Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
¡La Primavera! Probablemente la estación favorita de cualquier habitante de Hi no Kuni que se preciase de serlo. Lejos de los gélidos vientos invernales, las lluvias otoñales y el calor abrasador del Verano, la Primavera era aquella época del año en la que los bosques y montes del país lucían más verdes, floridos y frescos que nunca. Incluso el ambiente primaveral parecía haber añadido una nota festiva a la enorme urbe de Tanzaku Gai aquel día, como si sus calles pareciesen menos abarrotadas y su bullicio más amable. Uno podría jurar que incluso la gente parecía de mejor humor, con el Sol brillando sobre sus cabezas tras los duros meses de Otoño e Invierno, el sake tenía mejor sabor, y la comida lucía más jugosa. No resultaba extraño, pues, que el famoso —o al menos a él le gustaba pensar que lo era— mago Don Prodigio y su compañía de ayudantes hubieran elegido aquel día para anunciar su fabuloso espectáculo de magia.
«¡Damas y caballeros, niños y niñas! ¡Se hace saber que durante el día de hoy, el misterioso prestidigitador conocido como Don Prodigio y su compañía intinerante están en la ciudad! ¡Vayan a disfrutar del espectáculo en la Plaza del Mercado!»
Pese a que el autodeclarado mago contaba con una compañía muy modesta, que podía resumirse en un par de ayudantes de escenario, una malabarista, una trafaguego de piel bronceada venida de Kaze no Kuni y un corpulento hombretón que hacía las veces de mozo de cuadra y guardaespaldas, el mensaje había sido pregonado a los cuatro vientos con sorprendente eficacia. El Sol apenas había llegado a su punto más alto del día cuando la Plaza del Mercado, llamada así porque allí solían ubicarse todo tipo de vendedores ambulantes, comerciantes y otras gentes de ingenio agudo y gusto por el color verde, ya estaba abarrotada de transeútes. No todos estaban allí para ver el espectáculo de Don Prodigio —aunque él solía omitir esa clase de detalles cuando hablaba de sus actuaciones—, pero sí que se podía ver a un buen gentío congregado en torno al precario escenario de madera que habían montado en un extremo de la plaza. El modesto carromato en el que viajaba la compañía —junto con sus bártulos— se encontraba aparcado tras el mismo.
En una consecuencia apenas lógica de tal evento, no faltaban entre el público raterillos, timadores y otras gentes de malvivir que quisieran aprovechar la ocasión para sacar una buena tajada de algún asistente menos espabilado de la cuenta. También vendedores de baratijas supuestamente mágicas, bálsamos de Fierabrás, abalorios y similares recorrían el bullicio anunciando "a puerta caliente" sus productos. En una noble medianía entre ambos grupos —el de los carteristas y el de los timadores—, un joven de figura delgaducha, piel aceitunada y pelo negro enmarañado que le caía por el rostro y hasta los hombros, trataba de ganarse algunos ryos vendiendo pequeñas tallas de madera. Animales, símbolos sagrados e incluso objetos en miniatura que —supuestamente— traían suerte desfilaban por las manos del desmejorado joven mientras intentaba convencer a su clientela de que le soltara unos cuantos ryos.
—Son... Son cinco ryos por esta talla, señora, una auténtica ganga... —decía, con la voz quebrada y ronca por el alcohol y el tabaco de mala calidad—. Si se lle... Lleva dos, se las puedo dejar en ocho en total.
El joven rara vez se dignaba a levantar la vista demasiado del suelo, pues había aprendido —por las malas— que la visión de su rostro parcialmente calcinado era un pésimo aditivo a su ya de por sí mal aspecto y escaso carisma personal. Por la misma razón cubría su cabeza con un kasa de paja bien calado, que disimulaba también parte de sus facciones.
—Señor... ¿Quisiera usted comprarme... Comprarme una talla? Son de excelente calidad, se lo aseguro... De la mejor madera de Hi no Kuni —una mirada de indiferencia y una negativa seca después, el muchacho se volteaba en busca de otro intento por ganarse algnos cuartos.
Dando tumbos se acercó a una jovencita de melena azabache que andaba por allí —no quedaba claro si esperando a que el espectáculo de Don Prodigio diese comienzo o en otros menesteres—. Uchiha Akame sacó una preciosa talla de un delfín, manufacturada claramente por unas manos expertas en el uso del cuchillo, y se la mostró a su potencial cliente sin siquiera levantar la vista de sus propios pies.
—Señorita, ¿querría una talla? Esta representa un delfín, un curioso mamífero que vive en el agua y... —se detuvo de repente, consciente de que se estaba dejando llevar. «¿A quién demonios le importaría semejante cosa en Tanzaku Gai?» Suspirando con resignación, se limitó a añadir—. Son sólo cinco ryos, señorita.
Tanzaku Gai, capital del País del Fuego. Algo debía de atarla a aquella ciudad: destino, hados... o los lazos que tenía allí. Ya había sido varias veces las que había viajado hasta allí, y, pese a todo, nunca podría llegar a asegurar que conocía sus calles a la perfección. Y es que, una de las cosas que más le gustaban de aquella ciudad, era que siempre se encontraba algo nuevo: la primera vez fue el concurso de karaoke, la segunda vez volvió a reencontrarse con Uzumaki Eri, y en aquella ocasión...
«¿Un espectáculo de magia?» Se preguntó Ayame, mientras sus ojos recorrían las letras del cartel que anunciaban por todo lo alto la llegada de la compañía de un tal "Don Prodigio".
Fue entonces cuando la voz de Kokuō inundó sus pensamientos.
«¿La señorita cree en la magia?»
Ayame ladeó la cabeza a un lado y a otro, pensativa. Si le hubiesen hecho esa misma pregunta un año atrás, quizás la respuesta habría sido diferente, muy diferente. Pero había sufrido tantos engaños que su inocente candidez había sido recubierta de acero. Golpe a golpe, en una fragua que ahora le obligaba a buscar siempre las explicaciones racionales detrás de cada acontecimiento.
«Pienso que debe tratarse de trucos con artes ninja. No se me ocurre otra manera.»
Aún así, se decidió a ir. Quería ver con sus propios ojos aquel supuesto espectáculo de magia, estudiar sus entresijos, intentar mirar más allá de aquellos trucos. De todas maneras, no tenía nada mejor que hacer y era un día espléndido como para no disfrutarlo: los rayos del sol de la primavera acariciaban su rostro pálido y la brisa enredaba sus cabellos de ébano tras su espalda dibujando nuevas ondulaciones tras de ella. El aire olía a festividad y a la comida de los puestos más cercanos. Comenzó a tener hambre, aunque aún quedaba lejos la hora de comer. Por ello, se alejó de aquellos tentadores puestos y se encaminó hacia la Plaza del Mercado. Tuvo que preguntar a un par de personas para encontrar el camino, pero, más allá de aquellas breves interrupciones, no tuvo ningún problema para encontrarla. Para cuando llegó, desgraciadamente y tal y como esperaba tratándose de un evento así, ya había una buena multitud congregada en torno al escenario de madera que habían alzado en un extremo de la plaza. Pero, lógicamente, Don Prodigio y su banda no eran los únicos que estaban haciendo negocios en el lugar. Una gran cantidad de comerciantes y otros con mercancía más humilde e incluso denominada "milagrosa" por ellos mismos, se distribuían por los alrededores, tratando de captar la atención de posibles clientes.
Y Ayame no fue una excepción.
—Señorita, ¿querría una talla? —Un hombre delgaducho y de voz ronca se había acercado a ella, con paso desgarbado y dando tumbos, y su primera reacción fue dar un paso atrás, sobresaltada. Llevaba un kasa de paja bien ceñido a la cabeza y aquello, sumado a que apenas levantaba la mirada del suelo, hacía muy difícil ver su rostro, aunque varios mechones de pelo oscuro se escapaban, enmarañándose sobre su cuello y sus hombros—. Esta representa un delfín, un curioso mamífero que vive en el agua y... —comenzó a decir, tendiéndole una pequeña escultura tallada en madera, pero se interrumpió a mitad de explicación—. Son sólo cinco ryos, señorita.
—Y... yo... —respondió ella, removiéndose con cierta incomodidad. ¡Maldita sea! ¿Por qué le tenían que pasar a ella esas cosas? ¡No se le daba nada bien tratar con gente de la calle! Pero después de mirarle una última vez, su aspecto pordiosero suplicante, suspiró por la nariz y se llevó una mano al bolsillo para tenderle una moneda de cinco ryo—. Aquí tienes.
Akame esperó con la paciencia forzosa que le otorgaba la desesperación, a que aquella muchacha le rechazase y así poder continuar su penosa ronda en busca de un pobre sustento. A veces, incluso a él mismo le gustaba convencerse de que aquel dinero, que era el más honrado que entraba en sus bolsillos, acabaría en un sitio distinto al del resto. Pero nunca era cierto; y menos en el último mes, cuando el precio de la "magia azul" se había estado disparando día sí, día también. «No, joder, hoy no. Hoy lo que gane será para un buen tazón de ramen, ese del puesto de Kyoko-chan, que están tan bueno», se decía a menudo. Pero al final, las necesidades de su espíritu acababan venciendo a las del cuerpo... ¿Qué era más importante, al fin y al cabo, cuidar el alma o el estómago?
En aquellas divagaciones se encontraba el joven pordiosero cuando su día sufrió un vuelco inesperado; que, sin saberlo, tendría unas implicaciones mucho mayores a las que él se pudiera imaginar en ese preciso momento. La muchacha, no sin dudar primero, acabó por extenderle una moneda de cinco ryos, el precio que él había pedido por su talla. «Me cago en todo, si hubiese sabido que me la iba a comprar, le habría pedido al menos diez», se lamentaba Akame en un alarde de la clásica codicia irracional del que ha visto su estilo de vida virar hacia semejante camino. Sin embargo, ya era tarde para lamentaciones. Con un bufido desganado y algo molesto, el zarrapastroso muchacho tomó la moneda y depositó, en su lugar, la talla del delfín en la mano de ella. En un movimiento casi instintivo Akame se llevó el metal a la boca, mordiéndolo ligeramente. «Es buena», concluyó con una levísima chispa de satisfacción. Y pese a todo, aquellos cinco ryos no le solucionaban la papeleta. Necesitaba más.
—Señorita... Ehm... Si le ha gustado esa, a lo mejor se quiere llevar otra, mire, mire esta, por ejemplo... —balbuceó Akame, sacando una figurita que representaba a un gato—. Para su novio, ¿eh? Seguro que una señorita tan guapa como usted tiene novio... Seguro...
Más allá de la deliciosa coincidencia que al jovencito se le escapaba en ese momento, algo notable sucedió en ese momento. La mirada de Akame —vidriosa, ausente— había estado fija en el suelo durante todo aquel tiempo, pero no había sido hasta entonces que se había dado cuenta de lo que veían; unas sandalias ninja. Para cualquier civil aquel calzado podría no decir nada, pero él seguía reconociendo unas botas de shinobi igual de bien que el primer día de Academia. «No... No puede ser...» Mientras todas las alarmas de su precario sistema de supervivencia empezaban a saltar a la vez —menos alguna que la "magia azul" y el alcohol habían averiado hacía ya tiempo—, Akame se atrevió a alzar la cabeza ligeramente y dirigirle una tímida mirada, amparada por los mechones de pelo que le caían por el rostro y su kasa de madera, a la muchacha.
Con un ronco gruñido cargado de desgana, el pordiosero aceptó su moneda y le tendió la figura a Ayame, que la agradeció con una inclinación de cabeza y la tomó con delicadeza, casi temiendo que fuera a romperse entre sus dedos. Debía admitir que la calidad de aquella talla era mucho mayor de la que habría esperado: aquel delfín mantenía las proporciones entre las aletas y el cuerpo casi a la perfección. Si esas tallas las había hecho él mismo, las manos de aquel joven debían ser increíblemente hábiles.
—Señorita... Ehm... —volvió a llamar su atención, y ella le miró interrogante. ¿Habría algo malo con su moneda?—. Si le ha gustado esa, a lo mejor se quiere llevar otra, mire, mire esta, por ejemplo... —balbuceó, mostrándole en aquella ocasión la estilizada talla de un gato—. Para su novio, ¿eh? Seguro que una señorita tan guapa como usted tiene novio... Seguro...
«Daruu...» Ayame no pudo contener sus pensamientos, y sus mejillas se encendieron inevitablemente. Y la casualidad había querido, precisamente, que el indigente acertara con aquel animal tan estrechamente relacionado con su pareja ahora mismo.
—Bueno... yo... Agh... Está bien... pero sólo esa —accedió con un profundo suspiro, mientras volvía a sacar otra moneda idéntica a la anterior. Cinco ryos más no le iban a hacer daño.
Pero el mercader de tallas alzó la mirada hacia ella en aquel instante: unos ojos tan oscuros como dos pozos sin fondo que se clavaron en los de ella, en un rostro con varias cicatrices en sus labios y la nariz visiblemente torcida. Sin embargo, lo que hizo que Ayame ahogara una exclamación de angustia y se llevara una mano al pecho, profundamente consternada, era la terrible cicatriz que adivinó entre las sombras del kasa, desfigurando la mitad de su faz y cuarteando su piel como un viejo pergamino arrugado.
—Esa... esa herida... —susurró, con todo el tacto que fue capaz de reunir—. Estás... ¿Estás bien?
Akame se había quedado completamente paralizado por la sorpresa y el miedo. «De todas las personas que hay en este mundo, ¿tenía que ser ella? Joder, ¿y si me ha reconocido? No, no puede ser... Yo... Yo no soy la persona que ella conoce. No, no puede ser...» Hasta ese momento él había pensado que todas las Aldeas ninja le daban por muerto —tal y como su antigua maestra le había asegurado—, pero, ¿y si no era cierto? ¿Y si alguien le había reconocido durante aquellos meses, y Uzushiogakure estaba buscándole? «Tengo que... Tengo que averiguar más», concluyó el antaño shinobi.
Con una mano temblorosa Akame le entregó la talla del gato a la kunoichi y con la otra cogió la nueva moneda de cinco ryos que ella le ofrecía. Su mirada estaba ahora baja, fija en las sandalias ninja de Ayame, sin querer arriesgarse a que sus ojos volvieran a cruzarse y ella le reconociese; si es que no lo había hecho ya. El Uchiha se notaba la boca seca y un nudo en el estómago que amenazaba con ahogarle; nada le aseguraba que, incluso si Uzu no le estaba buscando, la Lluvia no pudiera tomarse la venganza por su cuenta ahora que él no estaba bajo el paraguas de Hanabi. Entonces Ayame le preguntó por las horribles cicatrices que marcaban parte de su rostro, y él se encogió como si hubiera recibido un palo, ajustándose disimuladamente el kasa de paja.
—Un desafortunado accidente se... Señorita. No... No se preocupe —atinó a decir, presa del miedo—. Señorita, usted... Usted es ninja, ¿no? —inquirió, y rápidamente trató de excusarse—. Es... Es por sus sandalias, son sandalias de ninja, ¿verdad? Sí, yo creo que lo son...
Calabaza —el nuevo Akame— se revolvió, visiblemente incómodo, en su posición.
—Usted... Bueno, ¿podría...? ¿Podría decirme si hay noticias sobre las otras Aldeas? —preguntó con la voz temblorosa—. Aquí hacemos frontera con Uzu no Kuni, y... Y hace tiempo corrían rumores de que algo muy... Muy malo había pasado allí. Pero ya no sé nada, la gente no habla de ello... Usted... ¿Usted sabe qué ha pasado?
—Un desafortunado accidente se... Señorita. No... No se preocupe —respondió, tan aterrorizado como si Ayame acabara de ponerle un kunai en el cuello.
Y la muchacha se removió en el sitio, inquieta. ¿Qué podría haberle pasado? Quizás había perdido su casa en un terrible incendio y las llamas le hubiesen carcomido el rostro... O quizás aquellas terribles heridas eran fruto del ajuste de cuentas entre hombres de la calle. Fuera como fuese, y aunque se sentía verdaderamente intrigada por aquel suceso, Ayame decidió no meter más el dedo en la llaga por respeto. Aunque una parte de ella lamentó no tener la habilidad que tenía su padre con la medicina, quizás podría haberle ayudado. O, al menos, haberlo intentado...
—Señorita, usted... Usted es ninja, ¿no? —le preguntó de repente, sacándola de sus pensamientos—. Es... Es por sus sandalias, son sandalias de ninja, ¿verdad? Sí, yo creo que lo son...
—Sí, bueno... Kunoichi de Amegakure —asintió ella, levantando uno de sus pies enfundados en aquellas cómodas botas de goma y golpeando varias con la punta el suelo. Era la primera vez que la reconocían como ninja por sus botas, y no por la placa metálica que llevaba atornillada en su hombro derecho. Aunque no era demasiado extraño, teniendo en cuenta que aquel extraño e inquietante mercader no apartaba la mirada del suelo.
—Usted... Bueno, ¿podría...? ¿Podría decirme si hay noticias sobre las otras Aldeas? —preguntó, con la voz temblorosa—. Aquí hacemos frontera con Uzu no Kuni, y... Y hace tiempo corrían rumores de que algo muy... Muy malo había pasado allí. Pero ya no sé nada, la gente no habla de ello... Usted... ¿Usted sabe qué ha pasado?
Ayame se removió, inquieta. ¿Qué clase de información podía darle a un simple civil de un país ajeno al Remolino? ¿Que en Uzushiogakure se habían colado unos infiltrados que habían asesinado a uno de los Jinchūriki y que ahora tenían tras su cuello a ocho poderosos shinobi a las órdenes de la Bestia de Nueve Colas que planeaban dominar a toda la humanidad? No. Definitivamente no. No podía arriesgarse a abrir la boca más de lo debido y poner en riesgo información confidencial: la Alianza y su resistencia frente a los Generales de Kurama dependía de ello.
—Todo está bien, ciudadano —respondió, de la forma más neutral que fue capaz—. Las tres aldeas vuelven a estar en paz, así que... todo está bien. Muchas gracias por las tallas, espero que tenga un buen día —concluyó, inclinando la cabeza para después girar sobre sus propios talones y dirigirse hacia el cúmulo de gente que estaba por presenciar el espectáculo de Don Prodigio.
23/03/2019, 15:31 (Última modificación: 10/01/2020, 12:14 por Uchiha Akame. Editado 1 vez en total.)
"Todo está bien" era, probablemente, la respuesta que menos hubiera deseado recibir el pobre Akame. Era una frase típicamente protocolaria, carente de valor, vacía, que no ofrecía nada que él no supiera; y sin embargo, eran las palabras que él merecía. Porque ahora era Calabaza, ahora era un ciudadano más —uno ilustremente pobre y adicto a varias sustancias nada recomendables, cabe mencionar—, y los "asuntos de los ninjas" no tenían ningún lugar que ocupar en su mundana agenda. Aquello le dolió tanto como cabría esperarse, pues no sólo Akame se dio cuenta de que deseaba saber más, de que añoraba los tiempos en los que una reluciente bandana en su frente y una dorada placa en su hombro le habrían dado vela en esos entierros, sino que además le recordó que él había sido expulsado de aquel lugar. Nunca podría volver a ser un ninja de Uzushiogakure no Sato. Su tumba —si es que la había— sería por siempre recordada como la de un traidor a la Aldea, y recibiría el trato adecuado; lo único que el paria podía esperar era que al menos el perro que se mease en ella fuese de raza.
Turbado por estos pensamientos, Calabaza se limitó a asentir con la diligencia de un civil mientras se guardaba las dos monedas en los bolsillos de sus pantalones manchados de barro y lo que no era barro. Luego se dio media vuelta, y prosiguió en su campaña de financiamiento de la magia azul que teñiría sus dientes de ese color y le transportaría, por fin, de regreso a tiempos mejores.
Entretanto, el espectáculo de magia de Don Prodigio daba comienzo. Ayame había sido capaz de colocarse en una buena posición, muy cerca del escenario —tercera o cuarta fila, e imposible de determinar con exactitud puesto que los asistentes a su alrededor se movían hacia delante y hacia atrás, en una eterna pugna por avanzar puestos que a veces terminaba por relegarlos a las filas más traseras—. El potente chistido de un hombre pidiendo silencio resonó sobre el murmullo general, silenciando —al tercer intento— al público que allí se congregaba. La figura del susodicho, un tipo de edad avanzada que debía rondar los cuarenta, tez bronceada, melena azabache que le caía por la espalda y rostro escuálido, bien afeitado, hizo aparición en escena. El tipo no era demasiado alto pero sí bastante larguilucho, en el sentido de que sus extremidades parecían exageradamente finas y alargadas en comparación con el resto de su cuerpo. Llevaba unos pantalones de campana de color morado oscuro, una camisa negra y una chaqueta del mismo color que parecía haber sido confeccionada para un hombre dos o tres tallas más grande que él. Sus ojos, avellanados y astutos, observaban a la multitud.
El taconeo de sus botas de puntera dura repicó sobre las tablas del escenario cuando Don Prodigio realizó lo que parecía una especie de baile de San Vito místico al mismo tiempo que hacía aspavientos —bastante trabajados— con sus brazos en una coreografía que era o bien una genialidad o una tremenda ridiculez.
—¡JAAAAAAAAH! —una exclamación predendidamente dramática salió de sus finos labios cuando su coreografía se detuvo, dejándole en una posición un tanto extraña, con ambos brazos curvados en una pose ridícula—. Damas... Caballeros... Señoritas... Señores... Muchachos... Muchachas... Niños... Niñas... ¡Sean todos bienvenidos al espectáculo más mágico y misterioso de todo Oonindo!
Don Prodigio se metió las manos en los bolsillos de su pantalón de campana y rápidamente estampó lo que quiera que había encontrado allí contra el suelo. Unos repentinos estallidos de chipas de colores y humo poco denso le envolvieron durante un instante antes de que la cortina de gas se viera arrastrada hasta las primeras filas a causa del viento, provocándole una tosera considerable a los espectadores de las primeras filas.
—¡Hoy, presenciarán cosas que jamás creyeron posibles! ¡Hoy les serán desvelados los misterios de lo Arcano! ¡Los secretos cósmicos de la magia! ¡Los intrincados entresijos del Éter!
Mientras Don Prodigio hablaba, un par de ayudantes de escenario habían subido al ídem con toda la discrección de la que eran capaces. Llevaban una tela larga y de color rojo, cuyos bajos iban arrastrando con sangrante indiferencia, y que parecía a todas luces una arquetípica capa de mago, como en las historias de fantasía. Cuando Don Prodigio terminó su soliloquio, los dos ayudantes —que debían tener unos quince o dieciséis años— le colocaron la capa con aire ceremonioso y el mago alzó ambos brazos.
—¡Mi nombre es Don Prodigio, mago, hechicero, sabio, adivino, prestidigitador y soltero cotizado, por cierto! —remató, dirigiéndoles un guiño "travieso" a las féminas de las primeras filas—. ¡Les presento a mis ayudantes!
Los aludidos realizaron una desganada reverencia al público y luego subieron al escenario dos armarios de aspecto bastante pesado —pese a que ninguno de los dos manifestó muchas dificultades para cargarlos—, lo suficientemente grandes como para que una persona adulta cupiera dentro. Entonces Don Prodigio se dirigió a su amado público.
—¡Queridos espectadores! ¡Están a punto de presenciar el truco conocido como la Teletransportación Cuántica de Vibrones Enlazados de Don Prodigio! —anunció con gran pompa—. Pero para ello, ¡preciso de un voluntario! ¡Una persona valiente que no tema someterse a las misteriosas fuerzas del Arcanum! ¡Una persona como...!
Los ávidos ojos del mago recorrieron el público, descartando a los asistentes de la primera fila —su posición indicaba que eran demasiado impetuosos, y el ansia de protagonismo en un espectador era la receta para el desastre de un prestidigitador—, pasando de largo ante los de la segunda —esos solían ser como los de la primera pero con menos luces, pues no habían llegado a tiempo para colocarse en la primera fila— y deteniéndose en la tercera. Todo mago experto sabía que no merecía la pena buscar voluntarios más allá de la tercera fila, pues se trataba de gente de espíritu pobre, sin ambición, sin sueños ni metas por cumplir en la vida. De lo contrario, ¿por qué se habrían conformado con asistir a su magnífico espectáculo desde un lugar tan alejado del escenario? Así, Don Prodigio oteó con ojo veterano la tercera fila...
—¡... como usted! ¡Sí, usted, la señorita de cabellos de noche! —exclamó, señalando a Ayame—. ¡Suba al escenario, suba! ¡Rápido, las fuerzas cósmicas que estoy convocando no son de las que tienen mucha paciencia!
Escurriéndose como una culebra entre los costados del gentío, moviendo los pies cuidadosamente para no golpear a nadie en su afán por llegar más cerca del escenario, Ayame al final consiguió hacerse un hueco entre la tercera y la cuarta línea. Cierto era que, de haberlo necesitado de verdad, la muchacha podría haber llegado fácilmente hasta la primera línea utilizando sus habilidades como Hōzuki; pero ni lo necesitaba ni quería llamar la atención en un lugar y en un momento así, por lo que simplemente se contentó con aquella posición.
Y el espectáculo no tardó en dar comienzo.
Un hombre que rondaba la cuarentena acababa de aparecer en el escenario y chistaba a la multitud, exigiendo el silencio que merecía. Su cabello azabache caía sobre su espalda, enmarcando un rostro escuálido y lampiño en cuanto a barba se refería. Sus ropajes consistían en unos pantalones de campana púrpura y una camisa y una chaqueta, ambas oscuras. Quizás era una impresión por lo larguirucho de sus extremidades, pero aquella chaqueta parecía quedarle bastante grande para alguien como él. De un momento a otro, el hombre comenzó a hacer aspavientos, y no fue hasta al cabo de varios segundos que Ayame se dio cuenta de que, lo que en realidad estaba haciendo, era bailar.
«Puede que sea un maestro de la magia, pero de lo que es el baile...» Pensó para sí, con una risilla divertida.
—¡JAAAAAAAAH! —gritó, y Ayame se llevó una mano al oído con gesto dolorido cuando aquel chillido acuchilló sus tímpanos. El hombre había terminado su extraña coreografía, quedando con los brazos curvados en una pose de lo más ridícula—. Damas... Caballeros... Señoritas... Señores... Muchachos... Muchachas... Niños... Niñas... ¡Sean todos bienvenidos al espectáculo más mágico y misterioso de todo Oonindo!
El hombre, presumiblemente Don Prodigio, se metió las manos en los bolsillos y entonces, en un rápido gesto, estampó algo contra el suelo.
«¡Bomba d...!» Alarmada, Ayame había cruzado los brazos frente al rostro en un gesto reflejo, pero no fue una cortina de humo, ni luz cegadora, ni chillidos ensordecedores lo que surgió de aquellas. Sólo chispas de colores y un humo tan ligero que el viento no tardó en llevarse consigo. Y aquello sólo hizo que la muchacha se sintiera absolutamente ridícula. Gajes de kunoichi.
—¡Hoy, presenciarán cosas que jamás creyeron posibles! —continuó—. ¡Hoy les serán desvelados los misterios de lo Arcano! ¡Los secretos cósmicos de la magia! ¡Los intrincados entresijos del Éter!
«¿Arcano? ¿Éter? ¿Tú sabes de lo que está hablando, Kokuō?»
«Bah... Humanos...»
Mientras tanto, dos adolescentes habían subido al escenario y le colocaron al hombre una ceremonial capa de mago.
—¡Mi nombre es Don Prodigio, mago, hechicero, sabio, adivino, prestidigitador y soltero cotizado, por cierto! —concluyó, guiñándoles el ojo con cierta picardía a las mujeres que se encontraban en las primeras filas—. ¡Les presento a mis ayudantes! —añadió, señalando a los dos muchachos que le acompañaban. Aunque aquellos no parecían tan motivados como lo estaba Don Prodigio, más bien al contrario: parecían estar deseando desaparecer de aquel lugar cuanto antes. Pero lo que hicieron fue subir lo que parecían ser dos pesados armarios—. ¡Queridos espectadores! ¡Están a punto de presenciar el truco conocido como la Teletransportación Cuántica de Vibrones Enlazados de Don Prodigio!
«Teleportación de vib... ¿Qué? ¿Será una técnica como la de Daruu?» Meditó Ayame, ladeando la cabeza con gesto confuso. Para su desgracia, ni siquiera sospechaba que estaba a punto de comprobarlo de primera mano.
—Pero para ello, ¡preciso de un voluntario! ¡Una persona valiente que no tema someterse a las misteriosas fuerzas del Arcanum! ¡Una persona como...! —Los ojos avellana de Don Prodigio recorrieron estudiosos las primeras filas, alargando una espera en la que un montón de voluntarios habían alzado las manos y gritaban suplicantes poder subir al escenario con el famoso mago. Unos segundos después el dedo de Don Prodigio señaló por fin a su elegido—. ¡... como usted! ¡Sí, usted, la señorita de cabellos de noche! ¡Suba al escenario, suba! ¡Rápido, las fuerzas cósmicas que estoy convocando no son de las que tienen mucha paciencia!
Ayame se había quedado paralizada, con aquel dedo señalándola directamente. Al principio miró a su alrededor, confundida, esperando encontrar a otra señorita de cabellos de noche. Pero no era así, Don Prodigio la estaba señalando a ella, todos la estaban mirando directamente a ella esperando que acatara la orden y subiera a aquel dichoso escenario. Las mejillas de Ayame se encendieron sin poder evitarlo. Entre pasos tímidos, la muchacha avanzó entre el gentío, en aquella ocasión no le costó nada de trabajo hacerlo pues era el mismo público el que le cedía el paso, y después subió los escalones para llegar ante el mago. No pudo evitar mirarle con cierto recelo.
25/03/2019, 13:42 (Última modificación: 25/03/2019, 15:07 por Uchiha Akame. Editado 1 vez en total.)
Si Ayame ya recelaba de Don Prodigio, la posible desconfianza que pudiera manar de su propia mirada no fue nada en comparación con el absoluto desagrado que sucedió a la sorpresa en el rostro del mago, al advertir un simple detalle. Aquella muchacha llevaba una placa ninja. «¡Mierda! ¿¡Pero cómo se puede tener tan malísima suerte!? ¡Ay, que mi santa madre me de dos sopapos, esta chica es una kunoichi!» Por si fuera poco, la muchacha parecía ya de entrada desconfiar de él, por lo que Don Prodigio no tuvo difícil deducir que no iba a ser precisamente una colaboradora dócil. Los ninjas, como todo el mundo sabía —o al menos todos los que no sabían mucho de ninjas— eran gente muy misteriosa, capaces de hacer magia de verdad, y que nunca se dejaban engañar por trucos baratos. Desafortunadamente para Don Prodigio y su compañía, su espectáculo encajaba bastante bien en la definición de "trucos baratos", razón por la cual precisaban de aderezarlo todo con cuanta pompa, misterio y suspense fueran capaces.
«¡Esto es un desastre! ¡Ay, que mi santo padre me clavetee las nalgas, ¿qué hago ahora?!» se decía para sí el mago, mientras sus ayudantes abrían las puertas de ambos armarios para dejar ver al público, y a Ayame, que estaban vacíos. Don Prodigio miró a su público, a los niños espectantes, a los hombres y mujeres cándidos de rostro y espíritu que había conectado con su "performance", a los ancianos que cuchicheaban, crédulos y ansiosos por presencia el poder del Cosmos en acción, a la mayoría que ya empezaba a advertir que algo no iba bien... Bueno, a esos últimos los descartó. Se quedó con los niños y la ilusión reflejada en sus rostros y dejó que la fogosa jovialidad de la niñez le diera fuerzas.
—¡JAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH! —volvió a aullar, como un lobo que acaba de recuperar el lugar de macho alfa—. ¡Querido público! ¡Ilustres asistentes! ¡Prepárense... Porque esto... Va... A... Comenzar!
El prestigitador sacó otras dos bolitas de petardos y humo de sus bolsillos y volvió a estamparlas contra el escenario, llenándolo todo de una fina cortina de gas violeta que le hizo toser a él, a sus ayudantes, y a la propia Ayame probablemente. Cuando las chipas del mismo color y la humareda se disiparon, Don Prodigio explicó en qué consistía su siguiente número.
—Mediante la Teletransportación Cuántica de Vibrones Enlazados de Don Prodigio, enviaré a esta muchacha desde uno de los armarios al otro, en apenas un parpadeo... ¡De alguien que parpadee muy lentamente! —añadió, tratando de darle a su pobre excusa un tono desenfadado y jocoso—. ¡Ahora, por favor, si es tan amable la señorita, entre en el armario a mi izquierda!
Uno de los ayudantes le indicó a Ayame que entrara en uno de aquellos armatostes de madera. Cuando la muchacha obedeciese, cerrarían la puerta del mismo y ella escucharía a Don Prodigio seguir vociferando afuera.
—¡Así es, así es! ¡Abran bien los ojos, porque están a punto de presenciar el poder de las magias arcanas que se han convocado aquí!
Mientras el mago seguía con su perorata —para dar tiempo a que sus ayudantes hicieran el juego—, Ayame notó como el fondo del armario bajo sus pies se movía y crujía. Lo hizo durante unos segundos, hasta que finalmente cedió revelando una trampilla que la hizo caer hacia la parte baja del escenario, oculta a los espectadores. Junto a ella, una chica de piel muy bronceada y ojos aranjados como el fuego la saludó en silencio con una sonrisa. Gesticulando, le indicó que se colocara bajo la trampilla del otro armario; pero, cuando fue a abrirla, comprobó con gran disgusto que no cedía.
—Mierda, ¡coño! —masculló en susurros—. Está atrancada. ¿Por qué está atrancada? Le dije a ese bobo de Kuma que la arreglase, ¿¡por qué está atrancada!? —la muchacha entró en pánico, pero rápidamente trató de calmarse—. Mierda, joder. ¿Qué demonios hacemos ahora? Dioses, si este número vuelve a salir mal...
Ayame esperaba, tan impaciente como recelosa: una presentación, indicaciones sobre lo que debía hacer... ¡cualquier cosa! Cuanto antes terminara con aquel numerito, antes podría volver a sumergirse y diluirse en el anonimato de la multitud. Sin embargo, Don Prodigio se había quedado mirándola como si acabara de ver a un fantasma. Detrás de ambos, los ayudantes abrieron sendos armarios para demostrarle al público que estaban completamente vacíos; y, justo cuando Ayame estaba a punto de preguntarle si ocurría algo, Don Prodigio pareció recuperar la compostura.
—¡JAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH! —volvió a aullar, sobresaltándola—. ¡Querido público! ¡Ilustres asistentes! ¡Prepárense... Porque esto... Va... A... Comenzar!
Dos nuevas canicas estallaron contra el suelo del escenario, levantando sendas nubes de gas y chispas violetas. Ayame había vuelto a cruzar el brazo frente al rostro, pero eso no evitó que la primera bocanada de aire le arrancara un acceso de tos. Y ella no fue la única que se vio afectada, el propio Don Prodigio y sus dos ayudantes también estaban tosiendo.
—Mediante la Teletransportación Cuántica de Vibrones Enlazados de Don Prodigio, enviaré a esta muchacha desde uno de los armarios al otro, en apenas un parpadeo... ¡De alguien que parpadee muy lentamente! —bromeó.
Pero Ayame había girado la cabeza para observar los dos armarios. Ambos estaban completamente huecos, vacíos de cualquier estantería. Eran perfectos para que ella cupiera en su interior pero... ¿De verdad Don Prodigio sería capaz de teletransportarla de uno a otro?
—¡Ahora, por favor, si es tan amable la señorita, entre en el armario a mi izquierda!
—S... sí —asintió ella, girando sobre sus talones.
Siguiendo las indicaciones de uno de los ayudantes, Ayame se metió en el armario indicado. Lo hizo con tiento y mucho cuidado, como si temiera que el armario se fuera a hundir sobre ella o que el suelo bajo sus pies fuera a desaparecer. Quién le diría que no andaba muy desencaminada. La puerta se cerró, sumiéndola en una suave oscuridad que le hizo contener la respiración, con el corazón palpitándole con fuerza.
—¡Así es, así es! ¡Abran bien los ojos, porque están a punto de presenciar el poder de las magias arcanas que se han convocado aquí! —escuchaba la enlatada voz de Don Prodigio a través de la puerta.
Y entonces sintió el suelo agitarse bajo sus pies. Antes de que pudiera hacer nada por evitarlo, se la tragó. Ayame ahogó una exclamación de sorpresa, pero la caída apenas duró un instante. Ni siquiera tuvo que licuar su cuerpo.
—Q... ¿Qué...? —farfulló, presa del pánico. No le hizo más que un simple vistazo para saber que se encontraba en la parte baja del escenario. Junto a ella había una chica de piel muy bronceada y ojos que brillaban como el fuego. La saludó con una sonrisa, en completo silencio, y entonces le indicó con un gesto que se colocara en cierta posición: bajo la trampilla del otro armario. Todo hizo encajó entonces en su mente—. Así que las fuerzas místicas del Arcano y el éter... —repitió en voz baja, con una risilla.
Pero aún así decidió seguirles el juego. Se colocó donde la otra joven le había indicado, pero pronto se encontraron con un problema.
—Mierda, ¡coño! Está atrancada. ¿Por qué está atrancada? Le dije a ese bobo de Kuma que la arreglase, ¿¡por qué está atrancada!? —mascullaba, presa del pánico. Pero enseguida retomó la postura, tratando de serenarse—. Mierda, joder. ¿Qué demonios hacemos ahora? Dioses, si este número vuelve a salir mal...
—Espera —le susurró Ayame, haciéndola a un lado para intentarlo ella misma.
Estaba claro que la trampilla por la que debía subir estaba atrancada. Chasqueó la lengua, irritada. Si no estuviera por encima de su cabeza, podría colarse por las hendiduras que dejaban la abertura. Pero ni siendo el Agua podía desafiar las leyes de la gravedad. Por eso, acumuló el agua en un brazo, hipertrofiándolo de manera casi monstruosa, y con su nueva fuerza trató de tirar de la trampilla, pero con cuidado para no terminar arrancándola de cuajo.
¤ Suiton: Gōsuiwan no Jutsu ¤ Elemento Agua: Técnica del Gran Brazo de Agua - Tipo: Ofensivo - Rango: C - Requisitos:
Hōzuki 25
Suika no Jutsu
- Gastos: 18 CK - Daños: Golpe físico o del arma + 30 PV - Efectos adicionales: - - Sellos: - - Velocidad: Moderada - Alcance y dimensiones: Cuerpo a cuerpo
Usando la técnica de la hidratación, el usuario es capaz de concentrar una gran masa de agua en el interior de sus músculos aumentando el tamaño y la fuerza de una extremidad. La humedad es recogida en todo el cuerpo y se comprime en una sola extremidad en un sólo instante. Sin embargo, dado que es esencial controlar apropiadamente el equilibrio de humedad en el interior del cuerpo, el grado de dificultad de esta técnica es muy elevado. La técnica proporciona al usuario una fuerza sobrehumana, capaz de atravesar paredes de roca y derribar puertas de acero.
Alterador (Suiton: Gōsuiwan no Jutsu - Elemento Agua: Técnica del Brazo Fuerte de Agua): A cambio de impedir la regeneración de chakra, el usuario es capaz de mantener en el tiempo el agua concentrada en uno de sus brazos. De esta manera, en lugar de utilizar esta técnica para golpear, aumentará la Fuerza del usuario en 15 puntos y podrá ser utilizada para acciones que requieran de fuerza bruta (como empujar objetos pesados, levantarlos, etc). Está técnica sólo podrá mantenerse activa como máximo un número de turnos igual a Aguante/10 (nunca pasando de los 5 turnos). En caso de golpear, la técnica se deshará como normalmente lo haría y deberá pagarse su coste para iniciarla de nuevo.
¡Ah, pero ignorante de ella, la joven de ojos de brasas no esperaba que Ayame fuese una ninja, y todavía más, que tuviese un bonito as bajo la manga! Cuando la kunoichi le pidió espacio para darle su intentada a la rebelde trampilla, aquella muchacha de piel mulata y ojos de fuego quiso resoplar con fastidio. Si ni ella, que estaba considerablemente mazada, había sido capaz de desatrancarla, ¿qué le hacía pensar a aquella advenediza que iba a conseg...?
¡CLONK!
Con un característico crujido —que afortunadamente no sería escuchado por nadie del exterior—, el mecanismo de hierro un tanto oxidado que hacía abrirse y cerrarse la trampilla de madera del segundo armario cedió. La chica de ojos anaranjados no pudo contener una exclamación de sorpresa al darse cuenta de que el brazo de Ayame se había hinchado antinaturalmente —y de forma casi grotesca— hasta asemejarse a uno de los enormes troncos que el grandullón Kuma tenía por extremidades superiores.
—¿Cómo leches...? —balbuceó la chica, pero en un alarde de pragmatismo decidió anteponer el futuro del espectáculo de su jefe a su propia curiosidad—. Como sea, rápido, sube por esta trampilla. ¡Seguro que la gente se está empezando a impacientar, y el jefe es malísimo improvisando!
Afuera, Don Prodigio había agotado ya todas las frases de su "Manual del Prestidigitador Itinerante: Cómo entretener a tu público", y empezaba a quedarse sin ideas. Sus ayudantes no habían recibido la señal de que el "paquete" estaba en su sitio, así que no podía continuar con el número. «¿¡Qué diablos estará pasando, por los dientes de mi santo abuelo!?» No tenía más tiempo. Debía actuar ya.
—¡JAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH! —exclamó Don Prodigio, agitando al viento su capa de mago algo manchada por los bajos—. ¡Ahora, mi querido público, contemplad!
Con un pomposo aspaviento, Don Prodigio indicó a sus muchachos que abrieran el segundo armario, y estos, diligentes, así lo hicieron. Las bisagras rechinaron cuando la puerta de madera se abrió de par en par, y allí el público vio...
El hierro oxidado que bloqueaba la trampilla terminó por ceder con un sonoro crujido ante la sobrenatural fuerza de Ayame, pero la pobre muchacha contrajo el gesto en una mueca de dolor al escucharlo, temiendo durante un instante que el público lo hubiese hecho también, ¿y si había jorobado el espectáculo sin pretenderlo? Afortunadamente, y a juzgar por las palabras enlatadas que le llegaban desde el piso de arriba, parecía que todo seguía en orden.
—¿Cómo leches...? —preguntó la mujer de ojos de fuego.
Y Ayame esbozó una sonrisa victoriosa mientras desactivaba su técnica y su brazo retornaba a la normalidad.
—Magia.
. . .
Las bisagras rechinaron cuando la puerta de madera se abrió de par en par, y allí el público vio...
Vio a Ayame, quien salió del armario pestañeando para adaptarse de nuevo a la luz del sol. La muchacha, ante la expectante mirada del público, miró a su alrededor como si no creyera lo que estaba viendo, simulando estar desorientada. Incluso giró la cabeza hacia donde estaba el otro armario, aquel en el que había entrado en primer lugar.
No podía evitarlo. De vez en cuando le iba el espectáculo.
Después de salvar la situación de forma totalmente inesperada para la chica de ojos de fuego y de rubricar su actuación con la frase más molona que había —a la muchacha casi se le caen las bragas—, Ayame se deslizó por la trampilla para aguardar dentro del armario a que el ayudante de Don Prodigio la descubriese.
«OOOOOOOOOHHHH»
El público irrumpió en un intenso pero breve aplauso cuando el prestidigitador realizó un florido gesto con su brazo diestro y una reverencia que agitó los bajos de la capa de mago como si de un sudario carmesí se tratase. Luego, Don Prodigio indicó a Ayame que saliera del armario y se acercara a él, tomándola de la muñeca y tirando de ella para sugerirle que hiciese otra reverencia al público, que casi había dejado de aplaudir y ahora simplemente les observaba con expectación. «Hmpf, un público exigente... ¡Que mi santa abuela me hinche a callos! Voy a tener que sacar la artillería pesada. Muy bien, incrédulos ingratos, vosotros lo habéis querido. ¡Se os van a caer los calzones con mi próximo número!»
Don Prodigio dió un par de indicaciones a sus ayudantes, que comenzaron a empujar los armarios hasta juntarlos, lado con lado, en el centro exacto del escenario. Una vez allí, cada uno de ellos se introdujo en uno de los roperos y cerró la puerta; el sonido de bisagras, chasquidos y demás daba a entender que estaban preparando algo. Mientras, Don Prodigio hacía lo que mejor se le daba —quería pensar él— y entretenía al público, y a Ayame, con su verborrea.
—¡Ah, pero esto no es todo, mi estimado público! ¡Las fuerzas arcanas del Éter no sólo pueden ser usadas para transportar a una persona de un lugar a otro en menos que canta un gallo, no señor! ¡Ahora, prepárense para ir... MÁS ALLÁ! —anunció a viva voz, realizando un giro de trescientos sesenta grados y revoloteando su capa al mismo tiempo, como si de un molinillo rojo se tratase—. ¡Gracias a la asombrosa Duplicación Intercalada Mediante Gigaelectrones de Don Prodigio, una persona puede desdoblarse en dos copias idénticas de sí misma!
Aquel anuncio arrancó algunos "ooh" entre el público, aunque un tanto tenues. Estaba claro que aquella hornada de espectadores eran crédulos hasta cierto punto, y que no iban a entregarle su ilusión al primer tipo con capa que apareciese por allí. Don Prodigio se limitó a indicar a Ayame que entrara de nuevo en los armarios... Que ahora eran uno. Los ayudantes habían juntado ambos roperos, uniéndolos como dos amantes, y al abrir ahora las puertas de doble hoja, la kunoichi pudo ver que el interior era en efecto el de ambos armarios combinados.
—¡Prepárense, buenas gentes, para presenciar el poder de las energías del Arcanum!
Los ayudantes cerraron las puertas del ahora enorme armario y Ayame quedó sola de nuevo. Sin embargo, pronto la parte de atrás se abrió con un chasquido —sin que el público pudiera verlo, claro— y los dos muchachos abrieron las tablas del fondo de armario como si de unas puertas más se tratasen. La chica de ojos anaranjados se escabulló por una trampilla situada en el suelo del escenario, para pasarles unos cuantos espejos del tamaño de los tablones de madera que conformaban el fondo del armario... Con tan mala suerte que uno de los espejos resbaló de sus manos, cayó por la trampilla y se hizo añicos contra el suelo de la plaza.
—¡Mierda, joder, coño! —maldijo en susurros. Los dos ayudantes le lanzaron miradas asesinas, pero no abrieron la boca—. ¿No podéis hacer el truco con un espejo de menos? —quiso saber ella, a lo que ambos se negaron.
—Con un espejo de menos el reflejo no parecerá lo suficientemente convincente —respondió uno de ellos—. Eso, eso —secundó el otro—. Para que parezca que hay dos chicas cuando las puertas del armario se abran, todos los espejos deben estar perfectamente colocados y sincronizados...
Al otro lado de aquel subterfugio, Don Prodigio se estaba quedando sin recursos dramáticos que lanzar a su público.
El público rompió en aplausos durante apenas unos segundos. Los suficientes para que Don Prodigio bebiera de ellos, inclinándose y con un florido gesto de su brazo. El ilustre mago tomó a Ayame por la muñeca y la invitó a hacer ella también una reverencia. Ayame obedeció, aunque su gesto desde luego fue bastante más torpe que el de quien vivía del mundo del espectáculo.
Después del numerito del teletransporte, Don Prodigio volvió a lanzar nuevas indicaciones a sus ayudantes, quienes juntaron los dos armarios justo en el centro del escenario. Ambos se metieron en las cajas, y con el estridente sonido de sus maniobras Ayame enseguida comprobó, para su horror, que su labor allí no había terminado.
—Ah, pero esto no es todo, mi estimado público! ¡Las fuerzas arcanas del Éter no sólo pueden ser usadas para transportar a una persona de un lugar a otro en menos que canta un gallo, no señor! ¡Ahora, prepárense para ir... MÁS ALLÁ! —anunciaba Don Prodigio a viva voz, girando sobre sí mismo como una peonza y haciendo volar su capa al compás de su movimiento—. ¡Gracias a la asombrosa Duplicación Intercalada Mediante Gigaelectrones de Don Prodigio, una persona puede desdoblarse en dos copias idénticas de sí misma!
«¿Ahora una técnica de clonación?» Se preguntó Ayame, sumamente intrigada.
El público soltó una tenue exclamación de asombro, su emoción se diluía fácilmente en un ambiente que distaba mucho de resultar tan espectacular como debiera.
Don Prodigio le indicó a Ayame que entrara en los armarios, aunque la muchacha pronto comprobó que ahora era uno solo. Los dos ayudantes debían de haberlos juntado en un plisplás, mientras el mago continuaba con su discurso sobre las fuerzas místicas del Éter y lo Arcano...
—¡Prepárense, buenas gentes, para presenciar el poder de las energías del Arcanum!
Las puertas se cerraron, y Ayame volvió a quedarse aislada. La muchacha no pudo evitar mirarse los pies, esperando que otra trampilla se la tragara de improviso. Sin embargo, fue la pared trasera del armario la que se abrió con un chasquido. Allí, los dos ayudantes se afanaban por abrir las tablas del fondo del armario mientras la mujer de ojos ardientes les pasaba varios espejos del tamaño perfecto para que encajaran.
«Así que el poder de las energías del Arcanum y del Más Allá son simples espejos.» Pensó Ayame, divertida, mientras los observaba con detenimiento.
Sin embargo, parecía que ni el Éter, ni las energías del Arcanum, ni el Más Allá estaban aquel día con el mago. La mala suerte quiso que uno de los espejos resbalara de las manos de la mujer y terminara cayendo contra el suelo de la playa, haciéndose añicos de inmediato.
—Uh... —gimoteó Ayame, con un gesto de dolor. Sólo podían rezar porque el público no hubiese escuchado el estruendo del cristal rompiéndose.
—¡Mierda, joder, coño! —maldecía en voz baja la mujer—. ¿No podéis hacer el truco con un espejo de menos?
—Con un espejo de menos el reflejo no parecerá lo suficientemente convincente —respondió uno de los dos ayudantes, dirigiéndole una mirada asesina.
—Eso, eso —añadió el otro—. Para que parezca que hay dos chicas cuando las puertas del armario se abran, todos los espejos deben estar perfectamente colocados y sincronizados...
Ayame torció el gesto ligeramente. Comenzaba a cuestionarse si estaba bien que utilizara y mostrara sus técnicas ninja de aquella manera, aunque enseguida se respondió con que en realidad aquel público pensaba que sólo se trataban de trucos de magia de Don Prodigio. Ella no era más que una pobre afortunada a la que habían invitado a subir al escenario. Por otro lado, ella no conocía técnicas de espejos. Lo máximo que podía hacer era...
—Creo que va siendo hora de olvidar el Arcanum y llamar a las fuerzas místicas del chakra —habló, cruzando los dedos índice y corazón de una mano sobre los de la otra en un característico sello. Junto a ella estalló súbitamente una débil nube de humo que reveló una réplica exacta de Ayame en cuanto se disipó. Ambas kunoichi se señalaron mutuamente, y ambas hablaron al unísono—. ¿Os sirve?
No iba a negar que durante un momento había tenido la dulce tentación de sacar a Kokuō... Pero el público esperaba ver una hermana gemela de Ayame y además estaba convencida de que el Bijū no colaboraría como debería hacer.
Ayame real:
131/131
– Clon de Ayame:
131/131
–
¤ Kage Bunshin no Jutsu ¤ Técnica del Clon de Sombras - Tipo: Apoyo - Rango: A - Requisitos: Ninjutsu 70 - Gastos: 30 CK por clon, el chakra restante se divide entre el número total de clones al final de cada turno (la regeneración de chakra se divide entre el número de clones) - Daños: - - Efectos adicionales: - - Sellos: Sello de clonación especial - Velocidad: Instantánea - Alcance y dimensiones: -
Similar a la técnica de clonación estándar, esta técnica crea clones del usuario. Sin embargo, estos clones son copias idénticas, no ilusiones ni imágenes. El chakra del usuario se distribuye equitativamente entre todos los clones creados por este método, dándole a cada copia una fracción equivalente del poder total del usuario. Los clones son capaces de realizar técnicas por sí mismo, de cualquier tipo, y pueden incluso sangrar, aunque se dispersarán ante tres golpes físicos cualesquiera o un ataque lo suficientemente fuerte (30 PV o más). Los clones también pueden dispersarse a la orden del usuario.
Cuando estos clones son creados, replican todas las armas no consumibles, pero sólo quitarán la mitad de daño. Es posible "pasarle armas" al clon al crearlo, en este caso el usuario pierde dichas armas de su repertorio y las posee su clon. Si el usuario tiene alguna técnica activa mantenida en el tiempo, deberá pagar de nuevo el coste de activación si desea que su clon también tenga dicha técnica activa. Además la regeneración del chakra se divide como corresponde.
Los clones de sombra no pueden ser diferenciados del original, ni siquiera con el Byakugan, ya que todas las réplicas y el original tienen exactamente la misma cantidad de chakra y no están hechas de ninguna otra sustancia. Los clones devuelven al original las experiencias recibidas al dispersarse, siendo útiles para entrenamientos que requieran mucho tiempo, y para enviarlos a misiones de espionaje o recogida de información. Sin embargo, también devuelven al original el shock emocional del recuerdo de un ataque recibido, aunque en menor medida. Los efectos negativos, como el del cansancio, o cualquier otra penalización a los atributos, pasan al original si el clon desaparece.
Debido a la forma en la que los clones son creados, el usuario debe dividir su chakra por igual entre él y sus copias, posible usando todo el chakra del que disponen rápidamente si hace demasiados clones. Además, se requiere bastante cantidad de chakra para poder hacer muchos clones. Si el usuario original queda con menos de 25 CK, todos los clones se deshacen. Para que los clones se coordinen entre sí y puedan realizar acciones combinadas, el usuario tiene que tener al menos 20 puntos de Inteligencia por cada clon creado. Todos los clones pueden usar hasta -25 CK, pero si alguno de ellos lo hace, la cantidad negativa de ese chakra también pasa al usuario, con lo que podría quedar inconsciente.
Los jinchuuriki son capaces de usar esta técnica hasta el extremo, ya que cuando se crea un clon se divide tanto el chakra del usuario como el chakra del bijuu disponible (y si en total el original tiene más de 25 CK, la técnica permanecerá activa). Sin embargo, no pueden utilizarse si se activan las capas de chakra de bijuu y no se controla a la criatura, pues la presencia del bijuu podría desestabilizar a los clones o tomar posesión del usuario. Incluso si el bijuu está controlado y dominado, si el usuario no tiene su favor podría aprovechar una fragmentación de más de un clon utilizando su chakra para tomar posesión de su cuerpo y liberarse.
Al contrario de lo que ocurre en el resto de las técnicas de clonación, los Kage Bunshin pueden pensar por sí mismos y, a pesar de estar separados, pueden sentir en cierto grado el dolor que sufra el original, ya que en el fondo siempre están conectados por un enlace microscópico de chakra. Si el usuario sufre un daño único de más de 50 PV, todos los clones desaparecen.
De nuevo la mala suerte se cebaba con aquella compañía de humildes artistas itinerantes... ¡Y de nuevo Aotsuki Ayame salvaba el día! Aunque ellos no lo sabían, ni los ayudantes ni la chica de ojos de fuego, aquella kunoichi era capaz de replicarse a sí misma con una aparente facilidad que podía resultar incluso insultante para el tinglado tan engorroso que ellos tenían que montar. Dos armarios convenientemente modificados para poder añadir varias placas de espejos bien especiales a su parte trasera, un voluntario colaborativo... Nada de eso era necesario, pues la amejin lo sustituyó por un sello y su conocimiento del manejo del chakra; que para aquellos, era más impresionante que cualquier tipo de magia que se hubieran podido imaginar. Así, cuando una segunda Ayame apareció junto a la original, no un burdo reflejo sino lo que parecía una persona de carne y hueso, a los tres jóvenes casi se les desencaja la mandíbula de la sorpresa.
—¿Pero c... cómo... Cómo has hecho eso? —balbuceó la mulata.
Los dos ayudantes estaban demasiado perplejos para decir nada, pero rápidamente entendieron que una oportunidad así no se presentaba todos los días. Con presteza indicaron a las dos Ayames que se quedaran quietas, mirando hacia donde se suponía que estaba el público, y luego se apresuraron a volver a colocar las tablas traseras del armario en su lugar. La muchacha volvió a verse envuelta por la oscuridad —aunque esta vez en compañía—, y pudo escuchar a Don Prodigio anunciando con gran pompa y ceremonia que el truco estaba a punto de revelarse.
¡Zas! Las puertas del armario se abrieron de golpe y la luz cegó momentáneamente a ambas kunoichis.
—¡Observad, estimados espectadores! ¡Contemplad con vuestros propios ojos el poder de las energías Cósmicas que he convocado aquí! —se regocijó, exultante, el prestidigitador—. ¡Ahora, del mismo modo que he separado a esta muchacha en dos mitades idénticas, volveré a unirlas para restaurar el orden mágico del Universo! No queremos que el propio tejido de la realidad etérea quede desgarrado, ¿verdad?
Luego sus ayudantes volvieron a cerrar las puertas del armario y esperaron con evidente cara de "no sé si lo que ha hecho esta chica es reversible". Rezando para que la muchacha hubiera deshecho aquel desdoblamiento, volvieron a abrirlas unos instantes después. Y allí estaba...