Hanabi dio un último vistazo al estropicio que había dejado en el templo, sin impedir que ello borrase su sonrisa.
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Lo sé, lo sé —respondió a Kenzou, consciente de que no podía olvidarse de pagar a los samuráis. Aunque, de todas formas, dudaba que ellos fuesen a dejar que se
olvidase de algo así—
. Pero no enturbiemos el momento. ¡Ahora estamos de celebración!
»
¡Solo si te tomas tantas como yo! —respondió a Yui, en tono alegre, cuando ella le preguntó si aquella bebida suya lograría tumbarla. En realidad, nunca había sido demasiado resistente para el alcohol. Pero, ¡bah! Estaban de celebración, ¿no? No tenía porqué pasar nada malo por una vez que se desmelenaba un poco.
Además, se lo merecía, joder. Había sido un año de locos, y no había recibido más que disgustos. Agarró a Katsudon y Kuza por los hombros, desoyendo sus protestas, y los atrajo hacia él con la confianza que solo la amistad de toda la vida podía dar.
Feliz, encabezó la marcha hacia el famoso bar de culto que tantas buenas noches le había dado hacía no tantos años. Tendría que pararse un momento a hablar con los samuráis por el pequeño incidente en el templo, claro. Disculparse, pedir amablemente que evaluasen los daños y que le cobrasen cuanto hiciese falta. Aquella reparación saldría de su bolsillo, y no de las arcas de la Villa, al considerarse único responsable de lo sucedido. Tenía que dar ejemplo.
• • •
Cuatro horas más tarde…
Nueve personas se sentaban alrededor de una mesa de roble redonda. Nueve, como nueve eran los países de Oonindo. O como nueve eran Kurama y sus Generales. O los bijjū. Bien podían ser estos últimos, por la reacción de gran parte de la clientela. Les observaban, asombrados. ¿Sería posible que aquellos fuesen los…? Pero, no, no... ¿Cómo iban a serlo? Los Kages de las Tres Grandes debía ser gente mucho más seria, respetable y…
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¡Otra ronda para aquí! ¡A esta invito yo! —rugió Katsudon, cuya voz retumbó por todo el bar. Tenía las mejillas coloradas, y una gran determinación. ¿Se creían Kenzou y Yui resistentes? ¡Iba a demostrarles lo que de verdad era tener
aguante!
El camarero, que no daba crédito, les trajo otro gran recipiente de barro lleno de aguardiente, azúcar, granos de café y trozos de limón y naranja pelados. El camarero tomó un cucharón lleno de azúcar y aguardiente y le plantó fuego con un mechero, para luego depositarlo en el mejunje, que se prendió en el acto. Removió un poco, levantando incluso el cucharón un metro por encima del recipiente y creando cascadas de fuego con ello. Un auténtico espectáculo visual, hasta que creyó que ya estaba lo suficientemente revuelto y se retiró.
Era costumbre allí dejar que fuesen los propios clientes quienes apagasen el fuego, a su gusto. Si lo hacían muy pronto, obtendrían unos vasos bien cargados de alcohol. Si esperaban más, las llamas irían volviéndose más y más azules, lo que indicaba que consumían ya poco alcohol y mucho azúcar.
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¡Eshto ya eshtá al punto! —exclamó Hanabi, que como experto que era en aquella bebida, sabía el momento perfecto para colocar la tapadera encima y cortar el oxígeno. A nadie le pasaba desapercibido que cada vez la apagaba antes, a medida que se iba poniendo más
contento—
. ¡Eshcuchad, eshcuchad! —gritó, cuando todos se sirvieron. Hipó—
. ¡Un brindish!
»
¡Por nueve locosh que decidieron que hoy, hoy, era el día para dejar nueshtra huella en la hishtoria! —levantó su vaso al centro de la mesa, derramando un poco del contenido por el camino, para entrechocarla con el resto—
. ¡Por noshotrosh, coño, POR NOSHOTROSH!