lecho de tus días de grandeza. Tras de ti sólo quedamos nosotros, el futuro. Y eso te jode. Te carcome. ¿No es cierto, Maestra?

Pero por eso estamos aquí esta noche. Para enfrentar nuestros mayores temores. Para exterminarlos.


El cuerpo de Umikiba Kaido, tras sus últimas palabras, mutó. Mutó como sólo él podía lograr hacerlo. Hinchándose hasta que ahí no hubo sino una bestia musculosa que recordaba, quizás, al mismísimo Ryū.
Responder
¡Ahora! —Y cuando Kaido estaba transformándose, notó una puñalada por la espalda.

Había estado allí todo el tiempo, invisible con la Técnica del Escondite Camuflado. Era Daruu.

Lo siento —dijo, y su voz en verdad transmitió su pena, al mismo tiempo que, por irónico que pareciese, clavaba todavía más profundo el puñal en su espalda—. Solo cumplo órdenes.

Yui apretó el puño de manera triunfal.

¿De verdad creías que sería tan estúpida, Kaido? —Yui esbozaba una sonrisa sádica—. Crece. Hazte fuerte. Demuéstrame lealtad. Y cuando llegue la hora, tendremos un combate. Demuestra ser un rival digno, y te enseñaré una de mis más letales técnicas. —Yui emitió una carcajada aguda. Eso era exactamente lo que le había dicho años atrás—. ¡Solo te lo dije para ganarme tu favor! ¡Para que comieses de mi mano! Oh, Kaido, siempre valoré tu gallardía, pero de esto —se señaló la sien—, vas limitado.

Se levantó.

Eres un traidor, Kaido. Y quien traiciona una vez, siempre traicionará una segunda. Está en tu sangre —le espetó, como si fuese algún tipo de enfermedad de la que no se pudiese curar—. Traicionaste a los tuyos. A tu propia familia. A los únicos que quisieron acogerte cuando saliste de las entrañas de tu madre como un monstruo. ¡Traicionaste a tu propio mentor! ¡A Yarou! ¿Crees que no vi la similitud? Te agarraste a él como una garrapata, chupaste toda la sangre que pudiste, y cuando creíste que ya no podías sacar más de él, ni aprender nada nuevo, le clavaste un puñal por la espalda. El mismo día en que te propusiste como pupilo mío —rio de nuevo. El paralelismo era tan evidente, que le ofendía que Kaido pensase que no se iba a dar cuenta—. Y lo mismo pensabas hacer conmigo, ¿eh? Escalar gracias a mí. Nutrirte de mi experiencia. Aprender mi técnica más letal, y entonces, con ella, matarme. ¡Y ocupar mi lugar! —estalló, reventando la mesa de un manotazo—. Pues adivina qué, Kaido, yo fui la que te usé a ti.

»Oh, sí. Todo este tiempo, dándote miguitas. Pequeñas carantoñas para que siguieses con la cabeza gacha. Promesas que se alargaban en el tiempo. Todo para poder utilizarte —suspiró—. Me has servido bien, Kaido. Pero ya no tienes utilidad para mí.

La katana de Yui se desenvainó en un suspiro y penetró el corazón de Kaido, quien por alguna razón no pudo convertirse en agua.

Y así, Umikiba Kaido murió.
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No obstante, Kaido nunca llegó a convertirse totalmente en esa criatura majestuosa. Alguien le detuvo. Un amigo. O al que creyó como uno alguna vez, pero ya no. ¿Cómo vuelves de un lugar así? ¿cómo podrías volver a confiar, de tener la oportunidad, el alguien que ahora penetraba tu pecho y bañaba su puñal de tu propia sangre? ¿cómo?

Son heridas que nunca sanan. No por dentro.

El gyojin escupió sangre. Sintió el sabor a hierro entumeciéndole la garganta. Los labios no se le movían, sino temblaban de pura rabia. ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿cómo vivió tanto tiempo mirando a un horizonte que no escondía una gran recompensa tras su inalcanzable franja? ¡Tendría que haberlo sabido! ¡Que Yui no iba a dejar que un traidor se acercase a ella lo suficiente como para no perecer bajo su imponderable martillo de hierro!

Tan sólo había que conocer minimamente la historia de Amegakure no sato. De en dónde acabaron todos aquellos que, muy a pesar de haber jurado lealtad, perecieron ante una líder inquebrantable. Que no escatimaba recursos ni esfuerzos en reprimir las posibles sublevaciones. Que no le temblaba el pulso para ahogar eternamente a uno de sus genin en lo más profundo de su lago. Al que iban tantos shinobi a entrenar sin saber la verdad. De que los pecados de Yui —con los que Kaido estuvo enteramente dispuesto a compartir como si fueran suyos—. yacían inmersos en su jodido patrio trasero.

La mente de Kaido se pegaba sopetones contra un muro invisible. Estaba confundido. Terriblemente contrariado. Quería llorar de la impotencia, pero el dolor en su pecho era tan fuerte que sus emociones no funcionaban correctamente. No podía mover las manos. No podía mover el cuerpo.

Sentía el corazón bajando su ritmo de bombeo. Lo sentía. Lo sentía.

Hasta que de pronto no sintió nada más.

Porque cuando el alma abandona el cuerpo, eso es lo que sucede. Súbitamente desapareces. Caes en el profundo olvido, dejando de ser quien fuiste alguna vez. Y él había sido un traidor leal, por contraproducente que pudiera sonar aquello; muriendo también por serlo. Por confiar en quien no confiaba en él, tampoco.

En Yui. Su verdugo.
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Kaido revivió aquel recuerdo millares de veces. Durante toda la noche. Durante el día siguiente, y al siguiente a este. Inducido en aquel coma, a Kaido le parecieron años. Años de vida que siempre terminaban en el mismo punto: siendo asesinado por Yui.

No siempre era exactamente lo mismo, claro. A veces era Ayame, y no Daruu, quien le apuñalaba. Con lágrimas en los ojos y apenas pudiendo contener el llanto. Y Kaido veía cómo Yui rodeaba por los hombros a Ayame con un brazo, felicitándola. Y la hacía su nuevo brazo derecho. Porque en el fondo sabía que ella, al contrario que él, era más fácil de manipular. Y de que no levantaría la voz a su mandamás.

En ocasiones, era Mogura quien le clavaba un puñal. Él no lloraba. Ni siquiera pedía perdón como Daruu. En otras, era Karamaru. O algún ANBU bajo su máscara. En ocasiones era un Hozuki, que al igual que él, tenía por misión erradicar a los potenciales traidores para ganarse el favor de Yui.

Alguna vez no era nadie. Simplemente decidía darse la vuelta, esperando hacerse más fuerte para ganarse el beneplácito de la Arashikage, y entonces Yui le atacaba por la espalda. A traición.

Yui siempre le atacaba en desventaja. Y es que Kaido sabía, en el fondo, que en igual de condiciones la superaría.

Todas esas vivencias fueron penetrando en el subconsciente de Kaido. No solo plantando la semilla de la duda. No solo alimentando la sospecha sobre las verdaderas intenciones de su Arashikage. Sino mostrándole la pérdida de tiempo que era sacrificarse por su Villa. Lo poco o nada que recibía a cambio. Y cuando recibía algo, era frustración. Era muerte. Era darse cuenta que había tirado sus mejores años de vida a la basura.

Y a medida que aquel pensamiento comenzaba a cobrar fuerza en su mente, las decisiones que iba tomando Kaido a lo largo de sus vidas iban cambiando. Se revelaba antes ante Yui. Le exigía combatir muchos años más temprano. Lo hacía el día en que dominó el Jōki Bōi. Lo hacía el día en que dominó el Suiton: Oni Sakana. El día en que ascendió a Jōnin. Antes incluso. Mucho antes.

Y entonces…

Entonces llegó el día en que cometió el mayor error de su vida. El día en que traicionó a Dragón Rojo. El día en que echó por la borda un futuro, y un destino por cumplir como Umi no Shisoku que era. El día en que había renunciado a todo aquello.

Y, aquel día…

… decidió…
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Kaido se sumergió entonces, tras su primer final, en un limbo infinito. En una secuencia de acontecimientos y vivencias que una y otra vez acababan con él siendo apuñalado, y no siempre el arma que finiquitaba su vida era empuñada por la misma persona. Una vez había sido Daruu, luego Ayame, también incluso su buen amigo Manase Mogura. Mogura... él le había dado antes de su viaje el valor dentro de un frasco. Ahora que podía verlo de forma introspectiva, seguro que era veneno.

Una tras otra, muerte tras muerte, el subconsciente de Kaido fue adaptándose a su fortuito declive. Hasta que el reloj del tiempo comenzó a dar marcha hacia atrás, llevándole hacia aquellos momentos cumbres de su vida donde habría tomado decisiones que cambiaron de una u otra forma el curso de su mera existencia. Todos nos preguntamos alguna vez en nuestras vidas lo que haríamos si pudiéramos ser capaces de viajar al pasado para cambiar las cosas, ¿no es cierto?

Y ahora Kaido estaba siendo obligado por los entresijos de un sello malvado y maldito a moldear su destino a imagen y semejanza de...

... Dragón Rojo.

Se encontraba frente a Shaneji. O más bien encima. El cabello le goteaba, húmedo, por la incesante batalla en la que se habían enfrascado ellos dos. A su alrededor, decenas de armas iban y venían, los clank resultantes de los choques de espadas entre los ninja de Amegakure y los miembros de Dragón Rojo rebotaban eternamente en el eco que generaba Ryūgū-jō.

Su espada se deslizaba sutilmente por el cuello de su Hermano de Agua. Y alguien le imploraba a que acabase de una vez por todas con su existencia. Era una voz conocida. Una vieja enemiga de la organización.

Mátalo —repetía, una y otra vez. Desesperada—. acaba con él, Kaido. ¡Ya, mátalo!

Sólo que esa vez, Shaneji no murió.

—Yo ... yo, No.
Responder
Las primeras traiciones empezaban así. Simplemente con una omisión a su deber. Simplemente haciéndose a un lado. Simplemente diciendo: no.

Shaneji aprovechó el momento, y disparó a Hageshi en la cabeza.

¡Juuuuujujujujuju! —Así de fácil. La Kaguya se desplomó en el suelo, inerte. Sin vida en aquellos ojos que una vez se habían ganado la confianza de Kaido.

Como una pieza de dominó al caer, el resto del escuadrón se vino abajo con la caída de su jefa. Shaneji estalló de júbilo. Ryū se alzó victorioso. Muñeca reía. El Dragón Rojo sobrevivía otro día. Habían perdido a varios miembros en aquella cruenta batalla, pero habían ganado a un tiburón. Habían ganado a Kaido.

Shaneji cumplió su promesa. Semanas más tarde, le llevó junto a Daseru. Le llevó junto al Rey del Mar. Un grandioso tiburón blanco que le otorgó el Pacto de Invocación. Y con ello, un poder que Kaido jamás se había atrevido a soñar. Pero aquello solo era el principio. Como Umi no Shisoku que era, como Hijo del Océano reconocido, Kaido tenía una responsabilidad sobre sus hombros: la de cambiar el mundo.

Y lo iba a hacer desde aquel momento, porque en él, y solo en él, estaba la capacidad para revivirla. Para sacarla de su largo letargo y dejar que la luz del día volviese a bañarla. Él, y solo él, podía…






… devolver a Kirigakure no Sato su antigua gloria.

Fue una aventura digna de contar en las mejores sagas, y de revivirla oyéndola a juglares y trovadores. Una en la que Kaido buceaba hasta las entrañas de la Antigua Aldea de la Neblina Sangrienta. Una en la que desenterraba una espada legendaria del corazón de su antecesor, el anterior Umi no Shisoku, y deshacía la maldición que allí se había lanzado. Y el agua se evaporaba…

... y el mundo temblaba...

... y Kirigakure no Sato resurgía de las profundidades del mar.

Sintió que aquel era el día más feliz de su vida. Que todo encajaba ahora para él. A aquella aventura le sucedieron más. Deponían al Señor Feudal del País del Agua por otro de sus intereses. El Dragón Rojo seguía creciendo, y nutría a la Villa con los nuevos ninjas y genios que brotaban en sus tierras. Y el resto de Villas la reconocían como un igual. Incluso Yui, quien hasta entonces había tratado de matarle. Y les tenían respeto. Miedo.

Y Kaido, Kaido se alzaba en la verdadera cúspide de la pirámide. Junto a sus Hermanos Dragones. Mandando. Organizándolo todo a su antojo. A su gusto. Y, por primera vez, se sentía lleno. Completo.
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Quid pro Quo.

La vida de Hageshi, y su misión fallida, para él obtener la gloria eterna. Para alzarse entre sus iguales Dragones, de encontrar la corriente que durante tanto tiempo buscó, y que ahora le llevaba hasta el verdadero Rey del Océano. Del Rey del Océano hasta la tumba que ahogaba eternamente a Kirigakure, como a Aiko.

Sólo él tenía la llave. El poder para resurgir sus antiguos tiempos de gloria.

Un haori blanco con matices azul marino adornaba su imponente figura, allá en el trono de Agua. Un pesado sombrero le vestía la cabeza, y sobre él, pregonaba el kanji de Primera Sombra. Frente a él, los otros Kage rindiéndole pleitesía. Reconocíendole como una nación igual y equitativa. Y a su lado sus hermanos. Shaneji. Ryu. Muñeca. No Ayame, no Daruu. Ellos eran traidores.

Su marca brillando. El dragón echando fuego, ahí en su brazo.

Completo. Se sentía ... completo.

Aunque a la vez ... no.

Porque muy en lo profundo de su ser, allí en un punto donde la luz de aquel fantástico sueño no alumbraba, una mísera parte de su raciocinio le decía en gritos inaudibles y ahogados que nada de aquello era verdad. Que nunca iba a suceder. Gritaba, gritaba. Pero Kaido no escuchaba.

Carecía aún de la voluntad suficiente para escucharse a sí mismo. Había subestimado el poder del Dragón.
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El mismo sueño se repetía una y otra vez. Millares de veces. Durante toda la noche. Durante todo el día siguiente, y al siguiente a este. Años de vida que siempre terminaban en el mismo punto: en el pico de la pirámide.

Se repetía, por tanto, el mismo patrón que antes. Y como aquella vez, había cambios más o menos sutiles. En ocasiones el Rey del Mar no era un tiburón blanco. A veces no deshacía la maldición de Kirigakure desenterrando un arma legendaria del antiguo Umi no Shisoku. A veces ni siquiera había una maldición, y era simplemente Otohime quien extraía el agua con una técnica de sellado.

Pero no importaban los desvíos en el camino, sino el destino.

Y claro, claro que se reflejaban dificultades. Encuentros con ninjas de Amegakure que le ponían las cosas difíciles. Con Daruu. Con Ayame. Con Mogura. Algunos trataban de convencerle de volver. En una de sus vidas, se dejó engañar. Se dejó llevar por la dulce voz de Ayame y la firme seguridad de Mogura, haciendo caso a esa vocecilla surgida de lo más profundo de su ser que le decía que aquello no terminaría como pensaba. ¿Y saben qué halló? Halló el suelo bajo sus rodillas. Halló su cabeza volando por los aires tras el espadazo de Yui.

Eso halló.

La mayoría de las ocasiones, sin embargo, no caía ante tales tejemanejes. Simplemente tenía que resistir los golpes de sus antiguos compatriotas, y sus burdos intentos de asesinato. No siempre fue fácil. Incluso entre Dragón Rojo, no todo era siempre idílico. Se producían discusiones subidas de tono. Había discusiones. Riñas. Tuvo que hacer sacrificios, así como en su anterior vida en Amegakure. Pero, ¿saben cuál era siempre la diferencia?

Que al final terminaba valiendo la jodida pena. Que recibía su recompensa, y era tangible, y era más de lo que hubiese podido soñar nunca.

Entonces, un día, se lamentó. Ah, sí pudiese volver al pasado, abriría los ojos mucho antes, pensó. ¿Qué hubiese sido de Dragón Rojo si no hubiese perdido aquellos valiosos hermanos en la batalla contra Hageshi? Que hubiese despuntado antes. Pero que mucho antes.

Y a medida que aquel pensamiento comenzaba a cobrar fuerza en su mente, las decisiones que iba tomando a lo largo de sus vidas iban cambiando. No esperaba a tener a Shaneji bajo el filo de su espada para revelarse contra Hageshi. Lo hacía justo antes del combate, confabulándose con Dragón Rojo para tenderles una emboscada. Lo hacía días antes, para preparar el terreno como Dios manda.

Antes, ¡antes incluso! Lo hacía después de volver a contactar con Hageshi tras su bautizo y saber ya, en aquel momento, que aquella pantomima de misión ya no le merecía la pena. Y antes, ¡mucho antes! Porque un día, cuando despertó de su bautizo, y Ryū le preguntó:

¿Hay algo que debamos saber?

Él le respondió...
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¿Hay algo que debamos saber?

—Yo ...

—Sí, tú. ¿Realmente eres tú? —le dijo una voz. Una voz que creía olvidada, pero que aún brillaba fuerte en su interior. Muy cerca de su corazón—. el Kaido que yo conozco no pagaría mi sacrificio con la traición. Porque tú no eres un traidor, Kaido, nunca lo fuiste. Por el contrario, eres un ninja leal. ¿Crees que Amekoro Yui no lo reconoce? ¿no fuiste tú quien caminó decidido hasta su despacho para contarle la verdad? ¿de nuestras intenciones de sublevación?

»Sí, tú. El verdadero tú no vendería a su gente. Nosotros, Kaido, no lo éramos. Por eso morimos. Por nuestras propias acciones. Por nuestros propios pecados. No tienes por qué compartir nuestro Karma, ¿lo sabes, no?


¿Lo sabía?
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Y Kaido callaba. Y dudaba. Y se preguntaba quién era realmente. Por eso, volvió a cometer los errores del pasado. Se dejaba encandilar por aquella voz, antiguo maestro suyo. Cumplía su misión. Volvía a sacrificarse. Y volvía hallar lo mismo: a Yui enterrándole una katana en el corazón.

Para eso valían las dudas. Para eso valían los viejos recuerdos de un anciano muerto.

Aquella vida fue más larga que de costumbre, más profunda, con más detalles. Para que el colofón final fuese, todavía, más frustrante. Para que la impotencia que tantas veces había sufrido ya en sus últimos suspiros, le reventase el pecho de lo grande que era. Sí, había sacrificado a Yarou, y lo había hecho por nada. Una realidad casi imposible de asumir.

Ay, si se hubiese dejado guiar por sus instintos y no escuchado a nadie.

Y vuelta a empezar, de nuevo tomando las decisiones correctas. De nuevo avanzando. Decenas de vidas más. Centenares. Había pasado otro día extra en la vida real, y con aquel, ya iban siete.

Siete… La semana que había augurado Otohime.

Kaido se despertó de su bautizo, dentro todavía del sueño, y las vidas que habían empapado su subconsciente empezaban a hacerle ver las cosas más claras. Pero…

¿Lo suficiente?

¿Hay algo que debamos saber? —le preguntó Ryū, después de que todos sus hermanos le felicitasen por pasar el bautizo.
[Imagen: ksQJqx9.png]

¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado



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