3/02/2019, 20:49
Kokuo entrecerró los ojos, desconfiada.
—Se lo advierto, si quita esa etiqueta, quedará a mi disposición. Será tan fácil como aplastarla, o lanzarle una bijuudama. Y entonces, seré libre —dijo, taimada.
Sin embargo, parecía que Ayame no estaba por la labor de escuchar lo que era bueno para ella misma. Se acercó a la etiqueta que simbolizaba su voluntad, su capacidad de contener y de guardar a la bestia, y acercó la mano a ella...
—Te prometí que te sacaría de aquí, Kokuō.
Kokuo cerró los ojos...
Ayame tiró de la etiqueta de sellado. Un torrente de energía sacudió su cuerpo, aunque ella no lo supo. Todo eso sucedía en el exterior, claro, en su habitación del hotel. El chakra, blanco y burbujeante, empezó a envolverla desde la marca de sellado, que brillaba con fuerza, hasta la punta de los dedos de los pies. Luego, se fueron formando las siluetas de una, dos, tres colas. Lentamente, la cuarta se formó, haciendo que Ayame emitiese un destello blanco. Una densa capa de chakra le envolvió ahora, y ya no parecía ella misma, ahora parecía... el Gobi.
Una quinta cola comenzó a formarse, poco a poco. Ya casi estaba...
En los últimos instantes, cuando la cola estuvo completa, Ayame brilló de nuevo. Momentáneamente, pareció crecer en tamaño y...
...y cuando los abrió, no había jaula.
El Gobi se levantó, haciendo temblar el suelo de aquél ficticio, o quizás real pero eterno, bosque. Flexionó las rodillas una y otra vez, disfrutando, saboreando su libertad, y bramó al cielo extasiada. Luego miró abajo. A la hormiguita que la había liberado. A la pobre insensata que, sin quererlo, le había brindado la oportunidad de salir de su prisión. Levantó una pierna. A Ayame la envolvió la sombra de un casco tan grande que quedaba fuera de la capacidad de su imaginación. Entonces, Kokuo tensó sus músculos...
...y pisó. Pisó tan fuerte como pudo.
...y luego, la nada. Ayame volvía estar sentada en la cama, meditando. Aparentemente tranquila. Aparentemente en silencio.
No había rastro del chakra burbujeante.
El casco de Kokuo chocó contra el suelo a apenas tres metros de ella. Ayame se vio levantada casi cinco metros por los aires de la fuerza del impacto.
—Tsk. Definitivamente, no es usted una humana cualquiera —dijo—. Muy bien, usted gana. Vivirá. —Se dio la vuelta, dándole la espalda, y comenzó a caminar hacia el bosque—. Si salía, de todos modos me iban a volver a encerrar en otro de ustedes, o en una vasija. De modo que si tiene que ser así, mejor con usted.
»Pero no se confunda: no piense que va a poder utilizar mi chakra así porque sí. Si siento que intenta extraer mi poder del sello sin mi permiso, la aplastaré. Oh, vaya que lo haré.
Resopló.
—Ahora, márchese a su mundo de humanos.
»Gracias. —murmuró, tan bajo que Ayame casi no pudo distinguir qué había dicho en realidad.
—Se lo advierto, si quita esa etiqueta, quedará a mi disposición. Será tan fácil como aplastarla, o lanzarle una bijuudama. Y entonces, seré libre —dijo, taimada.
Sin embargo, parecía que Ayame no estaba por la labor de escuchar lo que era bueno para ella misma. Se acercó a la etiqueta que simbolizaba su voluntad, su capacidad de contener y de guardar a la bestia, y acercó la mano a ella...
—Te prometí que te sacaría de aquí, Kokuō.
Kokuo cerró los ojos...
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Ayame tiró de la etiqueta de sellado. Un torrente de energía sacudió su cuerpo, aunque ella no lo supo. Todo eso sucedía en el exterior, claro, en su habitación del hotel. El chakra, blanco y burbujeante, empezó a envolverla desde la marca de sellado, que brillaba con fuerza, hasta la punta de los dedos de los pies. Luego, se fueron formando las siluetas de una, dos, tres colas. Lentamente, la cuarta se formó, haciendo que Ayame emitiese un destello blanco. Una densa capa de chakra le envolvió ahora, y ya no parecía ella misma, ahora parecía... el Gobi.
Una quinta cola comenzó a formarse, poco a poco. Ya casi estaba...
En los últimos instantes, cuando la cola estuvo completa, Ayame brilló de nuevo. Momentáneamente, pareció crecer en tamaño y...
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...y cuando los abrió, no había jaula.
El Gobi se levantó, haciendo temblar el suelo de aquél ficticio, o quizás real pero eterno, bosque. Flexionó las rodillas una y otra vez, disfrutando, saboreando su libertad, y bramó al cielo extasiada. Luego miró abajo. A la hormiguita que la había liberado. A la pobre insensata que, sin quererlo, le había brindado la oportunidad de salir de su prisión. Levantó una pierna. A Ayame la envolvió la sombra de un casco tan grande que quedaba fuera de la capacidad de su imaginación. Entonces, Kokuo tensó sus músculos...
...y pisó. Pisó tan fuerte como pudo.
· · ·
...y luego, la nada. Ayame volvía estar sentada en la cama, meditando. Aparentemente tranquila. Aparentemente en silencio.
No había rastro del chakra burbujeante.
· · ·
El casco de Kokuo chocó contra el suelo a apenas tres metros de ella. Ayame se vio levantada casi cinco metros por los aires de la fuerza del impacto.
—Tsk. Definitivamente, no es usted una humana cualquiera —dijo—. Muy bien, usted gana. Vivirá. —Se dio la vuelta, dándole la espalda, y comenzó a caminar hacia el bosque—. Si salía, de todos modos me iban a volver a encerrar en otro de ustedes, o en una vasija. De modo que si tiene que ser así, mejor con usted.
»Pero no se confunda: no piense que va a poder utilizar mi chakra así porque sí. Si siento que intenta extraer mi poder del sello sin mi permiso, la aplastaré. Oh, vaya que lo haré.
Resopló.
—Ahora, márchese a su mundo de humanos.
»Gracias. —murmuró, tan bajo que Ayame casi no pudo distinguir qué había dicho en realidad.
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