8/08/2015, 00:05
(Última modificación: 18/08/2015, 11:20 por Aotsuki Ayame.)
Historia de Aotsuki Ayame
Capítulo I - Silencio mortal
Para cualquier persona, un nacimiento debería ser el acontecimiento que trajera la máxima felicidad a su familia. Un nacimiento es sinónimo de milagro, el milagro de la vida que es capaz de iluminar los ojos de la persona más dura y sombría del planeta... Un nacimiento es una dicha, en todos los sentidos de la palabra. Sin embargo, para la familia Aotsuki, el nacimiento de su segunda hija no fue sino una auténtica espiral de la más absoluta desesperanza y tristeza...
Tratando de calmar los desbocados latidos de su corazón, Zetsuo se asomó por la ventana. La argéntea luz fantasmal de la luna menguante, siempre acompañada de sus centelleantes guardianes, destellaba en sus ojos. Era una noche silenciosa, una noche terrorífica. La lluvia no caía sobre la aldea. Y aunque él no era un hombre supersticioso, sintió que se le ponía el vello de punta. Se sentía como un extranjero dentro de su propia villa, como si estuviera contemplando un cuadro que no estuviese acostumbrado a ver.
Un chillido de dolor rasgó el inquietante mutis en el que estaba sumido el hospital y la mujer que se encontraba en la camilla se encogió en un espasmo. Tenía todos los músculos del cuerpo tensos, su rostro estaba contraído por aquel terrible sufrimiento que la sacudía en sucesivas oleadas que cada vez se producían de manera más frecuente.
—Vamos, aguanta. Pronto pasará todo... —le susurró, con el corazón encogido por la angustia, y apartó varios mechones de cabello blanco como la nieve de su rostro empapado por sudor. Pero su esposa se estremeció con una nueva contracción, y sólo pudo responder con un nuevo quejido—. ¡ENFERMEROS! ¡¿A QUÉ COJONES ESTÁIS ESPERANDO?!
Dadas las circunstancias, se negaba a apartarse de ella para ir en busca de ayuda. En un gesto desesperado, se dio la vuelta y en apenas un parpadeo se vistió con la bata que había traído con él. Aotsuki Zetsuo era, ante todo, un reconocido jonin dentro de la aldea. Pero por su maestría en el arte de la medicina se había ganado puesto importante en el hospital de Amegakure. No habían sido pocas las personas que habían tratado de convencerle para que no asistiera al complicado parto de Hōzuki Shiruka que había comenzado al ponerse el sol por el oeste, pero no estaba dispuesto a quedarse de bazos cruzados, impotente, mientras su esposa sufría de aquella manera.
—Aguanta, Shiruka, cariño. Debes aguantar. Ya queda poco, vamos —le repitió, buscando aquellos ojos avellana que tanta tranquilidad le transmitían. Pero los tenía firmemente cerrados en aquella mueca de sufrimiento que precedió a un nuevo grito.
Zetsuo ya estaba maldiciendo la ineptitud de sus compañeros cuando varios médicos y enfermeros entraron atropelladamente en la habitación. Todos ellos cargados con los múltiples utensilios y sueros que necesitarían durante la intervención.
—¡Vamos, deprisa! ¡Ya está lista!
—¡Joder, ya era hora! ¡Pues claro que está lista!
Los siguientes momentos pasaban toda velocidad ante él. Estaba aturdido, las alarmadas voces de los médicos y los angustiados gritos de Shiruka giraban en torno a él como un furioso torbellino que era incapaz de ordenar. Sintió que le faltaba el aire, que todo en torno a él se difuminaba como si se hubiera sumergido repentinamente en un océano embravecido. Pero debía concentrarse. Por eso sacudió la cabeza bruscamente y dejó de prestarles atención. Todos estaban concentrados en su trabajo, en su misión: traer con vida a la niña y conservar la de la madre.
Pero las complicaciones no tardaron en sucederse. Una tras otra. Como una efecto dominó que terminaría desencadenando en la más absoluta catástrofe.
El bebé no se había colocado correctamente. El cordón umbilical se había enrollado en torno a su delicado cuello. Si no hacían algo terminaría por asfixiarse. Los gritos de Shiruka eran cada vez más desesperados.
—¡La estamos perdiendo!
Los pitidos de la máquina que monitorizaba las constantes vitales de su mujer se aceleraron súbitamente. Zetsuo alzó la cabeza, sobresaltado.
—¡Mierda! Vamos, Shiruka...
—¡La tenemos! ¡Tenemos a la niña! ¡Está bien!
Los gritos cesaron. Zetsuo exhaló un suspiro de alivio, y una sonrisa cansada tembló en sus labios cuando el pulso de su mujer se estabilizó. Entre fatigados resuellos, Shiruka había abierto los ojos y le dedicó aquella hermosa sonrisa que estaba reservada sólo para él. Los lloros de la pequeña pronto inundaron la habitación cuando los médicos cortaron de una vez el vínculo que la mantenía unida a su madre y sus pulmones cataron por primera vez el oxígeno del aire.
Una canción de vida.
—Sabía que lo conseguirías —Zetsuo acarició sus cabellos con ternura.
Shiruka ladeó débilmente la cabeza, aún con aquella sonrisa cansada.
—Mi niña... quiero cogerla... —suspiró, y Zetsuo accedió a sus deseos inmediatamente. Tras limpiar al bebé y envolverlo entre toallas, lo acercó al cuerpo de la mujer. Ella lo rodeó inmediatamente entre sus brazos, con lágrimas de felicidad brillando en sus ojos. La criatura calmó sus lloros, y sólo entonces Zetsuo reparó en lo pequeña y frágil que parecía; y en la diminuta marca de nacimiento que lucía en su frente: una luna menguante de color azul. Era, sin duda alguna, una Aotsuki—. Ayame... Es Ayame... Mi pequeño lirio... —la voz de su mujer sonaba extraña, y Zetsuo frunció el ceño cuando un mal presentimiento encogió su corazón.
—Shiru...
—¡Detened la hemorragia!
—¡¿QUÉ?!
No se había dado cuenta hasta entonces, pero la luz de la luna reveló la mancha carmesí que se estaba comenzando a extender en las sábanas, antes pulcras. Era sangre. Sangre que no dejaba de manar del cuerpo de Shiruka, malherido tras el parto. Lívido estaba ahora el rostro del médico, que trató de establecer contacto visual con su mujer y contempló horrorizado que la vida se le escapaba de los ojos. Un repentino llanto infantil inundó sus oídos. El bebé fue arrancado inmediatamente de los brazos de su madre para poder socorrerla.
Los pitidos acuchillaban sus tímpanos, cada vez más rápido, cada vez más rápido...
—¡APARTAOS! —bramó Zetsuo, y sus manos, apoyadas sobre el bajo vientre de Shiruka, se envolvieron en un sobrenatural destello esmeralda que se sobrepuso a la luz de la luna y envolvió las paredes de la habitación—. ¡SHIRUKA, AGUANTA!
—Cuídala... Ayame... Debe crecer fuerte y sana...
Con aquellas palabras, todo terminó. Simplemente no pudo hacer nada por evitar la tragedia. Shiruka había cerrado sus hermosos ojos para siempre. Y, cuando Zetsuo fue consciente de lo que aquello significaba, gritó como nunca lo había hecho. Gritó el nombre de Shiruka, y su desgarrador aullido de impotencia y dolor reverberó por todos y cada uno de los ladrillos del edificio.
Ni siquiera fue consciente de lo que sucedió a continuación. Todo lo que sucedía a su alrededor había dejado de tener sentido para él.
Cuando volvió en sí, estaba sentado en una de las sillas del pasillo con los antebrazos apoyados sobre las piernas y los ojos dolorosamente húmedos clavados en el suelo. Le escocían los nudillos, y cuando se miró reparó en que sangraban copiosamente.
—Papá.
Frente a él se encontraba un chiquillo de apenas cuatro años, de cabellos blancos y revueltos y una tez tan pálida como la nieve. No reconoció su mirada. Sus ojos parecían dos cubitos de hielo a medio derretir, inundados de lágrimas y llenos de temor. Entre sus brazos sostenía con esfuerzo un fardo de toallas que se movían ligeramente al compás de la ahora calmada respiración del bebé.
Pese a su corta edad, el pequeño Kōri se había encargado de cuidar de su hermana pequeña de una manera increíblemente valiente para la situación que estaban viviendo.
—No tienes que estar triste, papá. A mamá no le gustaría.
La inocencia de los niños es capaz de remover las almas más impávidas, pero los ojos de Zetsuo parecían haber perdido toda su expresividad. Una parte de él se había ido con su mujer y otra parte culpaba de su pérdida a la criatura que su primogénito sostenía entre sus brazos.
Se debía a las últimas palabras de su mujer, a su última voluntad, pero hasta el más férreo y firme de los hombres se derrumbaría al perder lo que sostiene su vida. Shiruka había sido su pilar fundamental, y sus sentimientos por ella le habían convertido ahora en un hombre débil.
Tratando de calmar los desbocados latidos de su corazón, Zetsuo se asomó por la ventana. La argéntea luz fantasmal de la luna menguante, siempre acompañada de sus centelleantes guardianes, destellaba en sus ojos. Era una noche silenciosa, una noche terrorífica. La lluvia no caía sobre la aldea. Y aunque él no era un hombre supersticioso, sintió que se le ponía el vello de punta. Se sentía como un extranjero dentro de su propia villa, como si estuviera contemplando un cuadro que no estuviese acostumbrado a ver.
Un chillido de dolor rasgó el inquietante mutis en el que estaba sumido el hospital y la mujer que se encontraba en la camilla se encogió en un espasmo. Tenía todos los músculos del cuerpo tensos, su rostro estaba contraído por aquel terrible sufrimiento que la sacudía en sucesivas oleadas que cada vez se producían de manera más frecuente.
—Vamos, aguanta. Pronto pasará todo... —le susurró, con el corazón encogido por la angustia, y apartó varios mechones de cabello blanco como la nieve de su rostro empapado por sudor. Pero su esposa se estremeció con una nueva contracción, y sólo pudo responder con un nuevo quejido—. ¡ENFERMEROS! ¡¿A QUÉ COJONES ESTÁIS ESPERANDO?!
Dadas las circunstancias, se negaba a apartarse de ella para ir en busca de ayuda. En un gesto desesperado, se dio la vuelta y en apenas un parpadeo se vistió con la bata que había traído con él. Aotsuki Zetsuo era, ante todo, un reconocido jonin dentro de la aldea. Pero por su maestría en el arte de la medicina se había ganado puesto importante en el hospital de Amegakure. No habían sido pocas las personas que habían tratado de convencerle para que no asistiera al complicado parto de Hōzuki Shiruka que había comenzado al ponerse el sol por el oeste, pero no estaba dispuesto a quedarse de bazos cruzados, impotente, mientras su esposa sufría de aquella manera.
—Aguanta, Shiruka, cariño. Debes aguantar. Ya queda poco, vamos —le repitió, buscando aquellos ojos avellana que tanta tranquilidad le transmitían. Pero los tenía firmemente cerrados en aquella mueca de sufrimiento que precedió a un nuevo grito.
Zetsuo ya estaba maldiciendo la ineptitud de sus compañeros cuando varios médicos y enfermeros entraron atropelladamente en la habitación. Todos ellos cargados con los múltiples utensilios y sueros que necesitarían durante la intervención.
—¡Vamos, deprisa! ¡Ya está lista!
—¡Joder, ya era hora! ¡Pues claro que está lista!
Los siguientes momentos pasaban toda velocidad ante él. Estaba aturdido, las alarmadas voces de los médicos y los angustiados gritos de Shiruka giraban en torno a él como un furioso torbellino que era incapaz de ordenar. Sintió que le faltaba el aire, que todo en torno a él se difuminaba como si se hubiera sumergido repentinamente en un océano embravecido. Pero debía concentrarse. Por eso sacudió la cabeza bruscamente y dejó de prestarles atención. Todos estaban concentrados en su trabajo, en su misión: traer con vida a la niña y conservar la de la madre.
Pero las complicaciones no tardaron en sucederse. Una tras otra. Como una efecto dominó que terminaría desencadenando en la más absoluta catástrofe.
El bebé no se había colocado correctamente. El cordón umbilical se había enrollado en torno a su delicado cuello. Si no hacían algo terminaría por asfixiarse. Los gritos de Shiruka eran cada vez más desesperados.
—¡La estamos perdiendo!
Los pitidos de la máquina que monitorizaba las constantes vitales de su mujer se aceleraron súbitamente. Zetsuo alzó la cabeza, sobresaltado.
—¡Mierda! Vamos, Shiruka...
—¡La tenemos! ¡Tenemos a la niña! ¡Está bien!
Los gritos cesaron. Zetsuo exhaló un suspiro de alivio, y una sonrisa cansada tembló en sus labios cuando el pulso de su mujer se estabilizó. Entre fatigados resuellos, Shiruka había abierto los ojos y le dedicó aquella hermosa sonrisa que estaba reservada sólo para él. Los lloros de la pequeña pronto inundaron la habitación cuando los médicos cortaron de una vez el vínculo que la mantenía unida a su madre y sus pulmones cataron por primera vez el oxígeno del aire.
Una canción de vida.
—Sabía que lo conseguirías —Zetsuo acarició sus cabellos con ternura.
Shiruka ladeó débilmente la cabeza, aún con aquella sonrisa cansada.
—Mi niña... quiero cogerla... —suspiró, y Zetsuo accedió a sus deseos inmediatamente. Tras limpiar al bebé y envolverlo entre toallas, lo acercó al cuerpo de la mujer. Ella lo rodeó inmediatamente entre sus brazos, con lágrimas de felicidad brillando en sus ojos. La criatura calmó sus lloros, y sólo entonces Zetsuo reparó en lo pequeña y frágil que parecía; y en la diminuta marca de nacimiento que lucía en su frente: una luna menguante de color azul. Era, sin duda alguna, una Aotsuki—. Ayame... Es Ayame... Mi pequeño lirio... —la voz de su mujer sonaba extraña, y Zetsuo frunció el ceño cuando un mal presentimiento encogió su corazón.
—Shiru...
—¡Detened la hemorragia!
—¡¿QUÉ?!
No se había dado cuenta hasta entonces, pero la luz de la luna reveló la mancha carmesí que se estaba comenzando a extender en las sábanas, antes pulcras. Era sangre. Sangre que no dejaba de manar del cuerpo de Shiruka, malherido tras el parto. Lívido estaba ahora el rostro del médico, que trató de establecer contacto visual con su mujer y contempló horrorizado que la vida se le escapaba de los ojos. Un repentino llanto infantil inundó sus oídos. El bebé fue arrancado inmediatamente de los brazos de su madre para poder socorrerla.
Los pitidos acuchillaban sus tímpanos, cada vez más rápido, cada vez más rápido...
—¡APARTAOS! —bramó Zetsuo, y sus manos, apoyadas sobre el bajo vientre de Shiruka, se envolvieron en un sobrenatural destello esmeralda que se sobrepuso a la luz de la luna y envolvió las paredes de la habitación—. ¡SHIRUKA, AGUANTA!
—Cuídala... Ayame... Debe crecer fuerte y sana...
Con aquellas palabras, todo terminó. Simplemente no pudo hacer nada por evitar la tragedia. Shiruka había cerrado sus hermosos ojos para siempre. Y, cuando Zetsuo fue consciente de lo que aquello significaba, gritó como nunca lo había hecho. Gritó el nombre de Shiruka, y su desgarrador aullido de impotencia y dolor reverberó por todos y cada uno de los ladrillos del edificio.
Ni siquiera fue consciente de lo que sucedió a continuación. Todo lo que sucedía a su alrededor había dejado de tener sentido para él.
Cuando volvió en sí, estaba sentado en una de las sillas del pasillo con los antebrazos apoyados sobre las piernas y los ojos dolorosamente húmedos clavados en el suelo. Le escocían los nudillos, y cuando se miró reparó en que sangraban copiosamente.
—Papá.
Frente a él se encontraba un chiquillo de apenas cuatro años, de cabellos blancos y revueltos y una tez tan pálida como la nieve. No reconoció su mirada. Sus ojos parecían dos cubitos de hielo a medio derretir, inundados de lágrimas y llenos de temor. Entre sus brazos sostenía con esfuerzo un fardo de toallas que se movían ligeramente al compás de la ahora calmada respiración del bebé.
Pese a su corta edad, el pequeño Kōri se había encargado de cuidar de su hermana pequeña de una manera increíblemente valiente para la situación que estaban viviendo.
—No tienes que estar triste, papá. A mamá no le gustaría.
La inocencia de los niños es capaz de remover las almas más impávidas, pero los ojos de Zetsuo parecían haber perdido toda su expresividad. Una parte de él se había ido con su mujer y otra parte culpaba de su pérdida a la criatura que su primogénito sostenía entre sus brazos.
Se debía a las últimas palabras de su mujer, a su última voluntad, pero hasta el más férreo y firme de los hombres se derrumbaría al perder lo que sostiene su vida. Shiruka había sido su pilar fundamental, y sus sentimientos por ella le habían convertido ahora en un hombre débil.
"Los sentimientos nos vuelven débiles"
Capítulo II - El ojo del huracán
Era innegable que la muerte de Shiruka había sido un golpe devastador para toda la familia.
Kōri había perdido a su madre. Su hermanita debería crecer sin conocer el amor materno. Pero sin duda, el que se llevó el golpe más duro fue su padre.
La imagen que Kōri tenía de Zetsuo desde que tenía uso de razón era la de una hombre severo y férreo como un muro de hormigón. Jamás había permitido que las emociones nublaran su juicio, siempre había actuado con el raciocinio de lo que él consideraba su ideal y no existía fuerza en el planeta capaz de hacerle cambiar de opinión una vez había decidido algo. Pero la pérdida de Shiruka parecía haber borrado de manera definitiva cualquier rastro de emoción de sus ojos.
Zetsuo volvió al trabajo apenas unos días después de la trágica noche. Todo podría indicar que, dejando a un lado la profunda tristeza que sentían, la vida de los Aotsuki había vuelto a la normalidad. Nada más lejos de la realidad.
El médico regresaba a casa cada día a la misma hora. Y cada día a la misma hora se dejaba caer sobre un sillón que se encontraba cerca de la ventana y hundía la mirada en una copa de cristal rebosante de un líquido de llamativo color como si estuviese meditando la manera de poder hundirse en ella y ahogar su tragedia de una vez por todas, arrullado por el repiqueteo de la lluvia contra el cristal.
Kōri trató de acercarse en más de una ocasión a él, curioso por conocer la naturaleza de aquellos vistosos brebajes. Pero su padre siempre le apartaba de su lado, siempre con la misma explicación de que era un veneno que mataba a los monstruos que estaban dentro de él y no le dejaban dormir.
Aquella situación se siguió repitiendo durante largos meses. El pequeño Kōri terminó por rendirse a la impotencia y la curiosidad le abandonó. Pronto comprendió que, si su padre no reaccionaba, tendría que ser él quien se hiciera cargo de la situación. Y así, aquel chiquillo que ni siquiera llegaba a los seis años de edad, se vio obligado a abandonar prematuramente la infancia que debería haber disfrutado para poder ayudar con el cuidado de su hermanita.
Ayame fue floreciendo de manera lenta pero inexorable, y Kōri fue testigo de cómo aquel fenómeno pareció despertar a su padre de su extraño sopor.
Y aunque no le pasaba desapercibida la oscura sombra acusadora que danzaba en los ojos de Zetsuo cada vez que miraba a su hermana, muchas veces le descubrió comentándose en voz alta lo mucho que su hija se estaba pareciendo a su madre. Nunca sabría si aquellas exclamaciones encerraban la rabia o cierto alivio en sus palabras, pero lo cierto era que no podía quitarle la razón. Él había heredado el albinismo de Shiruka, pero Ayame se había quedado con sus grandes ojos avellana y el extraño remolino de cabello que brotaba en el lado derecho de su cabeza y que dibujaba un gracioso y característico rizo a la altura de su sien. Sin embargo, al contrario que ella, sus cabellos eran de un color azabache intenso con destellos azules, como los de su padre.
El tiempo siguió su transcurso, y poco a poco la situación pareció retornar a la verdadera tranquilidad. La tormenta se alejó de la familia, y la calma volvió. Pero lo que ninguno de ellos sospechaba era que simplemente se encontraban en el ojo del huracán.
Y que este arremetería con fuerzas renovadas tras alimentarse de las aguas del océano.
Una semana antes de que Ayame cumpliera los tres años, la aldea sufrió una auténtica conmoción. Civiles y ninjas, todos los ciudadanos de Amegakure corrían por las calles como si fueran auténticas ovejas descarriadas. Todos ellos iban de aquí para allá, alarmados, sin ningún tipo de control, mientras algunos shinobi trataban de mitigar el pánico con sus órdenes.
—¡Que no cunda el pánico! ¡Dirigíos al refugio de la manera más rápida y ordenada posible! ¡Vamos!
Y ni siquiera Zetsuo se libraba de aquel pánico generalizado que se había extendido como una auténtica epidemia.
—Padre, ¿dónde vas? —preguntó Kōri.
Zetsuo pasó junto a ellos como una auténtica exhalación. Después de una larga temporada sin ejercer como shinobi había vuelto a vestir el chaleco de jonin y la bandana de su aldea. Recogía a toda prisa su equipamiento militar; y por la cantidad de suministros y el armamento que estaba reuniendo, todo parecía indicar que se estaba preparando para ausentarse una larga temporada. Su hermanita se aferró a la pierna del Kōri, temerosa por la tensa atmósfera que había inundado el ambiente.
—Ha aparecido de nuevo. Uno de esos malditos monstruos... Joder, no podía quedarse quietecito en su tumba —mascullaba, de manera casi incomprensible. Kōri no sabría asegurar si estaba respondiendo a su pregunta o simplemente hablaba solo—. ¡Joder, joder! ¿Cómo cojones es posible que vuelvan ahora a la vida?
Zetsuo se dio media vuelta, parecía dispuesto a marcharse por la puerta sin añadir ni una sola palabra más. Pero en el último instante, Ayame se separó de su hermano y alzó una de sus manitas para aferrarse momentáneamente a la pernera del pantalón de su padre. Aquello logró detenerle durante apenas una fracción de segundo, en la que se volvió hacia ella.
—Ten cuidado, papi.
Un fugaz destello titiló en los pétreos ojos del hombre, apenas perceptible. Durante un instante, Kōri se preguntó si no se lo habría imaginado.
—Volveré enseguida.
"Enseguida" se convirtió en siete largos días, acompañados de sus noches.
Las clases en el Torreón de la Academia se vieron pausadas por la alarma desatada, por lo que Kōri se pudo dedicar en cuerpo y alma a la pequeña Ayame. Pero nunca dejó de entrenar. Cuando no estaba atendiendo las necesidades de su hermana, practicaba con sus armas y los movimientos que había aprendido durante su corta instrucción como shinobi. Y más de una vez sorprendió a Ayame observándole en la distancia. Y más de una vez incluso le permitió ayudarle con sus ejercicios cuando eran lo suficientemente sencillos para una niña pequeña como ella no resultara herida en el proceso.
Así, ambos hermanos estrecharon aún más sus lazos. Era en esos momentos cuando Kōri reparaba en lo que Ayame parecía disfrutar de la vida shinobi.
Al octavo día, Zetsuo regresó de su larga misión. Estaba visiblemente fatigado, y unas notables ojeras hundían sus ojos aguamarina. Parecía haber envejecido varios años de golpe, pero algo le decía a Kōri que no se debía únicamente a lo que hubiese sido su labor como shinobi ahí fuera.
—¡Papi! —exclamó una alborozada Ayame, que corrió a abrazarse a su pierna como solía hacer cada vez que volvía a casa. En un gesto casi automático, Zetsuo apoyó una mano sobre sus cabellos azabaches.
—Bienvenido, padre. ¿Ha ocurrido algo?
—Acompañadme los dos, tengo algo que contaros.
—¡Bien! ¡Un cuento! Es un cuento, ¿verdad?
Aquellas ingenuas exclamaciones arrancaron inevitablemente una sonrisa de los labios del hombre. Pero no era, precisamente, una sonrisa alegre.
—Sí... Un cuento... —suspiró, antes de conducirlos al salón. Indicó a sus dos hijos que se sentaran frente a él, e intrigado por la excesiva seriedad del rostro de su padre, Kori frunció el ceño. Su hermana pequeña, sin embargo, no parecía ser consciente de ello, y se mantenía en su sitio dando botecitos por la emoción—. Érase una vez... cinco países y nueve monstruos llamados bijūs. Los Kage de esos países eran unos líderes avariciosos que deseaban el poder más que nada en el mundo, y esa ambición les llevó a utilizar el poder de los nueve monstruos para conseguirlo. Pero la codicia es uno de los pecados más peligrosos, un parásito que se instala en el corazón de las personas y termina por romperlas desde dentro. Estas bestias no dudaron en aprovecharse aquellos sentimientos avariciosos y se volvieron contra los Kage. Destruyeron esas cinco grandes naciones con sus colmillos, garras y cuernos. Todas las villas fueron destruidas, y miles de vidas desperdiciadas...
—No me gusta este cuento, papi... —Kōri escuchó murmurar a Ayame. Cuando la miró, pudo comprobar que sus ojos estaban anegados en lágrimas y sus labios estaban fruncidos en un puchero de disgusto. Pero él sabía que gestos como aquellos no conseguirían llamar a la compasión de su padre. Y aunque su hermana no fuera capaz de comprenderlo en aquellos instantes, sin duda el mensaje que trataba de transmitirles iba más allá de ser un simple cuento.
Era algo importante que afectaba a la vida de todos los miembros de aquella casa.
—Los supervivientes de la catástrofe pidieron nuestra ayuda. Y junto a Uzushiogakure y Kusagakure se consiguió derrotar a los nueve monstruos tras arrinconarlos en el Valle del Fin, donde hoy coinciden los terrenos de los tres países que firmaron el pacto. Allí fueron aniquilados, a manos de tres legendarios héroes que por aquel entonces eran los primeros Kage de las aldeas.
—¡Bien! ¡Monstruos malos fuera! ¡Buuuuuh! —volvió a intervenir la chiquilla, en aquella ocasión con una eufórica exclamación.
Pero Kōri no apartaba los ojos de los de su padre.
—¿Y ahora ha aparecido otro? —le preguntó, directo como una saeta. Zetsuo le miró largamente durante unos segundos; después, asintió con solemnidad.
—Más que aparecer, yo diría que ha revivido. El Gobi, el bijū de cinco colas, ha vuelto de entre los muertos. Por suerte, en esta ocasión era sólo uno y no nueve.
—Y por eso te fuiste hace una semana. En una misión de caza, ¿no es así?
—No, me temo que no. Si ha reaparecido un bijū, es más que probable que sólo sea cuestión de tiempo que lo hagan los demás. Parece que es inútil intentar matarlos, esos monstruos se alimentan del odio y el dolor humanos y aunque podamos disfrutar de otros ciento cincuenta años de paz terminarán resurgiendo tarde o temprano. Por ahora hemos conseguido reducirlo y sellarlo. Aún no se ha decidido qué se hará con él, pero mañana debemos acudir los tres ante Yui-sama.
Aquello le pilló totalmente desprevenido. Ayame les miraba alternativamente. Era evidente que hacía tiempo que había dejado de comprender aquella conversación y se había perdido en algún punto del terrorífico cuento. Por parte de Kōri, él había visto más de una vez a Yui-sama, pero nunca se había presentado ante su persona. Tan sólo conocía los escalofriantes rumores que rodeaban a su persona y sabía que había sido una buena amiga de su difunta madre. El hecho de que requiriera de la presencia de los tres no podía sino considerarse un mal presagio si pensaban en el tema con el que estaban tratando.
Pero nunca dejó que la inseguridad se reflejara en su rostro, siquiera en sus ojos. Él, Aotsuki Kōri, era un muchacho que hacía mucho que ya había dejado de ser un niño. Incluso había sido entrenado con dureza por su propio padre en numerosas ocasiones para que dejara siempre los sentimientos a un lado, para que actuara con la cabeza fría y calmada como el hielo que le daba su nombre.
Kōri había perdido a su madre. Su hermanita debería crecer sin conocer el amor materno. Pero sin duda, el que se llevó el golpe más duro fue su padre.
La imagen que Kōri tenía de Zetsuo desde que tenía uso de razón era la de una hombre severo y férreo como un muro de hormigón. Jamás había permitido que las emociones nublaran su juicio, siempre había actuado con el raciocinio de lo que él consideraba su ideal y no existía fuerza en el planeta capaz de hacerle cambiar de opinión una vez había decidido algo. Pero la pérdida de Shiruka parecía haber borrado de manera definitiva cualquier rastro de emoción de sus ojos.
Zetsuo volvió al trabajo apenas unos días después de la trágica noche. Todo podría indicar que, dejando a un lado la profunda tristeza que sentían, la vida de los Aotsuki había vuelto a la normalidad. Nada más lejos de la realidad.
El médico regresaba a casa cada día a la misma hora. Y cada día a la misma hora se dejaba caer sobre un sillón que se encontraba cerca de la ventana y hundía la mirada en una copa de cristal rebosante de un líquido de llamativo color como si estuviese meditando la manera de poder hundirse en ella y ahogar su tragedia de una vez por todas, arrullado por el repiqueteo de la lluvia contra el cristal.
Kōri trató de acercarse en más de una ocasión a él, curioso por conocer la naturaleza de aquellos vistosos brebajes. Pero su padre siempre le apartaba de su lado, siempre con la misma explicación de que era un veneno que mataba a los monstruos que estaban dentro de él y no le dejaban dormir.
Aquella situación se siguió repitiendo durante largos meses. El pequeño Kōri terminó por rendirse a la impotencia y la curiosidad le abandonó. Pronto comprendió que, si su padre no reaccionaba, tendría que ser él quien se hiciera cargo de la situación. Y así, aquel chiquillo que ni siquiera llegaba a los seis años de edad, se vio obligado a abandonar prematuramente la infancia que debería haber disfrutado para poder ayudar con el cuidado de su hermanita.
Ayame fue floreciendo de manera lenta pero inexorable, y Kōri fue testigo de cómo aquel fenómeno pareció despertar a su padre de su extraño sopor.
Y aunque no le pasaba desapercibida la oscura sombra acusadora que danzaba en los ojos de Zetsuo cada vez que miraba a su hermana, muchas veces le descubrió comentándose en voz alta lo mucho que su hija se estaba pareciendo a su madre. Nunca sabría si aquellas exclamaciones encerraban la rabia o cierto alivio en sus palabras, pero lo cierto era que no podía quitarle la razón. Él había heredado el albinismo de Shiruka, pero Ayame se había quedado con sus grandes ojos avellana y el extraño remolino de cabello que brotaba en el lado derecho de su cabeza y que dibujaba un gracioso y característico rizo a la altura de su sien. Sin embargo, al contrario que ella, sus cabellos eran de un color azabache intenso con destellos azules, como los de su padre.
El tiempo siguió su transcurso, y poco a poco la situación pareció retornar a la verdadera tranquilidad. La tormenta se alejó de la familia, y la calma volvió. Pero lo que ninguno de ellos sospechaba era que simplemente se encontraban en el ojo del huracán.
Y que este arremetería con fuerzas renovadas tras alimentarse de las aguas del océano.
Una semana antes de que Ayame cumpliera los tres años, la aldea sufrió una auténtica conmoción. Civiles y ninjas, todos los ciudadanos de Amegakure corrían por las calles como si fueran auténticas ovejas descarriadas. Todos ellos iban de aquí para allá, alarmados, sin ningún tipo de control, mientras algunos shinobi trataban de mitigar el pánico con sus órdenes.
—¡Que no cunda el pánico! ¡Dirigíos al refugio de la manera más rápida y ordenada posible! ¡Vamos!
Y ni siquiera Zetsuo se libraba de aquel pánico generalizado que se había extendido como una auténtica epidemia.
—Padre, ¿dónde vas? —preguntó Kōri.
Zetsuo pasó junto a ellos como una auténtica exhalación. Después de una larga temporada sin ejercer como shinobi había vuelto a vestir el chaleco de jonin y la bandana de su aldea. Recogía a toda prisa su equipamiento militar; y por la cantidad de suministros y el armamento que estaba reuniendo, todo parecía indicar que se estaba preparando para ausentarse una larga temporada. Su hermanita se aferró a la pierna del Kōri, temerosa por la tensa atmósfera que había inundado el ambiente.
—Ha aparecido de nuevo. Uno de esos malditos monstruos... Joder, no podía quedarse quietecito en su tumba —mascullaba, de manera casi incomprensible. Kōri no sabría asegurar si estaba respondiendo a su pregunta o simplemente hablaba solo—. ¡Joder, joder! ¿Cómo cojones es posible que vuelvan ahora a la vida?
Zetsuo se dio media vuelta, parecía dispuesto a marcharse por la puerta sin añadir ni una sola palabra más. Pero en el último instante, Ayame se separó de su hermano y alzó una de sus manitas para aferrarse momentáneamente a la pernera del pantalón de su padre. Aquello logró detenerle durante apenas una fracción de segundo, en la que se volvió hacia ella.
—Ten cuidado, papi.
Un fugaz destello titiló en los pétreos ojos del hombre, apenas perceptible. Durante un instante, Kōri se preguntó si no se lo habría imaginado.
—Volveré enseguida.
"Enseguida" se convirtió en siete largos días, acompañados de sus noches.
Las clases en el Torreón de la Academia se vieron pausadas por la alarma desatada, por lo que Kōri se pudo dedicar en cuerpo y alma a la pequeña Ayame. Pero nunca dejó de entrenar. Cuando no estaba atendiendo las necesidades de su hermana, practicaba con sus armas y los movimientos que había aprendido durante su corta instrucción como shinobi. Y más de una vez sorprendió a Ayame observándole en la distancia. Y más de una vez incluso le permitió ayudarle con sus ejercicios cuando eran lo suficientemente sencillos para una niña pequeña como ella no resultara herida en el proceso.
Así, ambos hermanos estrecharon aún más sus lazos. Era en esos momentos cuando Kōri reparaba en lo que Ayame parecía disfrutar de la vida shinobi.
Al octavo día, Zetsuo regresó de su larga misión. Estaba visiblemente fatigado, y unas notables ojeras hundían sus ojos aguamarina. Parecía haber envejecido varios años de golpe, pero algo le decía a Kōri que no se debía únicamente a lo que hubiese sido su labor como shinobi ahí fuera.
—¡Papi! —exclamó una alborozada Ayame, que corrió a abrazarse a su pierna como solía hacer cada vez que volvía a casa. En un gesto casi automático, Zetsuo apoyó una mano sobre sus cabellos azabaches.
—Bienvenido, padre. ¿Ha ocurrido algo?
—Acompañadme los dos, tengo algo que contaros.
—¡Bien! ¡Un cuento! Es un cuento, ¿verdad?
Aquellas ingenuas exclamaciones arrancaron inevitablemente una sonrisa de los labios del hombre. Pero no era, precisamente, una sonrisa alegre.
—Sí... Un cuento... —suspiró, antes de conducirlos al salón. Indicó a sus dos hijos que se sentaran frente a él, e intrigado por la excesiva seriedad del rostro de su padre, Kori frunció el ceño. Su hermana pequeña, sin embargo, no parecía ser consciente de ello, y se mantenía en su sitio dando botecitos por la emoción—. Érase una vez... cinco países y nueve monstruos llamados bijūs. Los Kage de esos países eran unos líderes avariciosos que deseaban el poder más que nada en el mundo, y esa ambición les llevó a utilizar el poder de los nueve monstruos para conseguirlo. Pero la codicia es uno de los pecados más peligrosos, un parásito que se instala en el corazón de las personas y termina por romperlas desde dentro. Estas bestias no dudaron en aprovecharse aquellos sentimientos avariciosos y se volvieron contra los Kage. Destruyeron esas cinco grandes naciones con sus colmillos, garras y cuernos. Todas las villas fueron destruidas, y miles de vidas desperdiciadas...
—No me gusta este cuento, papi... —Kōri escuchó murmurar a Ayame. Cuando la miró, pudo comprobar que sus ojos estaban anegados en lágrimas y sus labios estaban fruncidos en un puchero de disgusto. Pero él sabía que gestos como aquellos no conseguirían llamar a la compasión de su padre. Y aunque su hermana no fuera capaz de comprenderlo en aquellos instantes, sin duda el mensaje que trataba de transmitirles iba más allá de ser un simple cuento.
Era algo importante que afectaba a la vida de todos los miembros de aquella casa.
—Los supervivientes de la catástrofe pidieron nuestra ayuda. Y junto a Uzushiogakure y Kusagakure se consiguió derrotar a los nueve monstruos tras arrinconarlos en el Valle del Fin, donde hoy coinciden los terrenos de los tres países que firmaron el pacto. Allí fueron aniquilados, a manos de tres legendarios héroes que por aquel entonces eran los primeros Kage de las aldeas.
—¡Bien! ¡Monstruos malos fuera! ¡Buuuuuh! —volvió a intervenir la chiquilla, en aquella ocasión con una eufórica exclamación.
Pero Kōri no apartaba los ojos de los de su padre.
—¿Y ahora ha aparecido otro? —le preguntó, directo como una saeta. Zetsuo le miró largamente durante unos segundos; después, asintió con solemnidad.
—Más que aparecer, yo diría que ha revivido. El Gobi, el bijū de cinco colas, ha vuelto de entre los muertos. Por suerte, en esta ocasión era sólo uno y no nueve.
—Y por eso te fuiste hace una semana. En una misión de caza, ¿no es así?
—No, me temo que no. Si ha reaparecido un bijū, es más que probable que sólo sea cuestión de tiempo que lo hagan los demás. Parece que es inútil intentar matarlos, esos monstruos se alimentan del odio y el dolor humanos y aunque podamos disfrutar de otros ciento cincuenta años de paz terminarán resurgiendo tarde o temprano. Por ahora hemos conseguido reducirlo y sellarlo. Aún no se ha decidido qué se hará con él, pero mañana debemos acudir los tres ante Yui-sama.
Aquello le pilló totalmente desprevenido. Ayame les miraba alternativamente. Era evidente que hacía tiempo que había dejado de comprender aquella conversación y se había perdido en algún punto del terrorífico cuento. Por parte de Kōri, él había visto más de una vez a Yui-sama, pero nunca se había presentado ante su persona. Tan sólo conocía los escalofriantes rumores que rodeaban a su persona y sabía que había sido una buena amiga de su difunta madre. El hecho de que requiriera de la presencia de los tres no podía sino considerarse un mal presagio si pensaban en el tema con el que estaban tratando.
Pero nunca dejó que la inseguridad se reflejara en su rostro, siquiera en sus ojos. Él, Aotsuki Kōri, era un muchacho que hacía mucho que ya había dejado de ser un niño. Incluso había sido entrenado con dureza por su propio padre en numerosas ocasiones para que dejara siempre los sentimientos a un lado, para que actuara con la cabeza fría y calmada como el hielo que le daba su nombre.
"Un buen shinobi debe ocultar y bloquear sus sentimientos a los demás"
Capítulo III - Monstruo
Su padre salió del despacho de la Arashikage después de un largo rato.
Ninguno de los dos infantes que le esperaban en el pasillo podía siquiera imaginar el tipo de diálogo que habían mantenido su padre y Yui, pero Ayame se estremeció al ver el rostro taciturno de Zetsuo. Parecía difícil de imaginar que su padre pudiera presentar un gesto aún más sombrío que el que tenía antes de entrar en aquel despacho. Por lo visto, se había equivocado terriblemente. Ni siquiera se le escapó el hecho de que ahora iba acompañado por un séquito de cinco hombres que no conocía. Todos ellos vestían con ropajes similares, como una especie de uniforme. Y todos ellos ocultaban sus rostros detrás de máscaras que representaban a un animal en concreto: Serpiente, caballo, pájaro, dragón, y caballito de mar.
Ayame se escondió tras la pierna de su hermano al verlos. No sabía quiénes eran aquellos tipos. No sabía qué querían. Y ni siquiera podía estar segura sobre si eran hombres o mujeres, viejos o jóvenes, feos o guapos...
Su padre la miró de manera significativa, y entonces se acuclilló para que sus ojos quedaran a la misma altura.
—Escucha, Ayame —aunque su tono de voz trataba de sonar conciliador, a Ayame no le pasó desapercibido el tinte preocupado que lo teñía. Nunca antes la había hablado de aquella manera—. Tienes que acompañar a estos hombres y hacer todo lo que ellos te digan. ¿Lo has entendido?
—¿Por qué? —replicó, aterrada—. ¿Quiénes son estos señores? No me gustan, papá...
Zetsuo dejó escapar el aire por la nariz en un quedo suspiro.
—Estos señores son ninjas de la confianza de Arashikage-sama, Ayame. No te pasará nada con ellos.
Pero Ayame se había sobresaltado repentinamente, y había vuelto a esconderse tras las piernas de su hermano. El de la máscara de caballito de mar se había agachado para situarse junto a Zetsuo, y el médico le dirigió una afilada mirada por el rabillo de sus ojos aguamarina.
—Hola, pequeñaja. Tú debes ser Ayame, ya estás hecha toda una señorita —su voz sonaba enlatada tras la máscara, pero sin duda era la de un hombre joven. Pero aunque sus palabras trataban de acercarla más a él, aquella careta se le antojaba terroríficamente siniestra. Ayame se encogió aún más sobre sí misma con un pequeño puchero y el hombre apoyó los antebrazos sobre las rodillas flexionadas—. Eh, eh, eh, no tienes nada que temer. Puedes llamarme Umiuma, ¿sí? Sólo quiero ser tu amigo.
La chiquilla le dirigió una interrogativa mirada a su padre, quien asintió lentamente.
—Ve con ellos, Ayame.
Umiuma le extendió la mano, y Ayame terminó por aceptar el gesto, aún a regañadientes. Los dedos del hombre se cerraron en torno a la delicada manita de la pequeña. Se reincorporó y comenzó a empujarla con él con suavidad. Los otros cuatro enmascarados custodiaban sus espaldas, y Ayame miró hacia atrás un último instante, acongojada.
—Papi... Hermano...
No entendía qué estaba pasando, pero tenía un mal sentimiento al respecto. ¿Acaso habría hecho algo malo? ¿Su padre se habría hartado de ella por cualquier razón? Una lágrima se deslizó por su mejilla con lentitud.
—¿Qué significa todo esto, padre? ¿Qué es lo que quieren de Ayame?
Con la espalda apoyada en la pared más cercana, la voz de Kōri le sorprendió. Zetsuo dejó escapar un profundo suspiro y alzó la mirada hacia un punto inexistente en el techo.
—Yui-sama me ha comunicado que el Consejo de Kage de Uzushiogakure, Kusagakure y Amegakure ha decidido lo que van a hacer con el bijū que conseguimos reducir —hizo una breve pausa, pero la apremiante mirada que le dirigió su hijo le invitó a continuar—. Esos shinobi que acabas de ver están especializados en el arte del sellado. Al parecer, han conseguido desarrollar una técnica para a esos monstruos dentro de cuerpos humanos. Encerrarlos en vasijas conlleva más riesgos a efectos prácticos, por lo que a medida que vayan reapareciendo, los Kage crearán lo que ellos han llamado "jinchūriki", o prisiones humanas, para custodiar su poder y evitar que ocurran de nuevo las calamidades del pasado.
No le pasó desapercibido que el rostro de Kōri, ya de por sí marmóreo, se había vuelto del color de la leche en cuestión de segundos.
—Y Ayame va a ser la primera "jinchūriki" —afirmó—. Deberían haberme escogido a mí en su lugar, padre. Es Ayame: una niña infantil, caprichosa y muy asustadiza. No va a poder llevar una carga así.
Zetsuo se quedó pensativo unos instantes. Era consciente de que su hijo no dudaría a la hora de proteger y sacrificarse por su hermana pequeña, ya lo había demostrado todos aquellos años. Pero también sabía que el chico no rehusaría obedecer la orden de un superior para proteger la aldea, cualesquiera que fueran las consecuencias. Le había educado para ello, después de todo.
—La razón de que sea Ayame la elegida para el proyecto es que ya han comprobado que ella es compatible. Tú no lo eres. —replicó, crudo.
—¿Acaso es la única persona compatible en toda la aldea?
—No. Seguro que hay decenas, pero ya sabes que Shiruka era una buena amiga de la Arashikage. Eso nos convierte en un grupo cercano a la líder de la aldea, por lo que podrá protegerla mejor que si fuera cualquier otro desconocido. Nos tenderá una mano ante cualquier dificultad. Además, parece que existen ciertos factores de riesgo. Y entre ellos está la edad: cuanto más joven sea el huésped, mayores serán las probabilidades de éxito. El chakra de uno se adaptará al del otro con mayor facilidad, y no se producirán problemas de rechazo.
Zetsuo se sentía orgulloso de servir con tal honor a su villa. Tener la oportunidad de ofrecer a su propia hija para que fuera la llave de la paz de Amegakure era una responsabilidad que cualquier otro shinobi envidiaría. Pero entonces, ¿por qué una parte de su alma se estremecía de terror y preocupación por mucho que tratara de contenerse?
Ayame fue la primera en entrar en la sala y lo primero que sintió fue un hormigueo recorriendo todo su cuerpo. A simple vista no había nada en aquella habitación vacía a la que la habían conducido Umiuma y los otros cuatro hombres, pero sentía que le costaba respirar, sentía que allí había algo de verdad. Acechándola.
—Vamos, pequeñaja, no tengas miedo —Umiuma la empujó con suavidad al interior, y los demás enmascarados se desplegaron por la habitación.
Ayame avanzó acongojada, aún con la extraña sensación de que algo tenía los ojos clavados en su delicado cuerpo. Cuando miró hacia arriba se dio cuenta de que el techo de la sala estaba tan alto que sólo podía sospechar que se encontraba más allá de la nebulosa de tinieblas que luchaba con sus afilados tentáculos contra la luz de las antorchas que crepitaban dispersas por doquier. De repente captó algo que atrapó su atención. Al principio había creído que la sala estaba completamente vacía, pero en la misma pared del fondo se alzaba una titánica urna de color blanco. Una serie de símbolos del color de la sangre discurrían sobre sus paredes como una serie de diminutas hormigas, pero Ayame no logró descifrarlas. De hecho hacía poco que había comenzado a aprender a leer, y lo único que supo identificar fue el carácter más grande de todos y en torno al que se expandían todos los demás: "Cinco".
«No me gusta...» Retrocedió un paso, con un gemido de angustia. No sabía explicar el por qué, pero el sentimiento que la había estado acosando desde que había puesto un pie en esa sala provenía de aquella vasija. «Es malo... me está mirando...» Se estremeció, sin poder evitarlo.
Casi pegó un brinco cuando sintió una mano cerrarse sobre su hombro.
—No tengas miedo. Conmigo estarás bien, ¿sí? —la voz de Umiuma era suave como el terciopelo, pero ni siquiera aquello logró aplacar su nerviosismo.
—¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Papá está enfadado conmigo? ¿Va a castigarme? —preguntó, temerosa. Aunque una parte de ella no quería escuchar la respuesta.
Umiuma suspiró ligeramente. Casi podía adivinarse una sonrisa en aquel gesto.
—¡Claro que no! —exclamó, pero el silencio que precedió a aquellas palabras le puso los pelos de punta.
—Todo está listo, Umiuma —aquella voz era de mujer y provenía de la que tenía la máscara del caballo. Umiuma se volvió hacia aquella, sumido en aquel tenso silencio.
—¿Listo para qué? —preguntó Ayame, incapaz de controlar los temblores que sacudían su pequeño cuerpo.
—Escucha, Ayame —Umiuma se volvió hacia ella. No era capaz de ver siquiera sus ojos, pero su voz sonó grave en aquella ocasión. El hombre colocó las manos sobre sus hombros—. No vamos a permitir que te pase nada malo, ¿sí? Pero tienes que confiar en nosotros —Ayame se mordió el labio inferior, insegura. El hombre enmascarado aprovechó ese silencio para volverse hacia la vasija—. Dentro de esa urna está encerrado un peligroso monstruo, un bijū... Concretamente, el de las cinco colas: Gobi.
La miró significativamente, y Ayame contuvo la respiración. Recordaba con todo lujo de detalles el cuento que les había contado su padre sobre los bijū y las antiguas aldeas la noche anterior. Pero el cuento se había hecho realidad, el monstruo había revivido de verdad y ahora parecía tener algo que ver con ella. ¿Pero el qué?
—Arashikage-sama te ha escogido para que seas la heroína de la aldea. La guardiana. Su llave de la paz. No podemos arriesgarnos a que se escape de nuevo y ocasione una catástrofe como las que destruyeron las cinco antiguas aldeas. Por eso... Sacaremos a ese monstruo de esa jaula y lo meteremos dentro de...
—¡NO! ¡No quiero! —exclamaba la pequeña Ayame, casi pataleando de puro terror—. ¿Por qué no se puede quedar ahí? ¿Por qué yo? ¿Por qué...?
No podían hacerlo. No podían convertirla a ella en un monstruo. Rompió a llorar entre delicados gemidos. Pero una parte de ella sabía que no tenía elección, que tenía que hacerlo. Su padre le había dicho que hiciera todo lo que le dijeran. Si no obedecía ahora, su padre y su hermano se enfadarían con ella...
Y el monstruo se los llevaría con mamá... La dejarían sola...
Umiuma la abrazó repentinamente, y la chiquilla tensó todos los músculos del cuerpo en un gesto inconsciente.
—Tranquila, no te pasará nada. No lo permitiré, ¿sí? Haciendo esto podrás proteger a toda la aldea del poder de ese monstruo. A tu papá y a tu hermano mayor. ¿No quieres eso?
Ayame volvía a morderse el labio inferior, incapaz de responder. Aprovechando aquel momento de vacilación, Umiuma la ayudó a desprenderse de su camiseta, y la empujó con suavidad hacia el centro de un círculo perfecto formado por los cuatro hombres hombres enmascarados. Él se unió a ellos tras dirigirle una última mirada.
—Comencemos —pronunció, y los cinco hombres comenzaron a entrelazar sus manos al unísono. Sus labios formulaban una serie de palabras que no alcanzó a comprender.
La vasija se agitó violentamente, y Ayame se volvió hacia ella con un brinco. Sus ojos volvieron a quedar atrapados por el hipnotizador recipiente. De su abertura había comenzado a manar una especie de energía blanquecina que fluía como la niebla y se dejaba caer por el efecto de la gravedad sobre las losas de piedra que conformaban el suelo. Ayame jadeó; pero, antes de que pudiera siquiera moverse, una oleada de energía brotó del contenedor y la sacudió como un baño de vapor ardiente. De aquella niebla se alzó una figura dantesca, colosal. Una figura que le hizo sentirse como una pequeña hormiga frente al ojo de un huracán. Una figura que parecía estar sacada de sus más terroríficas pesadillas: sus rasgos no estaban definidos, pero Ayame logró distinguir que se sostenía sobre cuatro patas, y que cinco jirones de aquella extraña energía ondulaban tras su cuerpo con violencia.
Por un momento sintió que las piernas le fallaban, pero alguien la sostuvo antes de que cayera al suelo. Repentinamente, un intenso quemazón le atravesó la espalda como una cuchilla al rojo vivo.
Recordaba haber gritado, pero no recordaba haber escuchado su voz. Un bramido agudo, gutural, sacado del más aterrador de los cuentos, se sobrepuso a su propia voz. El calor se extendió desde el centro de su espalda hasta abrasar sus brazos y sus piernas. Su cabeza parecía a punto de estallar... Y cuando no pudo soportarlo más y cerró los ojos, una serie de destellos del color de la sangre quemaron sus retinas antes de que todo se oscureciera a su alrededor.
Lo último que recordaría antes de perder la conciencia definitivamente sería la rampante voz de una mujer que gritaba, aullaba. Parecía terriblemente enfadada, y Ayame sintió un miedo tan primitivo que estremeció cada fibra de su ser.
¿Era mamá?
Ninguno de los dos infantes que le esperaban en el pasillo podía siquiera imaginar el tipo de diálogo que habían mantenido su padre y Yui, pero Ayame se estremeció al ver el rostro taciturno de Zetsuo. Parecía difícil de imaginar que su padre pudiera presentar un gesto aún más sombrío que el que tenía antes de entrar en aquel despacho. Por lo visto, se había equivocado terriblemente. Ni siquiera se le escapó el hecho de que ahora iba acompañado por un séquito de cinco hombres que no conocía. Todos ellos vestían con ropajes similares, como una especie de uniforme. Y todos ellos ocultaban sus rostros detrás de máscaras que representaban a un animal en concreto: Serpiente, caballo, pájaro, dragón, y caballito de mar.
Ayame se escondió tras la pierna de su hermano al verlos. No sabía quiénes eran aquellos tipos. No sabía qué querían. Y ni siquiera podía estar segura sobre si eran hombres o mujeres, viejos o jóvenes, feos o guapos...
Su padre la miró de manera significativa, y entonces se acuclilló para que sus ojos quedaran a la misma altura.
—Escucha, Ayame —aunque su tono de voz trataba de sonar conciliador, a Ayame no le pasó desapercibido el tinte preocupado que lo teñía. Nunca antes la había hablado de aquella manera—. Tienes que acompañar a estos hombres y hacer todo lo que ellos te digan. ¿Lo has entendido?
—¿Por qué? —replicó, aterrada—. ¿Quiénes son estos señores? No me gustan, papá...
Zetsuo dejó escapar el aire por la nariz en un quedo suspiro.
—Estos señores son ninjas de la confianza de Arashikage-sama, Ayame. No te pasará nada con ellos.
Pero Ayame se había sobresaltado repentinamente, y había vuelto a esconderse tras las piernas de su hermano. El de la máscara de caballito de mar se había agachado para situarse junto a Zetsuo, y el médico le dirigió una afilada mirada por el rabillo de sus ojos aguamarina.
—Hola, pequeñaja. Tú debes ser Ayame, ya estás hecha toda una señorita —su voz sonaba enlatada tras la máscara, pero sin duda era la de un hombre joven. Pero aunque sus palabras trataban de acercarla más a él, aquella careta se le antojaba terroríficamente siniestra. Ayame se encogió aún más sobre sí misma con un pequeño puchero y el hombre apoyó los antebrazos sobre las rodillas flexionadas—. Eh, eh, eh, no tienes nada que temer. Puedes llamarme Umiuma, ¿sí? Sólo quiero ser tu amigo.
La chiquilla le dirigió una interrogativa mirada a su padre, quien asintió lentamente.
—Ve con ellos, Ayame.
Umiuma le extendió la mano, y Ayame terminó por aceptar el gesto, aún a regañadientes. Los dedos del hombre se cerraron en torno a la delicada manita de la pequeña. Se reincorporó y comenzó a empujarla con él con suavidad. Los otros cuatro enmascarados custodiaban sus espaldas, y Ayame miró hacia atrás un último instante, acongojada.
—Papi... Hermano...
No entendía qué estaba pasando, pero tenía un mal sentimiento al respecto. ¿Acaso habría hecho algo malo? ¿Su padre se habría hartado de ella por cualquier razón? Una lágrima se deslizó por su mejilla con lentitud.
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—¿Qué significa todo esto, padre? ¿Qué es lo que quieren de Ayame?
Con la espalda apoyada en la pared más cercana, la voz de Kōri le sorprendió. Zetsuo dejó escapar un profundo suspiro y alzó la mirada hacia un punto inexistente en el techo.
—Yui-sama me ha comunicado que el Consejo de Kage de Uzushiogakure, Kusagakure y Amegakure ha decidido lo que van a hacer con el bijū que conseguimos reducir —hizo una breve pausa, pero la apremiante mirada que le dirigió su hijo le invitó a continuar—. Esos shinobi que acabas de ver están especializados en el arte del sellado. Al parecer, han conseguido desarrollar una técnica para a esos monstruos dentro de cuerpos humanos. Encerrarlos en vasijas conlleva más riesgos a efectos prácticos, por lo que a medida que vayan reapareciendo, los Kage crearán lo que ellos han llamado "jinchūriki", o prisiones humanas, para custodiar su poder y evitar que ocurran de nuevo las calamidades del pasado.
No le pasó desapercibido que el rostro de Kōri, ya de por sí marmóreo, se había vuelto del color de la leche en cuestión de segundos.
—Y Ayame va a ser la primera "jinchūriki" —afirmó—. Deberían haberme escogido a mí en su lugar, padre. Es Ayame: una niña infantil, caprichosa y muy asustadiza. No va a poder llevar una carga así.
Zetsuo se quedó pensativo unos instantes. Era consciente de que su hijo no dudaría a la hora de proteger y sacrificarse por su hermana pequeña, ya lo había demostrado todos aquellos años. Pero también sabía que el chico no rehusaría obedecer la orden de un superior para proteger la aldea, cualesquiera que fueran las consecuencias. Le había educado para ello, después de todo.
—La razón de que sea Ayame la elegida para el proyecto es que ya han comprobado que ella es compatible. Tú no lo eres. —replicó, crudo.
—¿Acaso es la única persona compatible en toda la aldea?
—No. Seguro que hay decenas, pero ya sabes que Shiruka era una buena amiga de la Arashikage. Eso nos convierte en un grupo cercano a la líder de la aldea, por lo que podrá protegerla mejor que si fuera cualquier otro desconocido. Nos tenderá una mano ante cualquier dificultad. Además, parece que existen ciertos factores de riesgo. Y entre ellos está la edad: cuanto más joven sea el huésped, mayores serán las probabilidades de éxito. El chakra de uno se adaptará al del otro con mayor facilidad, y no se producirán problemas de rechazo.
Zetsuo se sentía orgulloso de servir con tal honor a su villa. Tener la oportunidad de ofrecer a su propia hija para que fuera la llave de la paz de Amegakure era una responsabilidad que cualquier otro shinobi envidiaría. Pero entonces, ¿por qué una parte de su alma se estremecía de terror y preocupación por mucho que tratara de contenerse?
«Cuídala... Ayame... Debe crecer fuerte y sana...»
...
Ayame fue la primera en entrar en la sala y lo primero que sintió fue un hormigueo recorriendo todo su cuerpo. A simple vista no había nada en aquella habitación vacía a la que la habían conducido Umiuma y los otros cuatro hombres, pero sentía que le costaba respirar, sentía que allí había algo de verdad. Acechándola.
—Vamos, pequeñaja, no tengas miedo —Umiuma la empujó con suavidad al interior, y los demás enmascarados se desplegaron por la habitación.
Ayame avanzó acongojada, aún con la extraña sensación de que algo tenía los ojos clavados en su delicado cuerpo. Cuando miró hacia arriba se dio cuenta de que el techo de la sala estaba tan alto que sólo podía sospechar que se encontraba más allá de la nebulosa de tinieblas que luchaba con sus afilados tentáculos contra la luz de las antorchas que crepitaban dispersas por doquier. De repente captó algo que atrapó su atención. Al principio había creído que la sala estaba completamente vacía, pero en la misma pared del fondo se alzaba una titánica urna de color blanco. Una serie de símbolos del color de la sangre discurrían sobre sus paredes como una serie de diminutas hormigas, pero Ayame no logró descifrarlas. De hecho hacía poco que había comenzado a aprender a leer, y lo único que supo identificar fue el carácter más grande de todos y en torno al que se expandían todos los demás: "Cinco".
«No me gusta...» Retrocedió un paso, con un gemido de angustia. No sabía explicar el por qué, pero el sentimiento que la había estado acosando desde que había puesto un pie en esa sala provenía de aquella vasija. «Es malo... me está mirando...» Se estremeció, sin poder evitarlo.
Casi pegó un brinco cuando sintió una mano cerrarse sobre su hombro.
—No tengas miedo. Conmigo estarás bien, ¿sí? —la voz de Umiuma era suave como el terciopelo, pero ni siquiera aquello logró aplacar su nerviosismo.
—¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Papá está enfadado conmigo? ¿Va a castigarme? —preguntó, temerosa. Aunque una parte de ella no quería escuchar la respuesta.
Umiuma suspiró ligeramente. Casi podía adivinarse una sonrisa en aquel gesto.
—¡Claro que no! —exclamó, pero el silencio que precedió a aquellas palabras le puso los pelos de punta.
—Todo está listo, Umiuma —aquella voz era de mujer y provenía de la que tenía la máscara del caballo. Umiuma se volvió hacia aquella, sumido en aquel tenso silencio.
—¿Listo para qué? —preguntó Ayame, incapaz de controlar los temblores que sacudían su pequeño cuerpo.
—Escucha, Ayame —Umiuma se volvió hacia ella. No era capaz de ver siquiera sus ojos, pero su voz sonó grave en aquella ocasión. El hombre colocó las manos sobre sus hombros—. No vamos a permitir que te pase nada malo, ¿sí? Pero tienes que confiar en nosotros —Ayame se mordió el labio inferior, insegura. El hombre enmascarado aprovechó ese silencio para volverse hacia la vasija—. Dentro de esa urna está encerrado un peligroso monstruo, un bijū... Concretamente, el de las cinco colas: Gobi.
La miró significativamente, y Ayame contuvo la respiración. Recordaba con todo lujo de detalles el cuento que les había contado su padre sobre los bijū y las antiguas aldeas la noche anterior. Pero el cuento se había hecho realidad, el monstruo había revivido de verdad y ahora parecía tener algo que ver con ella. ¿Pero el qué?
—Arashikage-sama te ha escogido para que seas la heroína de la aldea. La guardiana. Su llave de la paz. No podemos arriesgarnos a que se escape de nuevo y ocasione una catástrofe como las que destruyeron las cinco antiguas aldeas. Por eso... Sacaremos a ese monstruo de esa jaula y lo meteremos dentro de...
—¡NO! ¡No quiero! —exclamaba la pequeña Ayame, casi pataleando de puro terror—. ¿Por qué no se puede quedar ahí? ¿Por qué yo? ¿Por qué...?
No podían hacerlo. No podían convertirla a ella en un monstruo. Rompió a llorar entre delicados gemidos. Pero una parte de ella sabía que no tenía elección, que tenía que hacerlo. Su padre le había dicho que hiciera todo lo que le dijeran. Si no obedecía ahora, su padre y su hermano se enfadarían con ella...
Y el monstruo se los llevaría con mamá... La dejarían sola...
Umiuma la abrazó repentinamente, y la chiquilla tensó todos los músculos del cuerpo en un gesto inconsciente.
—Tranquila, no te pasará nada. No lo permitiré, ¿sí? Haciendo esto podrás proteger a toda la aldea del poder de ese monstruo. A tu papá y a tu hermano mayor. ¿No quieres eso?
Ayame volvía a morderse el labio inferior, incapaz de responder. Aprovechando aquel momento de vacilación, Umiuma la ayudó a desprenderse de su camiseta, y la empujó con suavidad hacia el centro de un círculo perfecto formado por los cuatro hombres hombres enmascarados. Él se unió a ellos tras dirigirle una última mirada.
—Comencemos —pronunció, y los cinco hombres comenzaron a entrelazar sus manos al unísono. Sus labios formulaban una serie de palabras que no alcanzó a comprender.
La vasija se agitó violentamente, y Ayame se volvió hacia ella con un brinco. Sus ojos volvieron a quedar atrapados por el hipnotizador recipiente. De su abertura había comenzado a manar una especie de energía blanquecina que fluía como la niebla y se dejaba caer por el efecto de la gravedad sobre las losas de piedra que conformaban el suelo. Ayame jadeó; pero, antes de que pudiera siquiera moverse, una oleada de energía brotó del contenedor y la sacudió como un baño de vapor ardiente. De aquella niebla se alzó una figura dantesca, colosal. Una figura que le hizo sentirse como una pequeña hormiga frente al ojo de un huracán. Una figura que parecía estar sacada de sus más terroríficas pesadillas: sus rasgos no estaban definidos, pero Ayame logró distinguir que se sostenía sobre cuatro patas, y que cinco jirones de aquella extraña energía ondulaban tras su cuerpo con violencia.
Por un momento sintió que las piernas le fallaban, pero alguien la sostuvo antes de que cayera al suelo. Repentinamente, un intenso quemazón le atravesó la espalda como una cuchilla al rojo vivo.
Recordaba haber gritado, pero no recordaba haber escuchado su voz. Un bramido agudo, gutural, sacado del más aterrador de los cuentos, se sobrepuso a su propia voz. El calor se extendió desde el centro de su espalda hasta abrasar sus brazos y sus piernas. Su cabeza parecía a punto de estallar... Y cuando no pudo soportarlo más y cerró los ojos, una serie de destellos del color de la sangre quemaron sus retinas antes de que todo se oscureciera a su alrededor.
Lo último que recordaría antes de perder la conciencia definitivamente sería la rampante voz de una mujer que gritaba, aullaba. Parecía terriblemente enfadada, y Ayame sintió un miedo tan primitivo que estremeció cada fibra de su ser.
¿Era mamá?
Capítulo IV - Advertencia
La operación había durado más de lo que podrían haber previsto. En realidad, no deberían haber tardado más de diez minutos. Veinte, si se demoraban demasiado. Pero aunque Ayame había terminado por resignarse a su deber, el bijū se había resistido con uñas y dientes. Una hora después, la pequeña se recuperaba en una camilla en una habitación privada y asegurada con esmero.
«Si hubiésemos contado con más hombres...» Se dijo, con un profundo suspiro de cansancio. Habían sido cinco; pero, en realidad, los que habían participado activamente en el proceso de sellado habían sido dos: Caballo y dragón. Serpiente y Pájaro habían sido los encargados de asegurar la protección de la sala. Y él, el de asegurar el bienestar de la nueva jinchūriki.
Ni siquiera se sorprendió cuando salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí y vio a Aotsuki Zetsuo plantado allí, con la espalda apoyada en la pared. No había rastro de su otro hijo.
—Todo ha ido bien —le dijo, aunque el hombre no había abierto siquiera la boca. Sus ojos hablaban por él, y estaban clavados en él. Odiaba aquella mirada—. Ahora mismo, Ayame está descansando. Se despertará dentro de un par de horas, aproximadamente, y entonces podréis verla.
Zetsuo seguía mirándole con aquellos ojos de águila.
—¿Por qué habéis tardado tanto? Dijisteis que el proceso no llevaría más de media hora, como mucho —había entrecerrado los ojos, el color aguamarina apenas era visible en aquellas finas hendiduras que habían creado sus párpados.
Cambió el peso de una pierna a la otra, incómodo.
—Hubo algunos contratiempos, sobre todo con el bijū. Ese bicho no estaba dispuesto a quedarse quieto de ningún modo. Chillaba como un caballo en celo —hizo una breve pausa, y al cabo de algunos segundos suspiró—. Esto no es un tema relevante al sellado del bijū y a la conversión de tu hija en jinchūriki, pero debo decírtelo de igual manera: Estáis en problemas.
Zetsuo entrecerró aún más los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Mientras estaba sujetándola para que no se moviera durante el sellado, uno de sus brazos... se deshizo en agua.
La tensión en el ambiente se condensó. Zetsuo permanecía con su rostro marmóreo, imperturbable. No pareció extrañado, pero tampoco pedía más explicaciones al respecto. Y sin embargo...
—Ha heredado el Kekkei Genkai de su madre, ya sabes lo que eso significa.
Zetsuo separó la espalda de la pared, pero sus ojos permanecían fijos sobre él. Por un momento, se asemejaba más a un águila preparándose para abalanzarse sobre su presa que a un hombre.
—¿Qué significa? —preguntó. Pero no era una pregunta de ignorancia, sino una amenaza disfrazada de ingenuidad.
—Que no tardarán en enterarse y vendrán a por ella, ya sabes cómo son.
—Ella es una Aotsuki.
—Una Aotsuki con las habilidades de un Hōzuki. Reclamarán ese poder como suyo. Lo sabes muy bien, Zetsuo.
—¿Acaso es una amenaza, Karoi?
El hombre volvió a suspirar. Después de toda la operación estaba demasiado cansado para tolerar el humor del viejo médico. Volvió a removerse y echó a andar. No le preocupaba la presencia de Zetsuo en mitad del pasillo, pero cuando pasó junto a él dejó caer sus últimas palabras:
—No es una amenaza. Es una advertencia.
Se arrancó la máscara del caballito de mar del rostro y respiró hondo, aliviado de catar el aire fresco de nuevo. Su misión había concluido por el momento.
«Si hubiésemos contado con más hombres...» Se dijo, con un profundo suspiro de cansancio. Habían sido cinco; pero, en realidad, los que habían participado activamente en el proceso de sellado habían sido dos: Caballo y dragón. Serpiente y Pájaro habían sido los encargados de asegurar la protección de la sala. Y él, el de asegurar el bienestar de la nueva jinchūriki.
Ni siquiera se sorprendió cuando salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí y vio a Aotsuki Zetsuo plantado allí, con la espalda apoyada en la pared. No había rastro de su otro hijo.
—Todo ha ido bien —le dijo, aunque el hombre no había abierto siquiera la boca. Sus ojos hablaban por él, y estaban clavados en él. Odiaba aquella mirada—. Ahora mismo, Ayame está descansando. Se despertará dentro de un par de horas, aproximadamente, y entonces podréis verla.
Zetsuo seguía mirándole con aquellos ojos de águila.
—¿Por qué habéis tardado tanto? Dijisteis que el proceso no llevaría más de media hora, como mucho —había entrecerrado los ojos, el color aguamarina apenas era visible en aquellas finas hendiduras que habían creado sus párpados.
Cambió el peso de una pierna a la otra, incómodo.
—Hubo algunos contratiempos, sobre todo con el bijū. Ese bicho no estaba dispuesto a quedarse quieto de ningún modo. Chillaba como un caballo en celo —hizo una breve pausa, y al cabo de algunos segundos suspiró—. Esto no es un tema relevante al sellado del bijū y a la conversión de tu hija en jinchūriki, pero debo decírtelo de igual manera: Estáis en problemas.
Zetsuo entrecerró aún más los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Mientras estaba sujetándola para que no se moviera durante el sellado, uno de sus brazos... se deshizo en agua.
La tensión en el ambiente se condensó. Zetsuo permanecía con su rostro marmóreo, imperturbable. No pareció extrañado, pero tampoco pedía más explicaciones al respecto. Y sin embargo...
—Ha heredado el Kekkei Genkai de su madre, ya sabes lo que eso significa.
Zetsuo separó la espalda de la pared, pero sus ojos permanecían fijos sobre él. Por un momento, se asemejaba más a un águila preparándose para abalanzarse sobre su presa que a un hombre.
—¿Qué significa? —preguntó. Pero no era una pregunta de ignorancia, sino una amenaza disfrazada de ingenuidad.
—Que no tardarán en enterarse y vendrán a por ella, ya sabes cómo son.
—Ella es una Aotsuki.
—Una Aotsuki con las habilidades de un Hōzuki. Reclamarán ese poder como suyo. Lo sabes muy bien, Zetsuo.
—¿Acaso es una amenaza, Karoi?
El hombre volvió a suspirar. Después de toda la operación estaba demasiado cansado para tolerar el humor del viejo médico. Volvió a removerse y echó a andar. No le preocupaba la presencia de Zetsuo en mitad del pasillo, pero cuando pasó junto a él dejó caer sus últimas palabras:
—No es una amenaza. Es una advertencia.
Se arrancó la máscara del caballito de mar del rostro y respiró hondo, aliviado de catar el aire fresco de nuevo. Su misión había concluido por el momento.
Capítulo V - Nos pertenece
Ayame tuvo que quedarse algunos días en cama.
No había tardado en recuperarse del sellado del bijū en su cuerpo, pero el proceso de adaptación pareció llevar más tiempo del esperado y arrastró a la pequeña a sufrir una intensa fatiga que le impidió seguir con su vida habitual. Fue en esa época cuando la niña siempre alegre y despreocupada desarrolló su actual nictofobia. Se despertaba continuamente en mitad de la noche entre alaridos de terror y sudores fríos. Nunca quiso hablar de sus pesadillas con nadie más, pero pronto adoptó una costumbre que a su padre no le hizo ninguna gracia: colarse en su cama mientras él dormía.
Zetsuo sabía que dejar que su hija durmiera en su cama no era un atajo para resolver su repentino miedo a la oscuridad, sino un agravante. Por esa razón optó por echar el pestillo a la puerta de su habitación todas y cada una de las noches. Poco tardaría en darse cuenta de que aquel gesto era inútil, pues Ayame comenzó a colarse en el cuarto de su hermano mayor. Y en el momento en que Kōri imitó a su padre, la encontraron más de una noche hecha un ovillo en mitad del pasillo llorando desconsoladamente.
Por si no fuera suficiente, las amenazas de Karoi no tardaron en cumplirse y el huracán alimentado por las aguas del océano no tardó en presentarse en su casa.
Un cegador destello atravesó sus párpados firmemente cerrados, y el estallido de un trueno justo por encima de su casa retumbó por cada fibra de su ser. Ayame se encogió violentamente sobre sí misma, entre lastimeros gemidos de terror. Se había hecho un ovillo, refugiada bajo todas las mantas que había encontrado en su habitación. Pero sabía que no era eso lo que verdaderamente necesitaba. Los demonios que la acosaban en sus pesadillas estaban en el interior de su cabeza, y ni un millar de mantas podrían protegerla de ellos.
—Necesito agua...
Temblorosa como un cervatillo, se atrevió a levantarse de su cama y avanzó a tientas hacia la salida de su cuarto. Le alivió comprobar que su padre no había cumplido su amenaza de encerrarla allí si volvía a colarse en otra habitación que no fuera la suya. Estiró el brazo para abrir la puerta corredera y salió al pasillo. No se fijó siquiera en que, al fondo, la habitación de su padre estaba abierta de par en par. Ajena a aquella extraña circunstancia, comenzó a avanzar con cuidado de no hacer ruido y cumplir su propósito de ir a la cocina para poder saciar su sed.
Pero fue el sonido de unas voces desconocidas en la puerta de entrada lo que le hizo frenar en seco.
—...perfectamente a qué hemos venido, Zetsuo —alcanzó a escuchar. El propietario de aquella voz no parecía hacer ningún tipo de esfuerzo en no querer ser escuchado pese a las altas horas de la noche que eran. Sin duda era un hombre adulto. Quizás, de una edad similar a la de su padre.
«¿Quiénes son?» Se preguntó Ayame, asomando la cabeza tras una esquina. Pero desde su posición sólo alcanzaba a ver la espalda de Zetsuo, que se alzaba imponente en el recibidor.
—La niña nos pertenece, es una Hōzuki.
—Es curioso que me exijáis algo así casi cuatro años después de su nacimiento. ¿Qué os ha demorado tanto? ¿O quizás no es una mera casualidad y estáis buscando algo más que a una simple Hōzuki? ¿Buscáis a la jinchūriki?
Un tenso silencio se adueñó de la estancia y Ayame contuvo la respiración con el corazón latiéndole con fuerza. ¿La estaban buscando a ella? ¿Pero por qué? ¿Y quiénes eran esos hombres? Sentía la boca seca. Tenía una terrible necesidad de beber. Pero se había quedado clavada en el sitio, incapaz de moverse siquiera.
—Ese tema no entra dentro de lo que nos concierne aquí y ahora. ¡Danos a la muchacha, Zetsuo!
—Ni hablar.
—Calma, por favor. Piénsalo con detenimiento. Ayame es una Hōzuki, debe estar con su clan, es lo natural. En esta familia no hay ningún representante que le pueda ayudar a desarrollar su poder correctamente. Aquí solo se estancará. Estará mucho mejor bajo nuestro tutelaje, y tú podrás ir a verla cuando lo desees. No te la estamos arrancando de los brazos, sólo queremos que crezca como una kunoichi poderosa.
—¿Acaso estáis sordos, o qué cojones os pasa? Ayame es una Aotsuki, y como tal está bajo mi custodia. No os la entregaré a vosotros ni a nadie que ose venir a esta casa con gilipolleces como estas —Zetsuo empujó la puerta, dispuesto a cortar de raíz la conversación, pero Ayame escuchó un golpe seco, y la puerta se detuvo.
—Nuestro líder no estará satisfecho con tu respuesta, Aotsuki Zetsuo. Esto no quedará así. Sea como sea, ella será nuestra.
—Intentadlo —Zetsuo pronunció aquella simple palabra en apenas un susurro, pero de alguna manera se escuchó en todos y cada uno de los rincones de la casa, calando en los oídos de los presentes como un furioso maremoto.
Ayame se estremeció violentamente, y entonces se dio cuenta de que le temblaban las manos y las piernas.
Un último portazo zanjó la conversación. Su padre suspiró, como si con aquello se quitara un gran peso de la espalda. Se dio la vuelta y allí la sorprendió, acuclillada tras la esquina, aferrándose con fuerza a la pared y las lágrimas deslizándose por sus mejillas.
—Yo... no quiero irme... —murmuró, con un hilo de voz—. No quiero... abandonaros...
Zetsuo no respondió. Se quedó mirándola unos instantes que se le hicieron eternos y después escuchó el sonido de sus pasos avanzando por el pasillo. Una mano se apoyó sobre la cabeza de la pequeña, revolviendo sus cabellos.
—Vete a dormir, niña.
No había tardado en recuperarse del sellado del bijū en su cuerpo, pero el proceso de adaptación pareció llevar más tiempo del esperado y arrastró a la pequeña a sufrir una intensa fatiga que le impidió seguir con su vida habitual. Fue en esa época cuando la niña siempre alegre y despreocupada desarrolló su actual nictofobia. Se despertaba continuamente en mitad de la noche entre alaridos de terror y sudores fríos. Nunca quiso hablar de sus pesadillas con nadie más, pero pronto adoptó una costumbre que a su padre no le hizo ninguna gracia: colarse en su cama mientras él dormía.
Zetsuo sabía que dejar que su hija durmiera en su cama no era un atajo para resolver su repentino miedo a la oscuridad, sino un agravante. Por esa razón optó por echar el pestillo a la puerta de su habitación todas y cada una de las noches. Poco tardaría en darse cuenta de que aquel gesto era inútil, pues Ayame comenzó a colarse en el cuarto de su hermano mayor. Y en el momento en que Kōri imitó a su padre, la encontraron más de una noche hecha un ovillo en mitad del pasillo llorando desconsoladamente.
Por si no fuera suficiente, las amenazas de Karoi no tardaron en cumplirse y el huracán alimentado por las aguas del océano no tardó en presentarse en su casa.
...
Un cegador destello atravesó sus párpados firmemente cerrados, y el estallido de un trueno justo por encima de su casa retumbó por cada fibra de su ser. Ayame se encogió violentamente sobre sí misma, entre lastimeros gemidos de terror. Se había hecho un ovillo, refugiada bajo todas las mantas que había encontrado en su habitación. Pero sabía que no era eso lo que verdaderamente necesitaba. Los demonios que la acosaban en sus pesadillas estaban en el interior de su cabeza, y ni un millar de mantas podrían protegerla de ellos.
—Necesito agua...
Temblorosa como un cervatillo, se atrevió a levantarse de su cama y avanzó a tientas hacia la salida de su cuarto. Le alivió comprobar que su padre no había cumplido su amenaza de encerrarla allí si volvía a colarse en otra habitación que no fuera la suya. Estiró el brazo para abrir la puerta corredera y salió al pasillo. No se fijó siquiera en que, al fondo, la habitación de su padre estaba abierta de par en par. Ajena a aquella extraña circunstancia, comenzó a avanzar con cuidado de no hacer ruido y cumplir su propósito de ir a la cocina para poder saciar su sed.
Pero fue el sonido de unas voces desconocidas en la puerta de entrada lo que le hizo frenar en seco.
—...perfectamente a qué hemos venido, Zetsuo —alcanzó a escuchar. El propietario de aquella voz no parecía hacer ningún tipo de esfuerzo en no querer ser escuchado pese a las altas horas de la noche que eran. Sin duda era un hombre adulto. Quizás, de una edad similar a la de su padre.
«¿Quiénes son?» Se preguntó Ayame, asomando la cabeza tras una esquina. Pero desde su posición sólo alcanzaba a ver la espalda de Zetsuo, que se alzaba imponente en el recibidor.
—La niña nos pertenece, es una Hōzuki.
—Es curioso que me exijáis algo así casi cuatro años después de su nacimiento. ¿Qué os ha demorado tanto? ¿O quizás no es una mera casualidad y estáis buscando algo más que a una simple Hōzuki? ¿Buscáis a la jinchūriki?
Un tenso silencio se adueñó de la estancia y Ayame contuvo la respiración con el corazón latiéndole con fuerza. ¿La estaban buscando a ella? ¿Pero por qué? ¿Y quiénes eran esos hombres? Sentía la boca seca. Tenía una terrible necesidad de beber. Pero se había quedado clavada en el sitio, incapaz de moverse siquiera.
—Ese tema no entra dentro de lo que nos concierne aquí y ahora. ¡Danos a la muchacha, Zetsuo!
—Ni hablar.
—Calma, por favor. Piénsalo con detenimiento. Ayame es una Hōzuki, debe estar con su clan, es lo natural. En esta familia no hay ningún representante que le pueda ayudar a desarrollar su poder correctamente. Aquí solo se estancará. Estará mucho mejor bajo nuestro tutelaje, y tú podrás ir a verla cuando lo desees. No te la estamos arrancando de los brazos, sólo queremos que crezca como una kunoichi poderosa.
—¿Acaso estáis sordos, o qué cojones os pasa? Ayame es una Aotsuki, y como tal está bajo mi custodia. No os la entregaré a vosotros ni a nadie que ose venir a esta casa con gilipolleces como estas —Zetsuo empujó la puerta, dispuesto a cortar de raíz la conversación, pero Ayame escuchó un golpe seco, y la puerta se detuvo.
—Nuestro líder no estará satisfecho con tu respuesta, Aotsuki Zetsuo. Esto no quedará así. Sea como sea, ella será nuestra.
—Intentadlo —Zetsuo pronunció aquella simple palabra en apenas un susurro, pero de alguna manera se escuchó en todos y cada uno de los rincones de la casa, calando en los oídos de los presentes como un furioso maremoto.
Ayame se estremeció violentamente, y entonces se dio cuenta de que le temblaban las manos y las piernas.
Un último portazo zanjó la conversación. Su padre suspiró, como si con aquello se quitara un gran peso de la espalda. Se dio la vuelta y allí la sorprendió, acuclillada tras la esquina, aferrándose con fuerza a la pared y las lágrimas deslizándose por sus mejillas.
—Yo... no quiero irme... —murmuró, con un hilo de voz—. No quiero... abandonaros...
Zetsuo no respondió. Se quedó mirándola unos instantes que se le hicieron eternos y después escuchó el sonido de sus pasos avanzando por el pasillo. Una mano se apoyó sobre la cabeza de la pequeña, revolviendo sus cabellos.
—Vete a dormir, niña.
Capítulo VI - Miedo creciente
No se volvió a mencionar lo sucedido aquella noche. Ayame no preguntó al respecto, ni su padre dio ningún tipo de explicación. Pasaban los meses, y a cada día que pasaba los recuerdos de los sucedido se fue difuminando en sus mentes como si de una mala pesadilla se tratara.
Cuando Ayame cumplió los seis años, Zetsuo decidió ingresarla en el Torreón de la Academia. Convertirla en una kunoichi hecha y derecha, que superara sus propios miedos; y, sobre todo, que fuera capaz de defenderse, era su objetivo principal. Siendo la jinchūriki y con la sombra del agua amenazándola, lo iba a necesitar más que nunca. Cual sería su sorpresa al descubrir que, lejos de resistirse o refunfuñar frente a su destino, Ayame mostró una emocionada predisposición que logró dejarle perplejo.
Quería seguir los pasos de su hermano. Quería jugar a esos divertidos ejercicios que había compartido con él cuando era más pequeña.
De esa manera, comenzó las clases en el siguiente año académico. Para su sorpresa, coincidió en clase con un vecino de su mismo edificio: Hanaiko Daruu. Pero lejos de lo que podría ser lo previsible, Ayame mantuvo las distancias, tímida, y apenas llegaron a cruzar alguna que otra palabra cuando era estrictamente necesario. Aún así, todo iba como la seda, y así lo reflejaba su rostro inmensamente feliz. Cada día se despertaba con ganas de volver a la academia y aprender algo nuevo. Se divertía, y gracias a su actitud positiva hacía grandes progresos rápidamente.
Hasta que llegaron los problemas...
—¡Eh! ¿Qué es eso que tienes en la frente? ¿Acaso eres un alien? ¡Mirad todos, Ayame es un extraterrestre! ¡ALIEN! ¡ALIEN!
Un grupo de abusones había centrado su atención en la Ayame. Todo por culpa de la marca de nacimiento propia de su familia que lucía en la frente. Al principio trató de no darle importancia... Pero la chiquilla era más inofensiva que un cervatillo, y al negarse a defenderse...
—Vamos, niñata, dame dinero para el almuerzo. Y como se te ocurra contárselo a alguien te daremos tal paliza que te arrancaremos los dientes de tu fea cara.
A los insultos se sumaron las extorsiones. Ayame siempre calló, jamás dijo una palabra de lo que le estaba ocurriendo. Quizás por miedo a las amenazas, quizás por miedo a decepcionar a su familia...
Fuera la razón que fuera, lo cierto fue que la situación cada vez se repetía con más frecuencia. Ayame se separó de sus compañeros de clase, se aisló en una burbuja de autocompasión, comenzó a anudarse tiras de tela en torno a la frente como si ello fuera a conseguir hacer desaparecer los insultos...
Y cada día llegaba más y más triste a casa.
Su padre le preguntó, mil y una veces. Ella le esquivó con mil y una evasivas. Finalmente, se aisló también de su familia. Incluso su relación con su inseparable hermano se enfrió. Y su rendimiento académico terminó por resentirse.
Aquello le supuso cierto retraso con respecto a sus compañeros, pero reuniendo todo el valor que le quedaba y el deseo de liberarse de las garras de los matones, Ayame obtuvo la bandana que la identificaba como genin de Amegakure de manos de su tutor cuando estaba a punto de cumplir los catorce años.
Cuando Ayame cumplió los seis años, Zetsuo decidió ingresarla en el Torreón de la Academia. Convertirla en una kunoichi hecha y derecha, que superara sus propios miedos; y, sobre todo, que fuera capaz de defenderse, era su objetivo principal. Siendo la jinchūriki y con la sombra del agua amenazándola, lo iba a necesitar más que nunca. Cual sería su sorpresa al descubrir que, lejos de resistirse o refunfuñar frente a su destino, Ayame mostró una emocionada predisposición que logró dejarle perplejo.
Quería seguir los pasos de su hermano. Quería jugar a esos divertidos ejercicios que había compartido con él cuando era más pequeña.
De esa manera, comenzó las clases en el siguiente año académico. Para su sorpresa, coincidió en clase con un vecino de su mismo edificio: Hanaiko Daruu. Pero lejos de lo que podría ser lo previsible, Ayame mantuvo las distancias, tímida, y apenas llegaron a cruzar alguna que otra palabra cuando era estrictamente necesario. Aún así, todo iba como la seda, y así lo reflejaba su rostro inmensamente feliz. Cada día se despertaba con ganas de volver a la academia y aprender algo nuevo. Se divertía, y gracias a su actitud positiva hacía grandes progresos rápidamente.
Hasta que llegaron los problemas...
—¡Eh! ¿Qué es eso que tienes en la frente? ¿Acaso eres un alien? ¡Mirad todos, Ayame es un extraterrestre! ¡ALIEN! ¡ALIEN!
Un grupo de abusones había centrado su atención en la Ayame. Todo por culpa de la marca de nacimiento propia de su familia que lucía en la frente. Al principio trató de no darle importancia... Pero la chiquilla era más inofensiva que un cervatillo, y al negarse a defenderse...
—Vamos, niñata, dame dinero para el almuerzo. Y como se te ocurra contárselo a alguien te daremos tal paliza que te arrancaremos los dientes de tu fea cara.
A los insultos se sumaron las extorsiones. Ayame siempre calló, jamás dijo una palabra de lo que le estaba ocurriendo. Quizás por miedo a las amenazas, quizás por miedo a decepcionar a su familia...
Fuera la razón que fuera, lo cierto fue que la situación cada vez se repetía con más frecuencia. Ayame se separó de sus compañeros de clase, se aisló en una burbuja de autocompasión, comenzó a anudarse tiras de tela en torno a la frente como si ello fuera a conseguir hacer desaparecer los insultos...
Y cada día llegaba más y más triste a casa.
Su padre le preguntó, mil y una veces. Ella le esquivó con mil y una evasivas. Finalmente, se aisló también de su familia. Incluso su relación con su inseparable hermano se enfrió. Y su rendimiento académico terminó por resentirse.
Aquello le supuso cierto retraso con respecto a sus compañeros, pero reuniendo todo el valor que le quedaba y el deseo de liberarse de las garras de los matones, Ayame obtuvo la bandana que la identificaba como genin de Amegakure de manos de su tutor cuando estaba a punto de cumplir los catorce años.
Ahora es cuando comienza la verdadera historia de Aotsuki Ayame. En la primavera del año 200...