Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
El este era su destino, uno que se antojaba cada vez más y más lejano. La nieve no daba tregua. El frío no daba tregua. Cada vez el suelo se hacía más profundo, cada vez el viento templado soplaba más fuerte. Los huesos le dolían a mansalva y los músculos ya le fatigaban de tanto tiritar. Por suerte, llegó un punto pasado los bosques más espesos donde una planicie les daba la bienvenida, junto a lo que parecía ser un lago congelado que hacía de víspera a estructuras blanquecinas, poco uniformes y puntiagudas, formadas por un hielo de aspecto ancestral. Grandes formaciones glaciares que probablemente llevaran allí más tiempo de lo que cualquier historiador pudiese contar, y a la que daba la impresión de que habían sido pocos los afortunados —o desdichados, dependiendo de quién lo viera—. en tener la oportunidad de llegar hasta este punto y poder volver para contarlo luego, no sólo por las distancias y las dificultades climáticas, sino por la ruta tan específica que se requería para poder alcanzar aquél punto de la travesía. Estaba claro que se trataba de un destino que dada la sensación de intranquilidad que le transmitía al escualo, no quería ser encontrado ni perturbado por invitados no bienvenidos. La pregunta era: ¿Era Ryū bienvenido a su antiguo hogar?
Por la prisa con la que quiso cruzar el lago, Kaido supo que el Ryūto estaba totalmente dispuesto a averiguarlo.
Fueron veinte minutos más de camino, hasta que dieron con una pequeña e ínfima abertura entre tanto hielo. Una pequeña grieta que, en proporción a la masa que componían las enormes montañas heladas, no era más que un mísero rasguño que rompía la naturalidad de las formaciones templadas. Cuando lo cruzaron, Kaido sintió que estaba pisando ahora un mundo totalmente diferente, y que ōnindo era ahora un lejano vecino que sólo hacía de dama de honor a nuevos destinos y continentes. La cueva glaciar les dio la bienvenida, y sólo entonces entendió a qué se refería Ryū con que allí, el frío iba a ser infinitamente mayor al de los bosques. El escualo se abrazó a sí mismo, arrojó vahos calientes de aliento sobre sus manos, tratando de reconfortar su piel reseca y quebrada. Miró a su alrededor, y no pudo evitar sentir un deje de claustrofobia que a cualquier otra persona le hubiese obligado a dar la vuelta, y volver al exterior. Se sentía observado, como si un dragón de épocas antañas se encontrase dormido en un sueño criogénico y que podía despertar ante la intromisión de otros dos intrusos.
—El Palacio del Hielo... —repitió Kaido, aunque su voz no rompió en eco, como la de su mentor—. ¿Aquí naciste?
—Aquí es donde el hombre que un día fui murió. Aquí es donde Ryū nació. —Y, con esas palabras, dio un paso al frente.
El Palacio de Hielo era una cueva glaciar gigantesca. Al principio, la claridad convertía las paredes en un azul turquesa, y daba la sensación de estar caminando entre las profundidades del océano. Poco a poco, el azul se fue haciendo más oscuro, y las sombras y las formas en las paredes provocaban que uno viese cosas donde no las había. Que viese monstruos marinos donde no existían.
Ryū extrajo de su mochila dos antorchas y pasó una a Kaido, y las llamas iluminaron sus pasos y las peligrosas estalagmitas de hielo que colgaban por encima de sus cabezas. Cuanto más se adentraban en la cueva, más grande y más abierta parecía. Llegó un momento en que esta terminó por abrirse, llevándoles hasta lo que a todos luces era el interior de una montaña hueca. Casi hueca, más bien. Pues aquello estaba lleno de torres, escaleras que subían por la montaña y que descendían hasta sabe los dioses donde, y decenas de caminos angostos que colgaban sobre el vacío y conducían hasta la abertura de otras cuevas. Un hombre podría pasarse un mes entero allí, y no habría recorrido más que el diez por ciento de todo aquello.
Así de inmenso era. Y así de laberíntico.
—Concentra chakra en la planta de los pies, Kaido. A partir de aquí se vuelve muy resbaladizo.
No hacía falta ni qué decirlo. Pues, o se tenían unos nervios de acero, o recorrer el camino que Ryū había elegido sin seguridad era de locos. Era un paso muy estrecho, con la pared a la derecha y una caída al vacío a la izquierda, con el suelo ligeramente inclinado en dicha dirección como si el que hubiese construido aquello tuviese un extraño sentido del humor. Luego, el camino se convertía en un puente. Uno sin barandillas, claro. Ni nada en lo que sujetarse. Simplemente era una gruesa capa de hielo que conectaba con una torre circular, y que cuyo camino seguía descendiendo en espiral por esta.
Cuando ya habían bajado una buena parte de la torre, se encontraron con una abertura en ella. El camino seguía descendiendo, pero Ryū optó por adentrarse en la torre. Allí, en lo que a todas luces era una sala circular difícilmente creada únicamente por la madre naturaleza, encontraron a una mujer, de piel morena, pelo trenzado y un cuerpo nervudo y musculado. Le faltaban dos manos. Y, como pequeño detalle, se encontraba al otro lado de la pared. Dentro de ella, más bien.
Estaba congelada.
Al otro lado de la sala había otra abertura que llevaba a un camino colgante. Antes de avanzar por él, Ryū se quedó mirando por unos breves instantes a la mujer. Tenía los brazos levantados, las piernas flexionadas y el rostro teñido por una mueca de guerra. Es como si hubiese quedado congelada justo en medio de un salto, antes de impactar a su enemigo con un arma pesada.
Arma que no se veía por ninguna parte. No, claro que no se veía por ninguna parte. Porque Ryū…
—La antigua dueña de Cometruenos —informó a Kaido.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado
Grupo 0: Datsue y Uchiha Raito, (Bienvenida, 221), Poder 100 e Inteligencia 80
Grupo 1: Datsue y Reiji, (Ascua, 220), Poder 80 e Inteligencia 80
Grupo 2: Datsue y Aiko, (Entretiempo, 220), Poder 100 e Inteligencia 80
Grupo 5: Datsue y Uzumaki Kaia, (Bienvenida, 221), Poder 100 e Inteligencia 80
Apropiado, cuanto menos, que aquél lugar fuera el que dio vida al que hoy por hoy conocemos como el Dragón Ryū. Después de todo, su alma y su corazón eran tan gélidos e infranqueables como las gruesas capas de hielo que ahora les envolvían en portentosas infraestructuras talladas que, sin duda alguna, debían provenir de la mano del hombre. O del NInshū, para aquellos ancestros que en los inicios del chakra, apenas vislumbraba el poder del arte a través de, según decían las historias de los tiempos antaños; técnicas elementales.
—Uhm. Lindo lugar para haber muerto y renacido al mismo tiempo —comentó, jocoso. Aunque a sabiendas de que no le haría una pizca de gracia a su nuevo maestro, tomó la antorcha como buenamente pudo y se la acercó para reconfortarse en el calor de una simple llama que bien iba a luchar a capa y espada para no apagarse en el trayecto. El frío era inclemente, y aquél era su hogar. ¿Iba un ínfimo conato de fuego a perturbar su morada? no, no podía a atreverse.
Lo cierto era que, mientras más avanzaran, mejor entendía Kaido el nombre de aquél lugar. Un palacio de hielo en toda regla, con laberínticos pasillos, escaleras, y torres. Unas subían hasta lo más alto, otras descendían hasta lo más profundo. Otras rutas se perdían en pasadizos infranqueables, y algunas invitaban al intruso a morir en una mortal caída de quién sabe cuántos metros. Y lo peor del caso es que el suelo, hecho del hielo más puro, no suponía ser la superficie en la que uno se sintiese seguro para aventurarse a escalar. El chakra era necesario para no perder el agarre y perder el equilibrio y así lo entendió el gyojin cuando vislumbró la ruta elegida por Ryū. Para un mortal cualquiera: un suicidio. Para ellos: un pulso tentando a la suerte.
—Hostia puta, hostia puta —trataba de dar cada paso como si estuviese seguro de que no iba a caer, y evitaba mirar al vacío. De más está decir que falló estrepitosamente, y habrá pegado un vistazo en más de una ocasión para luego levantar la mirada con mayor intensidad—. vamos, queda poco, coño. Queda poco.
Quedaba poco, eso es cierto. Sólo para cruzar el primer puente. ¡Y pensar que para volver, tendrían que tomar el mismo camino! aquél viaje se estaba convirtiendo en una expedición de locos. ¿Pero qué habían encontrado hasta ahora? nada. Hielo, y más hielo. Frío, y más frío. Peldaños y más peldaños. Hasta que...
—La antigua dueña de Cometruenos.
Kaido quedó helado. No por la jodida temperatura, no. Por lo que ahora sus ojos veían. Su cuerpo, incapaz de controlarse, avanzó a expensas de su propio raciocinio y avanzó hasta la pared. Postró su mano en ella, corriendo el riesgo de que el guante se le quedase pegado a la superficie, y contempló el rostro de una mujer. Una mujer, adulta, morena, que yacía dentro del hielo. Como un bebé en el vientre de su madre. La lógica le decía al Umikiba que llevaba allí muchísimos años, pero aunque estuviese muerta, las temperaturas y el hielo mismo la habían conservado en perfectas condiciones. Podría haber sido ayer el día en el que el Palacio se la hubiese tragado, y nadie dudaría de ello.
—¿Pero cómo? —indagó. Miró a Ryū, pero pronto clavó la mirada en la gruesa capa de nuevo—. ¿cómo es que está dentro del jodido hielo? —Kaido siempre había sido muy paciente con los misticismos de Ryū, pero ahora mismo la paciencia se le estaba agotando. Necesitaba respuestas. Y pronto—. ¿quién es? ¿quién es?
Sí, era cierto. Ryū dosificaba tanto la información como el joven Akame. Pero, en aquella ocasión, no se guardó nada. Simplemente, no tenía las respuestas que Kaido buscaba.
—Nunca lo supe —respondió, sincero—. Probablemente muriese cientos de años antes de que yo naciese. Lo único que sé es que tenía a Cometruenos, y que se la arranqué de las manos.
Lo recordaba como si fuese ayer. La atracción instantánea que había sentido por Cometruenos. La fisura en la pared de hielo por su propio fuego. Sus manos envolviendo el mango helado, que se amoldaba a él como si hubiese sido pensada, creada y hecha por y para él. El tirón titánico para arrancarlo del hielo, trayendo consigo las manos congeladas de la mujer, que se habían negado a soltar su preciada arma.
Ahora la pared lucía intacta, como si el fuego y su brutalidad jamás hubiesen lamido el hielo. Solo el hecho de que la mujer careciese de manos lo indicaban.
—Sigamos.
Y siguieron. Por un segundo camino colgante. Si Kaido cometía la osadía de mirar hacia abajo, no distinguiría el fondo. Solo bruma. Solo oscuridad. El camino les llevó hasta una cueva —una de tantas que había esparcidas dentro del Palacio de Hielo—, y esta les llevó hasta un precipicio infinito. Los Ryūtōs giraron entonces a la derecha, por un paso tan estrecho que tuvieron que caminar de manera lateral y pegando la espalda a la pared. Luego pasaron por un túnel de hielo, y más adelante por una segunda torre, bajando de nuevo por una escalera que descendía en espiral, hecha enteramente de hielo.
Media hora más tarde, Kaido ya había perdido la cuenta de las torres, los puentes y caminos que habían recorrido. De hecho, dudaba que tuviese la memoria suficiente como para deshacer el camino. Ryū, en cambio, nunca dudaba. En cada bifurcación, en cada giro y en cada ascenso o descenso elegía el camino como si tuviese un mapa escrito a fuego en su cabeza.
No había duda. No había error.
Llegaron a una parte del Palacio de Hielo más oscura. Tras recorrer un camino serpenteante, se alzaba ante ellos un enorme portón de hielo. Dos enormes figuras de hielo se erigían, imperiales, a cada lado. Medirían al menos cinco metros, contaban con un escudo a la espalda, y un hacha de gigantescas dimensiones apoyado en el suelo. Todo hecho enteramente de hielo.
Encima del portón, símbolos que Kaido no había visto en su vida inscritos en una placa semiarqueada, como poniendo nombre a la entrada.
Ryū le tendió su antorcha a Kaido, y posó ambos manos en el enorme portalón. Incluso un gigante como él no era más que un niño en comparación.
—Gruu… —Sus músculos se tensaron. El abrigo de piel amenazó con rasgarse por la súbita presión que tuvo que soportar. Sus pies se afianzaron sobre el hielo con la firmeza de las raíces del Árbol Sagrado. Volvió a rugir. Volvió a hacer fuerza…
Crrrrrraaaaaaaaaaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjj…
… y el portalón cedió ante él.
Al otro lado, un largo pasillo se abría ante ellos. El techo era tan alto que bien podía confundirse con el cielo, y había una fila de pilares constituida por bloques de hielo a izquierda y derecha que avanzaban junto al pasillo. Al lado de cada pilar, una figura humana de hielo hincaba la rodilla mientras sujetaba un platillo del que…
… manaba fuego. Cómo se mantenía vivo el fuego sin nada que consumir y por tantos años era algo que ni el propio Ryū podía responder.
«Que... decepcionante» —pensó. Se había imaginado que Cometruenos había llegado a sus manos tras una intensa batalla con su antigua dueña, que en su cabeza bien podría haber sido la maestra del propio Ryū. En una situación así había conseguido a Nokomizuchi, después de matar al Kajitsu que la poseía antes de él lo hiciese. Aquél había sido su botín de guerra. En el caso de Ryū y su ahora olvidada arma contundente, nada más alejado de la realidad, por supuesto, siendo que había encontrado aquella estatua humana y al arma que empuñaba por pura casualidad. Kaido se alejó del hielo —. «y qué triste, además, no poder convertirte en cenizas y descansar en paz. Congelada eternamente como una especie de trofeo de guerra. Búf.»
Lamentablemente, no podía hacer nada por ella. Ni aunque tuviese las energías para hacerlo.
. . .
Nuevos caminos incluso más serpenteantes que los anteriores le llevaron, finalmente, hasta el umbral de un gigantesco portón que le hacía parecer, en proporción, un juguete dentro de un castillo con el que jugaba un niño. Atrás habían quedado rutas que ya no recordaba, y ahora, frente a él, la antesala les recibía junto a dos enormes guerreros de hielo. Estatuas de barbáricas proporciones con escudo y espada, custodiando la entrada a un nuevo mundo. Maravillado como sólo podía estarlo, Kaido alzó la cabeza y navegó las estelas talladas de los cuerpos de hielo como quien admira una obra de arte y las inscripciones que para él no tenían ningún significado, pero que hizo el esfuerzo de memorizar por si le servía de algo luego. Mágico, todo era mágico. Tan mágico como...
«Me recuerda mucho a las cámaras que dan acceso al Templo de los Señores del Hierro» —oh, sí. El Templo principal, donde la llama de los cinco antiguos señores rendían tributo a la organización. Kaido había tenido el honor de visitarla, antes de que Soroku se hiciese muy cercano al mocoso de Datsue. Ahora se preguntaba qué había sido de ese calvo hijo de puta. ¿Le iría bien en los Herreros?—. «¿qué habrá tras el portón?»
Pronto iba a averiguarlo.
Crrrrrraaaaaaaaaaaaaaaaajjjjjjjjjjjjjjj…
Kaido se cubrió el rostro por el viento helado proveniente del interior.
—Joder.
A veces no hacía falta más que un buen improperio para resumir lo que uno sentía. Kaido estaba fascinado, por la altura del salón, por sus enormes pilares. Por los soldados que se erguían para sostener las ofrendas de fuego. ¿Fuego? ¿Fuego vivo? si parecía que ese portón no se había abierto en una eternidad. ¿Cómo es que...
—Ni a los autores más conocidos de mundos fantásticos se les hubiera podido ocurrir un lugar como este. Parece... parece el hogar de un Rey. Un Rey de la noche.
Ryū no comentó nada al respecto. Kaido bien sabía que él no estaba hecho para chácharas. En su lugar, dijo:
—Mantén los ojos atentos y la voz baja ahí adentro. Las paredes tienen oídos. —Y cuando Ryū decía esto, Kaido bien sabía a lo que atenerse.
De hecho, le dijo al Umikiba de apagar las antorchas antes de penetrar el umbral. No fue hasta que lo hizo que avanzaron por el lúgubre corredor. El corredor de un auténtico palacio, en el que pronto empezaron a ver puertas a ambos lados. Todas custodiadas por guerreros de hielo de dos metros de altura, todos ellos empuñando largas naginatas. ¿Qué habría al final del pasillo? Quizá nunca lo descubriesen. No, porque ellos se detuvieron mucho antes.
—Hmm.
Por primera vez, Ryū no estuvo seguro de cuál era la puerta correcta. Se agachó en el suelo, y sus dedos recorrieron la capa de hielo hasta encontrar un reguero rojo bajo la superficie. Un reguero que desaparecía tras una puerta a la derecha, custodiada por dos guerreros.
La abrió, y ambos accedieron a una sala circular, desprovista de fuego, pero cuyas paredes de hielo desprendían luz. Como si hubiese un foco o una fuente de luz al otro lado, en algún punto. Una luz de color, que teñía la pared circular, el suelo y el techo en tonos púrpuras. Sin embargo, los ojos de Ryū solo podían enfocarse en un lugar: al frente, donde un hombre se mantenía de pie ante él, mirándole con los ojos muy abiertos.
Era un hombre con armadura de samurái roja, barba de chivo, y una ōdachi en su diestra. Su cara era de sorpresa, y al igual que la mujer que encontraron media hora antes, él también estaba dentro de la pared de hielo. A diferencia de ella, no obstante, contaba con otra cosa de lo más peculiar. Él…
… tenía una espada incrustada en el pecho. Un mandoble, que parecía haberle atravesado por completo cuando estaba en vida, y cuya empuñadura era la única que permanecía fuera del hielo, por más que una fina capa de escarcha la recubriese. Venas inconfundiblemente carmesíes salían de la herida mortal del hombre contrastando con el púrpura del hielo.
Frrsrssss. El fuego de las antorchas perecieron, y quedaron a merced de las flamas de los platos. Kaido asintió ante las instrucciones de su guía y enfocó toda su atención el camino que se asomaba adelante. Mantener la voz baja, le habían pedido. No iba a haber problema. Si nadie le buscaba la cháchara, él tampoco hablaba mucho.
Ambos siguieron pasillo abajo. Kaido miraba a cada guerrero de hielo con el que se cruzaba, pues cosas más extrañas había visto como para que no tuviese presente la posibilidad de que las estatuas se levantasen de su sueño eterno y trataran de matarle. Por suerte, nada de ésto ocurrió, y más pronto que tarde, se adentraban a una nueva habitación.
Un rastro de sangre —supuso él—. quedaba atrás de la puerta. Ahora se encontraban en un salón oval iluminado por algún brillo natural proveniente del submundo. Ésta vez, volvieron a dar con una escena parecida a la anterior: un hombre metido en el corazón del hielo. Ahora se trataba de una especie de samurái que evidenciaba en su rostro la misma sorpresa que acaecía a la otra mujer «es como si no hubiesen visto venir el hielo. ¿Una emboscada?» y que, curiosamente, también tenía un arma junto al hielo. La primera se había visto despojada de su hacha por Ryū. ¿Y ahora qué? ¿pretendía hacer lo mismo con el hombre de la chiva?
Kaido se retorció cuando sintió la puerta cerrarse tras él. Miró a todos lados, atento, y trató de prevenir si algún peligro se ceñía irremediablemente sobre ellos. Si comprobaba que estaban a salvo, por ahora, torcería su mirada hasta el Dragón. ¿Acaso pensaba tratar de arrancar ese mandoble?
Lo único que vio Kaido al darse la vuelta fue la puerta, cerrada. Nada que indicase un peligro inminente.
Mientras tanto, Ryū se acercó hasta el mandoble, una terrorífica espada como nunca en su vida había vuelto a ver. Una empuñadura simple pero gruesa y manejable, de guarda ancha, con ricasso, falsa guarda más pequeña, y finalmente una hoja ondulante que tenía la forma de una interminable llama. Cuando su mano envolvió la empuñadura, el mandoble vibró. Lo sintió en su piel, y en su oído.
Los hilos carmesíes que brotaban del pecho abierto del hombre y envolvían como una telaraña la hoja que lo mató empezaron a moverse dentro del hielo. Al principio, simplemente flotando y creando curvas sinuosas. Luego, como el lienzo de un pintor, cobrando poco a poco una forma. Una imagen.
La imagen carmesí de una figura tan alta como el propio Ryū. De cabello corto, rostro chupado, y el torso desnudo salvo por unas vendas que cubrían un pecho que ni se intuía. Pero algo decía a ambos que se trataba de un cuerpo femenino.
Y entonces sucedió algo todavía más surrealista.
—Sabía que volverías —Habló. A través del jodido hielo. O de la espada. A saber si por algún extraño Genjutsu sellado en el mandoble, o porque se trataba de un jodido espíritu. Pero habló, y si a Kaido le había parecido que la voz de Ryū era gutural, aquella parecía provenir del mismísimo Yomi. Y la sonrisa que se entrevía en su rostro… Oh, más que una sonrisa, era un maldito tajo abierto en la boca—. Y esta vez con otro invitado. ¿Harás lo mismo que la última vez?
Estaba activando algo. Y nunca iba a saber el qué.
«Joder, Ryū... qué mierda es esto»
Un rastro de hilos carmesíes danzaron dentro del hielo, formando la silueta de una mujer. Pero a quién se pareciese no importaba. Lo que realmente caló hondo en Umikiba Kaido fue la voz. Una voz que provino del todo y la nada al mismo tiempo. De adentro y de afuera del hielo. Era como si el mismísimo Palacio del Hielo le estuviese hablando a ellos, si es que eso era posible.
Posible. Una palabra muy curiosa en estos tiempos.
—Sabía que volverías. Y esta vez con otro invitado. ¿Harás lo mismo que la última vez?
17/02/2020, 01:39 (Última modificación: 17/02/2020, 01:41 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
Los orbes verdes de Ryū se posaron en Kaido, como la zarpa de un tigre podía posarse en su presa. Le mantuvo la mirada por unos largos segundos, habiendo soltado ya la empuñadura del mandoble.
Solo dijo una cosa:
—No dejes que sus palabras te confundan.
El espíritu —o lo que sea que fuese aquella figura femenina hecha de sangre— rio, y su carcajada era tan alegre como el aullido de un moribundo.
—Oh, chico. Yo no confundo a nadie, solo doy hechos. Mira al hombre que estoy atravesando, para empezar. Él lo mató. Y contigo hará lo mismo —rio—. Oh, sí lo hará.
Kaido frunció el ceño cuando contempló la mirada de Ryū. Con ella, le estaba advirtiendo de algo. Miró a la pared con templanza y le hizo frente a la voz que, ahora, arrojaba frases más enigmáticas que la anterior. ¿El Ryūto, matarlo a él? ¿y qué ganaría con eso?
—Pues vaya suerte, que sea uno de los pocos en éste mundo que no pueda morir siendo atravesado por una espada —miró a Ryū—. ¿hay que eliminar a esta zorra parlanchina, o qué?
—¿Zorra parlanchina? —rio, en una carcajada tan suave como un puñal clavándose hasta el fondo de un corazón—. Oh, ¡si supieses quién soy yo! ¡SI SUPIESES QUIEN FUI YO! —rugió, y su voz sonó tan aguda que se clavó en los oídos de los Ryūtōs como cientos de agujas—. Lástima que ahora tan solo sea un eco. Una reverberación de lo que un día fui. Un recuerdo olvidado. Mi nombre es Jujunna. ¿No es gracioso? —A ella debió parecérselo, porque rio de nuevo. Una risa carente de alegría. Una risa muerta—. ¿Para qué has vuelto, Ryū? Juraste no volver a empuñarme. Ni a mí, ni a ningún otro filo. El mismo día en que me abandonaste aquí, con la sangre de tu maestro todavía bañando mi hoja. ¿Acaso no lo recuerdas?
—Esa promesa no fue mía, sino del hombre en el que me quise convertir. Esa promesa fue de Ryū, y yo ya no soy ese.
—Ah, ¿no lo eres? ¿Y quién eres, entonces?
—Soy aquel que en tu día te blandió.
—¿Lo eres? Porque te miro, y te falta algo.
Ryū se llevó inconscientemente una mano al pecho, allí donde una profunda cicatriz todavía adornaba su piel.
17/02/2020, 02:12 (Última modificación: 17/02/2020, 02:14 por Umikiba Kaido. Editado 3 veces en total.)
Vaya que sí le calaba dentro aquella voz. Si había sentido una pizca de miedo cuando Ryū le habló la primera vez a través del cuerpo incinerado de Katame, lo de ahora la misma sensación elevada a la décima potencia. La escuchaba, y sentía que el mismísimo Yomi le estuviera susurrando al oído.
«Jujunna» —un nombre olvidado en los cánones del tiempo. ¿Acaso se estaba refiriendo a sí misma como... la espada? ¿y aquél samurái era, entonces, el maestro de Ryū?
—Esa promesa no fue mía, sino del hombre en el que me quise convertir. Esa promesa fue de Ryū, y yo ya no soy ese.
—Ah, ¿no lo eres? ¿Y quién eres, entonces?
—Soy aquel que en tu día te blandió.
—¿Lo eres? Porque te miro, y te falta algo.
«Un jodido pulmón»
—Pues a veces, Jujunna, hay que dejar algo atrás para obtener algo a cambio. Se le llama sacrificio.
Miró a Ryū. O mejor dicho, al nuevo guerrero cuyo nombre aún desconocía. Sus ojos transmitían fortaleza. «No te preocupes, que yo te tengo»
17/02/2020, 02:20 (Última modificación: 17/02/2020, 02:23 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
—Oh, no. No, no. Ambos os equivocáis. No me refería a eso. —dijo, en clara alusión a la cicatriz que adornaba el pecho de Ryū—. Perdiste algo más que eso. Mucho más valioso —dijo Jujunna—. Te perdiste a ti mismo.
—No, me he reencontrado. He vuelto a ser el que un día fui.
Otra carcajada, cuyo sonido era de tan buen agüero como podía serlo el producido por una soga al tensarse seguido de una silla cayendo al suelo.
—No te engañes a ti mismo. Tu alma está hecha pedazos. La amputaste tú mismo, una y otra y otra vez. En cada Despedida, cortaste algo de ti y lo echaste a la trituradora —rio, y su risa era el gorjeo de mil katanas desenvainando una tras otra—. Eso te hizo más fuerte, eso no puedo dudarlo. Cortaste lo blando y te quedaste con lo duro. Te hiciste implacable. Te volviste inalterable. Ya nada te perturba. Ya nada te emociona. Y por eso mismo, ya no eres capaz de volver a empuñarme, Ryū. Porque te volviste tan duro y tan frío como el hielo que nos rodea. Y el frío no puedo combatirse con más frío. ¿Lo entiendes? Te quedaste con lo más duro, pero no son los huesos, sino la grasa, lo que mejor arde.
Ryū emitió un simple hmm por la boca.
—Deja de jugar con las palabras —replicó, cortante—. ¿Quieres salir de aquí, o no?
Jujunna se pasó la lengua por los labios.
—Si de verdad crees que tienes lo que un día tuviste, ¡hazlo! Sabes cuál es el camino. Eres un Dragón, pero un día fuiste menos que eso. Y al mismo tiempo más. Un día simplemente fuiste su mensajero, el Heraldo del Dragón. Eras el anuncio de su llegada. Porque, ¿cómo anuncia su llegada todo dragón? ¿¡Cómo la anuncia!?
Ryū llevó ambas manos a la empuñadura del mandoble.
—Solo con una cosa —respondió, con la mirada encendida. Así como el león rugía, el lobo aullaba y el oso gruñía, el dragón tenía su particular forma de presentarse—. Solo con una cosa.
La misma que dejaba huérfanos, viudos, huesos calcinados y muerte. La misma que convertía en ceniza todo lo verde. La misma que consumía todo lo vivo. Hacía mucho tiempo, él había sido eso. Pero tras asesinar a su maestro, se había prometido ser algo más. En vez de su mensajero, se había convertido en el mismísimo dragón. Él, y solo él, decidiría cuando lanzar un mensaje. Y había mantenido las fauces cerradas por tanto tiempo, por tantos largos años…
—Solo una cosa. —Se repitió. Abrió la boca, pero no encontró la chispa. Esa que, antaño, no tenía ni falta de buscar. Esa que le salía tan natural como chasquear la lengua. Se dio cuenta que, por mucho que recuperase su antiguo ser, las motivaciones que venían con ello no despertaban en él lo que antes.
Tiró del mandoble, pero la hoja no se movió ni un milímetro del hielo. Por mucha fuerza que tuviese, sus poderosos músculos no eran rival para aquel hielo.
—Te lo dije —escupió Jujunna—. Ya no lo tienes. Deberías dejar probar al chico. ¡Ja! ¡Quizá él sí tenga lo que hay que tener!
Pero mantener las fauces cerrada tanto tiempo tenía sus consecuencias para el Dragón. La flama viva de su interior, dormida, no iba a despertar tan fácil. Pero eso no quería decir que no estuviese ahí, en lo más dentro de su interior, por más que Ryū hubiese cortado a su alrededor. Porque el fuego ígneo de un dragón no se extingue sino con la muerte. Y Ryū, después de tanto, estaba más vivo que nunca.
¡Más vivo que nunca!
—Antes, quizás, tendrías que haberlo hecho tú sólo —dijo, poniéndole la mano en el hombro—. romper el hielo. Descongelarlo hasta que el palacio no fuera sino otro lago más en el País del Agua. Pero ya no. Porque no estás sólo. Cortaste las partes blandas, pero sin saberlo, te dejaste crecer otras. Aunque no son debilidades sino complementos. Siete. Siete llamas. La Anciana, Kyūtsuki. Todos nosotros.
»La manada te está viendo. Al Gran Dragón. Venga, Ryū... ¡calcínalo todo hasta sus cimientos! ¡Que las llamaradas de Jigoku no fuera sino una ínfima chispa en comparación con el fuego de tu interior!