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Kazeyōbi, 7 de Primera Flor del año 202
Kuroshiro. País de los Ríos.
Era la primera vez que abandonaba su hogar sola. Era la primera vez que viajaba sin la compañía de su padre o de su hermano. Y era la primera vez que viajaba en aquel nuevo medio de transporte que acababan de inventar y llamaban ferrocarril.
«Le pegaría más un nombre como "pedocarril". Maldito monstruo humeante y gruñón...» Torció el gesto, malhumorada, al recordar el incómodo traqueteo de aquella endemoniada máquina al moverse o el ensordecedor rugido de sus motores. ¿En serio alguien había pensado que aquella cosa era una invención digna de existir? Con un suspiro resentido, echó la mirada hacia el cielo, justo en el momento en el que una bandada de aves surcaba el infinito azul. «Con lo cómodo que sería poder volar...»
El encargo de una misión la que la había enviado prácticamente hasta la frontera entre el País de la Tormenta, el País del Río y el País de los Bosques. Desde luego, no se podía negar que el ferrocarril reducía enormemente el tiempo de los viajes. A pie, a Ayame le habría supuesto por lo menos cuatro días regresar a casa pero encerrada en aquel endemoniado cacharro podía hacerlo en unas siete horas. Aunque debería sumar a ese trayecto por lo menos medio día más, ya que el tren no llegaba directamente hasta Amegakure, sino que paraba en los lugares aledaños como eran Shinogi-to y el Cementerio del Gobi.
Pero dado que el ferrocarril aún tardaría varias horas en salir como mínimo, Ayame había decidido dejar bien resguardados los paquetes de cañas de bambú que debía llevar hasta su aldea y con deleitarse durante un ratito más de las vistas de aquel pequeño pueblo rodeado de cañas de bambú e inundado de pandas por doquier. Desde el mismo instante en el que había puesto el primer pie sobre el sitio, su asombro había sido mayúsculo. ¡No sólo había estatuas de osos panda por todas partes sino que los propios animales convivían con las personas como si de peluches gigantes se trataran!
Pronto dio con una especie de feria abierta al público, y no dudó ni un instante en entrar. Ni siquiera se sorprendió cuando se vio rodeada de más puestecillos que vendían todo tipo de souvenirs dedicados enteramente a los pandas: desde chuchería y comida hasta joyas y ropa. Todo ello basado en el emblemático animal que representaba su pueblo.
Sin embargo, lo que llamó verdaderamente su atención fue una especie de corralito en el que se agolpaba una auténtica multitud de niños y con un cartel que lo coronaba y rezaba "Paseo en Panda". Intrigada, Ayame se abrió paso y se acercó hasta la valla.
—¡Pero qué monaaadaaaa! —gimió, profundamente enternecida, cuando se vio ante una docena de pandas de carne y hueso. Casi con desesperación, buscó al encargado del oficio—: ¡Perdone! ¿Puedo tocar uno?
El hombre, que debía rondar la cincuentena, la miró de arriba a abajo con desdén.
—Lo siento, muchacha, pero esta es una actividad exclusiva para los niños. ¡Largo!
—¿Qué? ¡Pero si no quiero hacer el paseo! ¡Sólo quiero tocarlo! Porfiiiiiii... Sólo un minutito...
—¡¿Qué es lo que no has entendido?! ¡He dicho que no! ¡LARGO DE AQUÍ O LLAMARÉ A LOS GUARDIAS!
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Justo después de que aquel cincuentón la mandara a freír espárragos, Ayame pudo escuchar una estruendosa carcajada. Si se daba la vuelta, no tardaría en hallar al culpable —o, mejor dicho, a la culpable—. Una chica más alta y fornida que ella la observaba con curiosidad, apoyada en un poste de madera que servía de soporte para el anuncio del paseo en panda. Tenía una pose instintivamente marcial, con los brazos en cruz y la mirada penetrante centrada en los ojos de la jinchuuriki.
—¡Hay que joderse! Aotsuki Ayame, en carne y hueso.
Se trataba, claro está, de Anzu. Su piel bronceada brillaba con el Sol de Primavera, y llevaba el pelo rubio platino rasurado por un lateral de la cabeza y largo, hasta mitad del rostro, por el otro. Vestía un top negro, cómodo y ajustado, y sobre él una cazadora sin mangas de color marrón claro. Llevaba su portaobjetos al cinto, y su bandana de Takigakure anudada en torno al brazo izquierdo.
«No parece peligrosa en absoluto. ¿Será cierto lo que cuentan?»
Con paso afable se acercó a la chica de Amegakure, sin apartar la mirada de aquellos ojos marrones y profundos. De cerca, Ayame podría notar que el cuerpo de la Yotsuki estaba surcado de cicatrices a excepción del brazo derecho, donde lucía un colorido tatuaje —una mujer-gato envuelta en llamas—. Anzu sonrió, y la cicatriz que le cruzaba la parte inferior del rostro se retorció con evidente deformidad.
—Soy Anzu. Kajiya Anzu, de Takigakure no Sato —dijo, ofreciéndole a Ayame su mano diestra, cubierta de horribles quemaduras—. ¿Qué te trae por aquí, compañera?
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22/07/2016, 15:58
(Última modificación: 22/07/2016, 15:59 por Aotsuki Ayame.)
Ayame se encogió sobre sí misma, acongojada ante los bruscos gritos del hombre encargado del recinto de los pandas. Y ni siquiera le dio tiempo a pensar una respuesta cuando una carcajada resonó tras su espalda. Extrañada, se dio la vuelta y entonces se encontró con una alguien que, apoyada sobre el poste que anunciaba los paseos en panda, tenía los ojos clavados en ella.
«¿Se está riendo de mí?» Se preguntó, torciendo ligeramente el gesto.
Si le hubiesen preguntado, no podría haber asegurado si era una mujer o un hombre. Aparentaba tener una edad similar a la suya, pero indudablemente era más alta y, a juzgar por los marcados músculos de su cuerpo, también más fuerte. Su piel oscura contrastaba con sus cabellos, tan claros que casi parecían blancos y rapados en un lateral de su cabeza.
—¡Hay que joderse! Aotsuki Ayame, en carne y hueso.
Su voz había sonado indudablemente femenina, aunque algo más áspera de lo habitual, aunque aquella exclamación había conseguido que Ayame se olvidara de golpe de sus dudas.
—Nos... ¿conocemos? —preguntó, entrecerrando los ojos y ladeando ligeramente la cabeza. ¿Era posible que su mala memoria hubiese superado su propio récord?
En su exhaustivo estudio, reparó en que llevaba una bandana atada en torno a su brazo izquierdo y que iba tan armada como ella misma.
«¡Una kunoichi de Takigakure!» Pero aquel descubrimiento no le decía absolutamente nada, y de entre sus recuerdos no conseguía rescatar el característico rostro de aquella chica que ahora se acercaba a ella sin apartar sus penetrantes ojos acerados de los suyos como si quisiera atravesarlos. «¿Por qué me mira así?» Intimidada, fue ella la primera en romper el contacto visual y sus ojos fueron a parar en la ingente cantidad de tatuajes y cicatrices que recorrían su piel como un mapa topográfico. Lo que más le llamó la atención fue el dibujo que llevaba grabado en el brazo derecho y que representaba a una mujer-gato envuelta en llamas.
—Soy Anzu. Kajiya Anzu, de Takigakure no Sato—sonrió, y la cicatriz que le cruzaba la parte inferior del rostro bailó de manera macabra. Le ofreció una mano, y tras un primer sobresalto al ver que estaba cubierta de horribles quemaduras, se la estrechó con cierto cuidado. Pero incluso en aquel breve contacto físico, Ayame comprobó que no se había equivocado. Anzu era fuerte. Debía serlo, estando tan marcada como estaba. «Las mejores espadas se forjan en las llamas del infierno», le había dicho alguien hacía tiempo. Y sólo entonces comprobó el significado de aquellas palabras—. ¿Qué te trae por aquí, compañera?
Ayame se reajustó la bandana sobre su frente.
—Tareas de oficio, ya sabes —respondió, aunque se sonrojó ligeramente al recordar que nada tenía que ver con el espectáculo que había levantado al intentar tocar uno de los pandas.
Y hablando de los pandas...
—¿Por qué no vais a hablar de vuestras cosas a otra parte? ¡Estáis estorbando! —gruñó el exaltado cuidador del rancho, y Ayame dejó escapar un pesado suspiro.
—Lo siento... lo siento... —murmuró, cabizbaja, antes de apartarse a un lugar más calmado—. Jolines, qué genio... Bueno, ¿y qué hay de ti? ¿Qué haces por aquí? —preguntó, volviendo la cabeza hacia la kunoichi.
Durante un instante, no pudo evitar preguntarse si tendría que ver con aquellas terroríficas quemaduras que cubrían su mano derecha.
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Anzu soltó una carcajada jovial cuando la chica de Amegakure le preguntó, tímidamente, si se conocían. ¡Pues claro que se conocían! Aunque más bien, iba en una sola dirección —tal vez Ayame no supiera quién era ella, pero todo el que hubiera asistido al Torneo de los Dojos sabía ponerle rostro y nombre a la jinchuuriki de la Lluvia—.
—Bueno, socia, yo diría que te conozco. ¿Y quién no? Sería difícil olvidar lo que paso aquel día... ¿Eh? —interpeló con voz amarga.
Entonces Ayame le estrechó la mano con la fuerza de un pajarillo recién nacido, y la Yotsuki no pudo evitar que una mueca de decepción y asombro se dibujase en su rostro. «¡Por las cejas de Yubiwa, esta tía es endeble como una ramita! Si hasta parece que se vaya a romper de un momento a otro. Qué cosas...» Anzu siempre se había imaginado a los jinchuuriki como poderosos ninjas, guerreros formidables tanto en cuerpo como en alma que mantenían a raya a los peores horrores de este mundo... Pero allí, frente a Ayame, no tenía esa sensación.
No estaba impresionada, ni siquiera un poco.
—Vaya, esto ha sido... Inesperado —confesó, visiblemente desilusionada—. ¡Pero bueno! Ya que estamos aquí, ¿que te parec...?
Los gritos del dueño de aquella atracción de feria la interrumpieron. El tipo tenía muchos humos y consiguió al instante achantar a la jinchuuriki, pero Anzu no era de las que se amilanaban fácilmente. Adelantándose para colocarse entre el hombre y Ayame, clavó su feroz mirada grisácea en los ojos del tipo.
—Mira, socio, quiero que te quede clarita una cosa. Yo hablo donde me dá la gana —masticó las palabras, como si quisiera escupírselas luego a la cara—. Y más te vale cerrar la jodida boca, porque te aseguro que no me faltan ganas de cerrarte el chiringuito. A tí y a todos los putos maltratadores de animales de este jodido pueblo.
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Ayame se encogió sobre sí misma ante las increpaciones del dueño del rancho. Iba a retirarse a un rincón algo más discreto para poder hablar con Anzu sin molestar a nadie en el proceso, pero la de Takigakure no parecía tener su misma intención...
—Mira, socio, quiero que te quede clarita una cosa. Yo hablo donde me da la gana —le increpó, y el hombre no parecía haber esperado una reacción así porque tensó todos los músculos de la mandíbula—. Y más te vale cerrar la jodida boca, porque te aseguro que no me faltan ganas de cerrarte el chiringuito. A ti y a todos los putos maltratadores de animales de este jodido pueblo.
La tensión se condensaba a su alrededor a toda velocidad, como una niebla de aire caliente. Ayame contenía el aliento, con los latidos de su acelerado corazón agolpándose en sus sienes. Y mientras tanto, en las sienes del hombre, una vena palpitaba cada vez más y más rápido... Su rostro se encendió como una tetera en el fuego, y cuando parecía a punto de explotar...
—Maltratad... ¡¿PERO CÓMO TE ATREVES, JODIDA NIÑATA!? —bramó, y sus gritos debieron escucharse por lo menos en toda la feria—. ¡¿CÓMO TE ATREVES A VENIR AQUÍ E INSULTARNOS DE ESTA MANERA?! ¡ESTO ES LO ÚNICO QUE ME FALTABA POR VER!
—Anzu-san, deberíamos irnos antes de que... —balbuceó Ayame, pero antes de que pudiera siquiera terminar la frase, el hombre levantó un dedo, gordo como una salchicha de Frankfurt, y lo golpeó repetidas veces contra la placa de la bandana ninja que Anzu lucía en su brazo.
—¡Como ninja de nuestro país deberías defendernos frente a los extranjeros! ¡NO VENIR Y ATENTAR CONTRA NUESTROS PANDAS! ¡¡NUESTROS PANDAS!!
La situación se ponía realmente fea, el hombre seguía gritando sus lamentos sobre la ofensa hacia la fe del pueblo hacia los pandas y Ayame, acongojada, miraba a su alrededor buscando una vía de escape. Todo el público se había vuelto hacia ellos, muchas personas murmuraban entre sí y las miraban a ellas con desagrado y la ofensa dibujados en sus ojos iracundos. A lo lejos, algunos guardias acababan de volverse en su dirección, buscando el origen del alboroto...
—Anzu-san... En serio...
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La chica no hizo caso de los ruegos de Ayame. Claro que no. No después de ver cómo las vidas de las cientos de personas que poblaban aquella aldea giraban en torno a una sóla cosa: aprovecharse de animales inocentes que —con total seguridad— ni querían, ni habían elegido estar allí. No después de que aquel tipejo de tres al cuarto les gritara como si fuese el mismísimo Kawakage. No después de que se acercase y, furioso, se atreviera incluso a increparla de esa manera.
Tal y como el hombre tocó por segunda vez la placa ninja de Anzu, esta le apartó el dedo de un manotazo rápido y certero. No había empleado demasiada fuerza, pero el golpe estaba calculado para batir la mano del tipo con los nudillos de la suya propia, causando un dolor agudo y local aunque ninguna lesión visible.
—Ni te atrevas a tocar esta bandana, saco de mierda —replicó en voz baja, aunque lo suficientemente audible como para que el aludido se enterase sin problema—. Sobre ella pesa un juramento que va mucho más allá de imbéciles como tú. No eres más que un pedazo de basura.
Lanzó una mirada furibunda alrededor. En aquel momento, dos niños subían al lomo de un panda.
—¿Protegerte? ¿De los extranjeros? ¿De ella? —escupió, señalando a Ayame—. Yo soy kunoichi de Takigakure no Sato. Protejo a los débiles frente a quienes intentan aprovecharse de ellos. Ese es mi deber.
Anzu cerró el puño derecho con gesto marcial, clavando sus ojos grises en los del hombre. Entonces se dio cuenta de que una multitud considerable se había congregado en torno a ellos. Cuchicheaban y les lanzaban miradas de curiosidad y reprobación. Volvió a mirar al tipo por el que sentía un absoluto desprecio.
—¿Vuestros pandas? Hay que joderse... ¿Qué autoridad tienes tú, o nadie aquí, para apropiarse de un animal salvaje? ¿Acaso les habéis dado elección?
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Pero la actitud de Anzu prendía a cada segundo que pasaba. La chispa se estaba transformando en una incontrolable tormenta, y Ayame estaba aterrorizada de no saber cómo iba a terminar todo aquello.
—¿Protegerte? ¿De los extranjeros? ¿De ella? —escupió la de Takigakure, señalando a Ayame; y la aludida volvió a encogerse—. Yo soy kunoichi de Takigakure no Sato. Protejo a los débiles frente a quienes intentan aprovecharse de ellos. Ese es mi deber.
«Yo sólo quería pasar un buen rato viendo a los pandas... ¿Por qué ha tenido que pasar esto?» Gimió para sí. Durante un instante se sorprendió a sí misma rogándole a Ame no Kami que aquello no fuera más que un mal sueño.
Pero ya sabía de sobra que tenía los pies bien puestos en el mundo real.
Y mientras la multitud seguía congregándose en torno a ellas, Anzu volvió a clavar sus ojos sobre el hombre. Por la tensión de su cuerpo, parecía que en cualquier momento iba a saltar sobre él para arrancarle el cuello de un bocado.
—¿Vuestros pandas? Hay que joderse... ¿Qué autoridad tienes tú, o nadie aquí, para apropiarse de un animal salvaje? ¿Acaso les habéis dado elección?
—Señoritas, deben irse de aquí ya mismo —una nueva voz entró en escena, y cuando Ayame se giró en su dirección no pudo evitar maldecir su maldita suerte.
Habían captado la atención de los guardias. Y el que se había dirigido a ellas parecía ser el que comandaba un grupo de cuatro. Todos ellos iban armados con lanzas, pero a Ayame no se le escapó que alguno de ellos también portaban fundas atadas al costado. Seguramente, dagas. Pese a la relativa calma de la voz del comandante, aquellos ojos acerados clavados sobre ellas tan solo reflejaban una iracunda serenidad que le ponía los pelos de punta.
—¡Mejor que se vayan del pueblo! —saltó una mujer, desde el público.
—¡Eso, eso!
Los gritos cayeron sobre ellas como una lluvia de guijarros. Por el rabillo del ojo, Ayame vio a un chiquillo abrazándose al cuello de uno de los pandas sobre el que estaba montado. Y no pudo soportarlo por más tiempo. Cerró los ojos, sacudió la cabeza y echó a correr.
En aquel momento se había olvidado de Anzu y ni siquiera sabía bien hacia dónde se dirigía. Tan sólo quería alejarse de los gritos, alejarse de aquel cercado, alejarse de aquella feria dedicada a los pandas y alejarse del mundo en general. Se llevó más de un golpe en el camino, aunque la mayoría de ellos eran mayormente debidos a los empujones que daba en su alocada carrera que porque la atacaran a ella específicamente...
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El ambiente se caldeó con una rapidez insólita. Quizá la kunoichi de Taki debiera haber previsto que, en vista de la evidente adoración que profesaban aquella gente por los pandas —«¿por los pandas? más bien por el dinero que ganan gracias a los pandas»—, el asunto podía descontrolarse con rapidez.
La verdad era que le daba exactamente igual. Se sentía poderosa, mucho más que cualquier paleto pueblerino, y lo más importante; sentía que tenía entre sus manos una causa justa por la que luchar. Por eso mismo cuando Ayame salió a correr, cabeza gacha, no pudo evitar sentir un profundo desprecio hacia ella —incluso aunque sabía que era una jinchuuriki y, por tanto, era una figura casi sagrada—. «¡Menuda cobarde! ¿Se asusta ante cuatro catetos gritones? Por todos los dioses de Oonindo...»
A su alrededor el populacho, embravecido por la presencia de los guardias que no parecía que fuesen a llevarles la contraria, empezó a gritar insultos y amenazas con más atrevimiento. Anzu lanzó una mirada asesina a un par de señoras que querían echarlas del pueblo. Tenía los puños apretados. En ese instante, quería darles una paliza a todos: al dueño de la atracción, a los paletos ignorantes que estaban de acuerdo con aquella explotación animal sólo porque así ganaban dinero, y a los guardias asépticos ante el sufrimiento de los pandas.
Pero no lo hizo.
—Claro, socio. Faltaría más —respondió al que parecía el sargento de aquella cuadrilla.
Sin media palabra echó a andar en dirección a donde había huído Ayame para intentar encontrar a la jinchuuriki. Se esforzó por no prestar más atención a la gente que ahora la rodeaba, lanzándole insultos y amenazas a partes iguales. Anzu era una kunoichi de Takigakure; una Yotsuki. Las bravatas de gente desarmada no eran nada para ella.
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«¿Por qué he hecho eso?» Se preguntaba, una y otra vez, mientras trataba de controlar los violentos temblores que sacudían su cuerpo.
En su alocada carrera casi había llegado a salir de Kuroshiro, pero al final había terminado por detenerse en una pequeña plaza de las afueras del pueblo y se había sentado en el borde de una fuente que hacía caer el agua desde una caña de bambú sujetada por... un panda, como no podía ser de otra manera.
—¡Ah! ¿Es que no puedo disfrutar de un día tranquilo sin que pase nada fuera de lo normal? —se lamentó al aire, y después apoyó la barbilla entre sus manos.
No podía dejar de pensar en todo lo sucedido. En las miradas de desaprobación de los ciudadanos, en aquel brillo de rechazo en los ojos de los niños, en la acerada tranquilidad de los guardias de seguridad, en los airados gritos del dueño del redil... Y, sobre todo, en la actitud de la kunoichi de Takigakure hacia aquel pueblo cuya vida entera parecía girar en torno a aquellos animales.
«La he dejado allí tirada... Menuda impresión se habrá llevado de mí.» Suspiró, con los ojos fijos en una humilde casa de aspecto rural que se apreciaba a lo lejos. Parecía estar construida enteramente con piedra y madera, tenía un piso de alto y el tejado a dos aguas. En el jardín vallado, un hombre de avanzada edad se paseaba con su bastón entre un grupo de osos panda que devoraban, espatarrados en el suelo, una auténtica montaña de cañas de bambú.
De alguna manera, aquella imagen se le antojó increíblemente diferente a la que acababa de presenciar en el feriado.
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La Yotsuki localizó a Ayame poco después. Estaba casi en los límites de aquel pueblecito, junto a una fuente de agua cristalina que seguía con la temática general del lugar. «Pandas, pandas, pandas y más pandas. Si de verdad les importasen tanto los pandas les dejarían vivir tranquilamente, en lugar de usarlos como reclamo comercial». Se acercó a la jinchuuriki.
—¡Vaya, hola de nuevo! —dijo con retranca—. Una jinchuuriki asustada de unos cuantos aldeanos... —añadió luego, en voz baja, como pensando para sí misma.
—Eh, no te culpo, socia —añadió justo después—. La verdad es que ha sido culpa mía. No debí haber intentado enfrentarme a todo el pueblo a la vez... Esos paletos son unos cabrones.
Anzu se fijó entonces en el anciano que paseaba junto a un abultado grupo de pandas. No pudo evitar que la boca le supiera, de repente, muy amarga.
—Sí, no ha sido buena idea. Hay que pensar un método alternativo... —cambió la mirada hacia Ayame—. ¿Qué piensas tú? ¿Se te ocurre algún plan para liberar a estos pobres bichos? Y me refiero a los pandas, claro.
Rió, divertida con su propio chiste.
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3/08/2016, 23:49
(Última modificación: 3/08/2016, 23:50 por Aotsuki Ayame.)
—¡Vaya, hola de nuevo! —Aquella voz consiguió arrancarla de su ensimismamiento, y cuando en su sobresalto Ayame alzó la cabeza y se topó con los ojos acerados de la kunoichi de Takigakure, no pudo evitar agachar la cabeza, avergonzada—. Una jinchuuriki asustada de unos cuantos aldeanos...
—¿Cómo lo...? Ah... Mansue... —Había pasado tanto tiempo en Amegakure que había olvidado que su secreto había dejado de serlo. Tras el sobresalto inicial, Ayame torció el gesto, molesta, ante el añadido de Anzu.
«Le ha debido faltar tiempo para irse de la lengua...»
—Eh, no te culpo, socia. La verdad es que ha sido culpa mía. No debí haber intentado enfrentarme a todo el pueblo a la vez... Esos paletos son unos cabrones. Sí, no ha sido buena idea. Hay que pensar un método alternativo... —la miró directamente, y Ayame se removió en el sitio, terriblemente inquieta—. ¿Qué piensas tú? ¿Se te ocurre algún plan para liberar a estos pobres bichos? Y me refiero a los pandas, claro.
No había esperado que le preguntara su opinión de manera tan directa, y Ayame se tomó algunos segundos para responder. De alguna manera, se sentía como si estuviera andando entre arenas movedizas.
—¿Yo? —preguntó, de manera retórica—. Yo creo que intentar liberar a los pandas sería jugarte el cuello. Quiero decir, te estarías enfrentando a todo el pueblo, tal y como ha pasado antes. Y por muy kunoichis que seamos, no dejamos de ser simples genin. No solo eso, no sabes cómo han sido criados esos animales. Quizás no puedan sobrevivir solos en libertad, quizás puedas causar un mal aún mayor al entorno donde los liberes... Además, no todo es tan blanco o tan negro como parece —añadió señalando hacia lo que parecía ser la granja de los pandas, y poco le faltó para reírse de aquel accidental chiste. No le había pasado desapercibida la mirada que la de Takigakure le había echado al afable anciano, que ahora se empeñaba en repartir más tallos de bambú por el terreno. Dos crías perseguían sus talones, jugueteando entre sí—. Esa estampa no tiene nada que ver con la que hemos visto antes. Allí no hay nadie montando a los pandas, tan solo están bajo el cuidado de ese hombre. Desde luego parecen... más felices que en el otro recinto —suspiró con pesadez.
»Si me preguntas cuál es mi postura definitiva, antes que actuar a lo bruto y liberar a los pandas sin pensar en las consecuencias, trataría de concienciar a la gente. Educarlos. Aunque eso llevaría tiempo y esfuerzo, sin duda.
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4/08/2016, 21:08
(Última modificación: 4/08/2016, 21:08 por Uchiha Akame.)
Anzu no pudo evitar contraer el rostro en una mueca de desagrado cuando la jinchuuriki, no sólo no le propuso alguna ingeniosa idea para liberar a los pobres pandas, si no que encima empezó a soltar palabras sensatas, una tras otra. A la Yotsuki se le escapaba todo aquello del entorno y la educación. «¿Que un animal salvaje no es capaz de sobrevivir en libertad? ¿Pero de qué narices habla esta tía?» La de Takigakure bufó, molesta, sin saber qué responder a eso. Para ella, no había otro sitio donde tuvieran que estar los pandas más que correteando libres entre los bambúes.
Sin embargo, la última parte del discurso de Ayame la hizo enfurecer. ¿Educar a los aldeanos? ¿Había oído bien? Ante aquello Anzu tuvo que rendirse a la evidente verdad. «¡Esta tipa es una cobarde de tomo y lomo! No se parece en nada a ningún ninja de Amegakure que haya conocido... ¿Será por la carga que lleva consigo?»
Trató de serenarse, consciente de que estaba hablando con la guardiana de un bijuu —una persona que merecía todo su respeto—.
—¡Venga ya, socia! ¿Me vas a decir que estos pobres animales están mejor sirviendo de carnaza para turistas que correteando por el bosque? ¿De verdad te crees toda esa mierda de publicidad? —señaló a los pequeños oseznos que seguían al anciano—. Claro que están bien, no te jode. Pregúntales dentro de unos años, cuando sean lo bastante grandes como para cargar a veinte niños en la espalda cada día.
No podía creerlo. Brazos en jarra, giró la cara para mostrar su profunda repulsa a todo lo que Ayame acababa de decir.
—¡Educar a estos catetos, lo que me faltaba por oír! —entonces clavó la mirada en la kunoichi de Ame, entrecerrando los ojos con expresión maliciosa—. ¿Y quién dice que planeo atacar a lo bruto? Justamente acabo de decir lo contrario.
» Oye, mira, yo no me voy de aquí hasta que les haya echado abajo el chiringuito a estos desalmados. Si quieres ayudarme, es el momento. Si no... —soltó una risa maliciosa—. Bueno, no todos los de la Lluvia podéis tener un par de pelotas.
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4/08/2016, 22:49
(Última modificación: 4/08/2016, 22:49 por Aotsuki Ayame.)
Sus palabras no estaban siendo del agrado de Anzu. Saltaba a la vista cómo contraía los músculos de la cara en aquel gesto de desdén, en como la tensión se adueñaba de todo su cuerpo... Y lo evidente no tardó en manifestarse, y lo hizo con la fuerza de un trueno:
—¡Venga ya, socia!
«¿Socia?» Ayame no pudo evitar enarcar una ceja ante aquel denominativo.
—¿Me vas a decir que estos pobres animales están mejor sirviendo de carnaza para turistas que correteando por el bosque? ¿De verdad te crees toda esa mierda de publicidad?
Anzu señaló hacia los oseznos que seguían al anciano, quien había levantado la cabeza al escuchar los gritos de la kunoichi de Takigakure. Ayame abrió la boca para replicar, pero fue incapaz de hacerlo:
—Claro que están bien, no te jode. Pregúntales dentro de unos años, cuando sean lo bastante grandes como para cargar a veinte niños en la espalda cada día.
—Te acabo de decir que esta escena es muy diferente a la que hemos visto tú y yo en esa feria de mala muerte —replicó, haciendo acopio de toda su voluntad para mantenerse serena. Sin embargo, tenía ya los puños apretados contra las rodillas y sentía un intenso quemazón a la altura del pecho.
—¡Educar a estos catetos, lo que me faltaba por oír! —exclamó, con primitiva repulsión, clavando sus acerados ojos en Ayame. En aquella ocasión, ella no desvió la mirada—. ¿Y quién dice que planeo atacar a lo bruto? Justamente acabo de decir lo contrario.
» Oye, mira, yo no me voy de aquí hasta que les haya echado abajo el chiringuito a estos desalmados. Si quieres ayudarme, es el momento. Si no... —soltó una risa maliciosa—. Bueno, no todos los de la Lluvia podéis tener un par de pelotas.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Ayame se incorporó de golpe y se colocó tan cerca de Anzu que esta sería capaz de escuchar su agitada respiración.
—¿¡Qué es lo que estás insinuando!? —bramó, con la ira recorriendo su piel como electricidad estática—. ¡Al menos yo no pertenezco a una aldea llena de fanfarrones faltos de honor!
Súbitamente, un par de manos tomaron de los hombros a Ayame y a Anzu y las separaron con brusquedad. Para su completa estupefacción, se trataba del anciano encargado del cuidado de los pandas. Y, a juzgar por la fuerza que había empleado, no era para nada tan enclenque como aparentaba. Ni rastro había del bastón de bambú con el que se había estado ayudando para caminar hasta el momento.
—¿Qué clase de modales son esos para unas señoritas como ustedes? —les riñó, y Ayame se obligó a sí misma a respirar hondo varias veces antes de bajar la mirada—. Este es un pueblo tranquilo, ¡así que si queréis pelearos marcharos fuera!
Soltó sus brazos, y se dio la vuelta para volver a sus quehaceres. Sin embargo, antes de hacerlo le dedicó una última mirada a Anzu.
—Y usted. Haga el favor de no colocar a todo Kuroshiro en el mismo saco que ese mafioso de Ōkuma. Estos pandas jamás serán montados por nadie, como ninguno fuera de esa feria del demonio lo será tampoco —gruñó, con una ponzoñosa rabia contenida en su voz—. Estos animales son el alma y el corazón del pueblo, y los cuidamos como si fueran nuestros hijos.
Nivel: 30
Exp: 45 puntos
Dinero: 50 ryōs
· Fue 40
· Pod 80
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· Int 100
· Agu 60
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· Agi 70
· Vol 60
· Des 70
· Per 60
La Yotsuki curvó sus labios en una sonrisa parca cuando Ayame estalló por fin, roja de ira. «Parece que después de todo no tiene horchata en las venas». Anzu rió ante el comentario de la jinchuuriki, que la acusaba de pertenecer a "una Aldea de fanfarrones faltos de honor" —«como si se pudiera ser ninja y tener honor al mismo tiempo»—.
—Deja esas mierdas del honor para los samurái —replicó la de Takigakure, indiferente.
Si bien era cierto que Anzu tenía un férreo código en el que creía con convicción, éste distaba mucho de asemejarse a lo que se tenía entendido por 'honor' en Oonindo. Sin embargo, aunque el repentino estallido de Ayame le había resultado gracioso, también había tocado su fibra sensible —nadie se metía con Takigakure no Sato sin que a ella se le revolviesen las tripas—. Tuvo que recordarse otra vez que estaba ante una jinchuuriki, de modo que, por el momento, Anzu se limitó a apretar los puños con fuerza y soltar un bufido molesto.
De repente notó como alguien la aprisionaba por el hombro con la fuerza de una pinza hidráulica. Giró la mirada para buscar al causante y, para su sorpresa, encontró al anciano que había estado dando de comer a los pequeños pandas hacía tan sólo unos instantes. La mirada de Anzu, gris y brillante como un medallón de plata bruñida, se encontró con la del hombre.
—Y usted. Haga el favor de no colocar a todo Kuroshiro en el mismo saco que ese mafioso de Ōkuma. Estos pandas jamás serán montados por nadie, como ninguno fuera de esa feria del demonio lo será tampoco —gruñó el viejo, con una ponzoñosa rabia contenida en su voz—. Estos animales son el alma y el corazón del pueblo, y los cuidamos como si fueran nuestros hijos.
—Excepto porque no son vuestros hijos —replicó Anzu, estoica—. ¡Son animales salvajes! No necesitan que ningún humano los cuide, sino vivir libremente en el bosque. Por todos los dioses de Oonindo, ¿es que en este pueblo todos están locos?
De repente notó un calor viscoso en su mano derecha, aquella que tenía surcada de horribles quemaduras. Bajó la vista un momento y se dio cuenta de que se había hecho sangre de tanto apretar. Trató de relajarse, y entonces se dio cuenta de un pequeño detalle.
—Ookuma... ¿Quién es ese tal Ookuma? —«No podré salvar a todos los pandas, pero quizás si pueda hacer algo por los más desgraciados».
Nivel: 32
Exp: 71 puntos
Dinero: 4420 ryōs
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—Excepto porque no son vuestros hijos —replicó Anzu, terca como una mula—. ¡Son animales salvajes! No necesitan que ningún humano los cuide, sino vivir libremente en el bosque. Por todos los dioses de Oonindo, ¿es que en este pueblo todos están locos?
—¿Acaso liberarías a los perros que tenéis en muchas de vuestras casas? —respondió el anciano, visiblemente ofendido—. Estos animales llevan aquí mucho antes de lo que te puedas siquiera imaginar, chiquilla, y su historia de remonta hasta mucho antes de que tú... no, tu tatarabuela como mínimo, siquiera estuviera en la mente de su madre. Hace mucho que dejaron de ser animales salvajes.
Ayame, silenciosa hasta el momento, no había apartado la mirada de la espalda de Anzu. Estudiaba la escena. Y se había dado cuenta de que, tal era la rabia que sentía, que sus manos habían comenzado a sangrar de lo apretados que había llevado los puños hasta entonces.
—Ookuma... ¿Quién es ese tal Ookuma?
Fue sólo en ese momento cuando Ayame volvió su mirada hacia el anciano, buscando esa misma respuesta. El aludido suspiró profundamente y con amarga resignación antes de responder:
—Ōkuma... Ese maldito monstruo... —ahora era el hombre el que había apretado los puños junto a su costado. Y parecía estar haciendo verdaderos esfuerzos para no golpear lo que más cerca encontrara—. Le veréis si vais a ese mercadillo de mala muerte que han instalado en el centro de Kuroshiro. Él ni siquiera nació aquí, no conoce nuestra historia. Pero llegó un día aquí, se quedó durante más de un año ayudando en una granja cercana en el cuidado de los pandas, y nos engañó a todos con palabras envenenadas para ganarse nuestra confianza y que le contáramos todos nuestros secretos con los animales. Parecía realmente enamorado de los pandas... pero la realidad era que debía haber visto algo en ellos que podía garantizarle un enorme beneficio...
Con un renovado suspiro, el hombre dirigió su mirada hacia el cercado donde se encontraban sus animales.
—Había una familia en Kuroshiro que estaba pasando verdaderos apuros económicos, y Ōkuma no dudó en aprovechar la ocasión. Nadie sabía que aquel hombre guardaba tanta riqueza bajo aquel aspecto de chiquillo enclenque. Un buen día apareció con un buen fajo de billetes en mano, engatusó a la familia para que le vendieran sus pandas y a partir de entonces hizo crecer un auténtico negocio basado en una abusiva y repulsiva explotación de los animales. El mercado es buena prueba de ello. Y nadie se ha atrevido a hacerle frente. Tiene poder, dinero, hombres a su cargo y encima aporta beneficios al pueblo. El gobierno está encantado con ellos.
Volvió la mirada hacia Anzu. Y en aquella ocasión, neblinosos ojos reflejaban un profundo dolor.
—Por eso os he pedido que no nos metáis a todo Kuroshiro en esto. Si vais a ese mercadillo, lo único que veréis allí son turistas. Cualquier habitante de esta humilde aldea aborrece por completo a Ōkuma y su actividad.
Ayame no se había dado cuenta hasta ese momento de que ahora era ella la que había apretado sendos puños y que la ira recorría todo su cuerpo como un torrente de fuego.
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