23/12/2016, 14:50
Akame respondió con una sonrisa tranquila a las preocupaciones de su artístico compañero.
—No es nada, Yoshimitsu-kun —estuvo a punto de agregar algo más, pero creyó que únicamente alimentaría una discusión estéril. También hizo oídos sordos a los refunfuños de Datsue por la misma razón.
El frío invernal le golpeó en la cara al salir de la taberna. Caminaron por las calles del castillo —que parecía más bien una ciudad pequeña y amurallada— en dirección al alcázar donde vivía la familia Yamabushi, tal y como se le suponía al señor de cualquier castillo. Akame no pudo evitar detenerse un momento para admirar el tamaño de las torres, el grosos de sus muros y el escenario imponente que conformaban. Cuando se dio cuenta, Datsue había hecho lo mismo —aunque puede que sus pensamientos fuesen distintos—. El de Inaka pensaba en cómo sería la vida del señor de aquella fortaleza. Intentaba imaginar su rutina; sin tener que preocuparse de si habría un plato de comida en la mesa, teniendo a toda persona cercana lamiéndole las botas, y cosas así.
Atravesaron las puertas de la muralla tras enseñar el pergamino de misión que les identificaba como los shinobi que estaba esperando el señor Yamabushi, y tuvieron que acreditarse una vez más para acceder a las estancias interiores del alcázar. Atravesaron el patio de armas, oscuro y desierto a aquellas horas, y uno de los guardias los guió a través de un par de pasillos fríos y mal iluminados hasta llegar a la sala principal.
Cuando entraron, los shinobi pudieron ver una estampa digna de las historias de reyes y princesas... A menor escala. Una suerte de grupo conformado por nobles menores, cargos importantes del ejército del señor, algunos comerciantes y otros individuos con profesiones prestigiosas se agolpaban en el centro de la sala. Allí podían caber unas ciento cincuenta personas, pero apenas habría la mitad. «Está claro que la popularidad de Kotaro Yamabushi no se encuentra en su punto más álgido», concluyó Akame.
Al fondo de la sala, sentado sobre su silla ornamentada, estaba el señor del castillo. Era un anciano decrépito y exageradamente consumido; su piel era pálida y estaba arrugada como un pergamino viejo, apenas tenía cuatro mechones de pelo blanco sobre la cabeza y sus ojos estaban casi cerrados por completo. Vestía, no obstante, con la elegancia que caracterizaba a su riqueza, y llevaba colgada del cuello una pequeña bolsita de cuero. Junto a él —mas de pie— se colocaban tres hombres; jóvenes, fornidos y muy parecidos entre ellos, vestían vistosas armaduras y todos llevaban una espada al cinto.
Justo cuando los shinobi ingresaban en la sala, un hombre se encontraba en audiencia con el señor. Vestía con ropas caras y hablaba con lengua de plata, lo que podía dar a entender que se traba de un comerciante. Hablaba de algún tema relacionado con impuestos y ventas, algo que Akame no entendía ni tenía interés en entender.
—Deberíamos colocarnos más adelante... —susurró el Uchiha a sus compañeros—. Así podremos presentarnos. ¿Quién quiere hacer los honores?
—No es nada, Yoshimitsu-kun —estuvo a punto de agregar algo más, pero creyó que únicamente alimentaría una discusión estéril. También hizo oídos sordos a los refunfuños de Datsue por la misma razón.
El frío invernal le golpeó en la cara al salir de la taberna. Caminaron por las calles del castillo —que parecía más bien una ciudad pequeña y amurallada— en dirección al alcázar donde vivía la familia Yamabushi, tal y como se le suponía al señor de cualquier castillo. Akame no pudo evitar detenerse un momento para admirar el tamaño de las torres, el grosos de sus muros y el escenario imponente que conformaban. Cuando se dio cuenta, Datsue había hecho lo mismo —aunque puede que sus pensamientos fuesen distintos—. El de Inaka pensaba en cómo sería la vida del señor de aquella fortaleza. Intentaba imaginar su rutina; sin tener que preocuparse de si habría un plato de comida en la mesa, teniendo a toda persona cercana lamiéndole las botas, y cosas así.
Atravesaron las puertas de la muralla tras enseñar el pergamino de misión que les identificaba como los shinobi que estaba esperando el señor Yamabushi, y tuvieron que acreditarse una vez más para acceder a las estancias interiores del alcázar. Atravesaron el patio de armas, oscuro y desierto a aquellas horas, y uno de los guardias los guió a través de un par de pasillos fríos y mal iluminados hasta llegar a la sala principal.
Cuando entraron, los shinobi pudieron ver una estampa digna de las historias de reyes y princesas... A menor escala. Una suerte de grupo conformado por nobles menores, cargos importantes del ejército del señor, algunos comerciantes y otros individuos con profesiones prestigiosas se agolpaban en el centro de la sala. Allí podían caber unas ciento cincuenta personas, pero apenas habría la mitad. «Está claro que la popularidad de Kotaro Yamabushi no se encuentra en su punto más álgido», concluyó Akame.
Al fondo de la sala, sentado sobre su silla ornamentada, estaba el señor del castillo. Era un anciano decrépito y exageradamente consumido; su piel era pálida y estaba arrugada como un pergamino viejo, apenas tenía cuatro mechones de pelo blanco sobre la cabeza y sus ojos estaban casi cerrados por completo. Vestía, no obstante, con la elegancia que caracterizaba a su riqueza, y llevaba colgada del cuello una pequeña bolsita de cuero. Junto a él —mas de pie— se colocaban tres hombres; jóvenes, fornidos y muy parecidos entre ellos, vestían vistosas armaduras y todos llevaban una espada al cinto.
Justo cuando los shinobi ingresaban en la sala, un hombre se encontraba en audiencia con el señor. Vestía con ropas caras y hablaba con lengua de plata, lo que podía dar a entender que se traba de un comerciante. Hablaba de algún tema relacionado con impuestos y ventas, algo que Akame no entendía ni tenía interés en entender.
—Deberíamos colocarnos más adelante... —susurró el Uchiha a sus compañeros—. Así podremos presentarnos. ¿Quién quiere hacer los honores?