Money sonrió, divertido.

—Ah, no. Usted pensaba en otra cifra, papi, o hubiese dicho cinco y no tles nada más entral —le recordó—. Y, pues, usted sabe, me conviene que no haga ruido en este viaje antes del glan atraco. Así que le voy a dal el suficiente para pagal a cuatlo mamarrachos y no tenel que robal, pero cinco no van a sel, no.

Money abrió un cajón y sacó un enorme fajo de billetes atado con una goma. Se oyó un chillido abajo.

—Yo voy a inveltil en usted, Kaido. Y le voy a dal lo que usted realmente quería —le quitó la goma al fajo y empezó a contar billetes. No le entregó ni la mitad—. Ahí van sus tles mil. Cuídemelos bien.

Pasos subiendo por la escalera. Alguien llamó a la puerta. Money no respondió hasta guardar el dinero de nuevo en el cajón.

—¡Pase!

—¡Money-sama! —Era el viejo tras la barra—. Muñeca, ehm… —Los chillidos que llegaban de abajo servían mejor que cualquiera explicación.

—¿Otla vez? —preguntó Money, molesto. Se levantó, haciendo un gesto a Kaido para que le imitase y siguiese. Bajaron por las escaleras y hallaron la causa de la preocupación del viejo.

Muñeca saltaba y reía alrededor de un hombre que no paraba de gritar de dolor, sacudiéndose violentamente y rascándose la piel como si quisiese arrancársela de tanto que le ardía. El segundo hombre, situado en una esquina del bar, contemplaba la escena con el rostro desencajado por el terror.

«Joder, pensé que iba a colar. Es imbécil, pero no tonto»

Kaido tomó los billetes —que se antojaban pocos, en comparación con los que aún permanecían en el fajo de Money—. y los guardó en su equipaje. Sin responder a nada, pues no iba a caer en la promesa de que Money recuperara ni toda ni gran parte de su inversión; el tiburón se levantó del asiento tras la advertencia del anciano que atendía la barra. Los gritos que provenían desde el piso inferior delataban con evidencia lo que allí estaba sucediendo: Masumi se estaba divirtiendo con su extraña capacidad de infligir dolor con el nimio gesto de una simple caricia.

Al llegar a los linderos de la mesa de billar, Kaido increpó a su compañera.

—Muñeca, estamos listos. ¿Nos vamos?

Muñeca hizo pucheros. ¡Justo ahora que se estaba divirtiendo! Luego, recordó que tenía una misión, un objetivo. Rozó con el pie la cabeza del hombre postrado en el suelo, quien volvió a retorcerse en dolor, esta vez con espasmos que no le permitían ni coger aire para gritar.

Muñeca se rio. Era tan cómico…

—Ahora sí —dijo, satisfecha—. Gracias por la partida al billar. Sí que estuvo divertido al final —dijo, con rostro angelical, desentonando totalmente con lo que acababa de suceder.

Money rodó lo ojos, dejando escapar el aire por la nariz lentamente.

—Money siemple cumple su palabla, mami —respondió, pese a que no se le veía muy contento con la situación.

Kaido rió.

Estaba empezando a querer a esa maldita mocosa.

—Estaremos en contacto —sentenció, a modo de despedida—. hasta otra.

Se dio la vuelta y abandonó entonces el local.

Una vez fuera, echó un vistazo a la abrupta calma que le golpeó el rostro. Apreció al cielo de Hibakari. Recordó la primera vez que escuchó de aquel puerto y su mural. Un pequeño fragmento de historia se le arremolinó en la cabeza, finalmente. El nombre de Shenfu Kano salió a flote.

¿Qué sería de ese viejo drogadicto? de su mujer, de su sobrina. Esperaba no saberlo nunca.

Muñeca y Kaido recorrieron las calles como si fuesen los reyes del lugar. La gente se apartaba a su paso. Algunas inclinaban la cabeza en señal de respeto. Otras, simplemente apartaban la mirada rezando por no desentonar, por no llamarles la atención. Murmuraban entre ellos, avisándose de que Dragón Rojo estaba allí.

Muñeca iba dando brincos, dos saltitos a una pierna, otros dos a otra, yendo en zig-zag. De pronto se puso seria.

—Kaido —llamó—. ¿Tú que crees que pasa cuando te mueres?

—Kaido —dijo Muñeca, rompiendo el silencio que agobiaba las repletas calles de Hibakari. Era curioso, porque aunque había mucha gente, cuando ellos pasaban era como si nadie quisiera soltar la lengua. Kaido soltó un apenas audible ¿Uhhm?—. ¿Tú que crees que pasa cuando te mueres?

—Desapareces, sencillamente. Dejas de ser algo y te pierdes en la nada —alegó, sin ninguna clase de filtro a pesar de estar hablando con una cría—. no creo que exista ningún olimpo celestial allá arriba. Tampoco el infierno. Los buenos y los malos al final son juzgados con el mismo filo y van al mismo sitio: a la tierra. A convertirse en polvo. O así pienso yo.

Torció el cuello y bajó la mirada hacia Masumi.

—¿Por qué lo preguntas?

Muñeca bajó la mirada.

—Hmm. Shaneji-kun dice parecido. Que todos acabamos en el océano.

Alicaída, dejó de dar saltitos allá por dónde iba. Poco a poco, se iban acercando al puerto, que ya se distinguía a lo lejos. Sopló un aire frío que le revolvió el cabello.

—¿Por qué lo preguntas?

Muñeca se encogió de hombros, todavía sin levantar la mirada.

—No sé. Muchos antes que tú murieron. Me gustaría pensar que… —¿Qué seguían bien, allá dónde estuviesen?—. ¿Tú no tienes miedo? —preguntó—. A morir.

Y de cierta forma, él esperaba acabar ahí. En el océano. En lo más profundo de éste. Que su tumba no fuera un hueco de hierba maloliente como el que le iban a conseguir a su cadáver, aún en manos de Kyūtsuki. Sino que el mar hundiera sus huesos hasta que su cráneo fuera el refugio de algún jodido cangrejo.

—Sería un estúpido sino. Temer a la muerte no te hace débil, sino al contrario. ¿Cómo puedes moverte más rápido, pegar más fuerte, y sobrevivir sin el impulso al espíritu más poderoso? el miedo a dejar este mundo.

Muñeca se quedó callada, dándole vueltas a lo que acababa de decirle Kaido. Ryū siempre le había insistido en no tener miedo a nada ni nadie. Que aquello la volvería débil. Que haría que cometiese errores. Que no pensase con claridad.

Lo que decía Kaido, en cambio, también tenía mucho sentido. El miedo a la muerte era lo que te hacía sobreponerte y luchar con más fuerza por sobrevivir.

¿Cuál de las dos filosofías era la correcta?

—Papá siempre me dice que no debo tenerle miedo a nada —dijo, tras un rato. Los cuchicheos que se formaban a su alrededor tras su paso y el viento era lo único que se oía—. Yo una vez la quise, ¿sabes? La muerte. —para, precisamente, dejar de ser. Tal y como había dicho Kaido. Se rio de pronto—. ¡Kaido, Kaido! —exclamó, tirándole de la muñeca, risueña de nuevo—. ¿Una carrera hasta el puerto?

Masumi le soltó la bomba. Quería haber muerto alguna vez. ¿Pero qué le había hecho cambiar de parecer? y cómo es que alguien tan joven deseaba morir con tanta ansiedad. Kaido tenía mil preguntas para satisfacer su curiosidad, pero...

—¡Kaido, Kaido! ¿Una carrera hasta el puerto?

—Oye, espera ¿cómo es eso de que...? ¡Eh, Muñeca, joder!

Tuvo que acelerar el paso. Competencia es competencia, viniera de donde viniera.

Y así, corrieron. Dejando atrás a Money, a Dragón Rojo, a Ryūgū-jō, y todos los pensamientos oscuros que hubiesen podido albergar. Solo eran ellos y el instinto competidor, que les hizo sortear pueblerinos como si se tratasen de meros conos mientras esprintaban hasta la recta final. Pronto Kaido se daría cuenta que Muñeca tenía una punta de velocidad más. Cada vez que se acercaba un poco, ella pegaba una arrancada y volvía a alejarse, no lo suficiente como para que Kaido se diese por derrotado, pero si lo bastante como para seguir en cabeza.

Al minuto, algo empezó a cambiar. A Muñeca empezaron a pesarle las piernas. Su velocidad máxima descendió. Sus florituras esquivando a gente entre volteretas y saltos bajaron. Kaido le comió terreno. Casi estaba ahí. Casi…

—¡¡¡Gané!!! —estalló en júbilo, Muñeca, al pisar los muelles del puerto. Estaba sudando y le faltaba el aliento, pero la sonrisa de oreja a oreja no se le quitaba nadie—. ¡Y yo que pensé que serías más rápido! —soltó una carcajada aguda y alegre—. Kaido, Kaido, ¡hay que entrenar más! ¡Yo voy todos los días a correr una hora con papá!

Había que entrenar más, sí, pero si a Kaido le hubiesen dado un metro más la hubiese superado.

Aquella carrera fue un enfrentamiento directo entre dos agilidades y resistencias totalmente opuestas. Muñeca era baja, versátil y ligera. Podía moverse como un leopardo. Kaido era musculado y portentoso, seguramente aguantaría mayor tiempo en la faena que su contrincante. Al final la victoria acabó siendo para la primera aunque hay que decir que por muy poco. Kaido se apoyó sobre sus rodillas para recuperar el aire mientras trataba de maldecir sin éxito. Sencillamente no podía, no le daban los jodidos pulmones.

Pero Masumi había soltado una verdad irrefutable: Kaido necesitaba entrenar. De hecho, con lo rápido que estaba moviéndose todo en su vida, poco tiempo había tenido para ocuparse de sus habilidades como bien lo hacía antes. Su curva de crecimiento se había detenido con su exilio. Ahí afuera, tendría que aprovechar al máximo a sus nuevos aliados, aprender de ellos, absorber lo mayor posible, sin dejar atrás el pulido de sus propias fortalezas.

Una vez que Uchiha Zaide estuviera muerto.

—Jodida, eres rápida.

Muñeca esbozó una sonrisa angelical y levantó el dedo pulgar.

—Oh, sí, ¡ya lo creo que sí! —exclamó orgullosa—. Tan rápida como Money haciendo money —rio por su propio chiste—. ¿Tú le entiendes? Ese hombre habla siempre tan raro…

»Oye, podríamos entrenar juntos de camino al Viento, ¿no? ¡Yo también sé un poco de Suiton! Podríamos ayudarnos a mejorarlo —propuso, emocionada.

No, la verdad es que a veces no le entendía. Pero bastaba con asentir y sonreír maliciosamente como para hacerle creer que sí.

Acerca del entrenamiento...

—¿Y arriesgarme a quedar en ridículo porque una cría de doce años me pateó el culo? —demoró la respuesta durante un par de segundos—. joder, obvio. Eso sí, hay que mantener el perfil bajo. Sabes que los amejin me estarán buscando y no podemos arruinar la chapuza del cadáver hasta que den con él.

Alzó la mirada y trató de encontrar su barco.

—Y fuuton, ¿sabes?

Su segunda naturaleza. De la que no sabía ni un puto jutsu.

Muñeca negó con la cabeza. Era una niña prodigio, sí, pero no tanto.

—Podrías pedirle ayuda a Kyūtsuki. Me suena que ella sabe algo de fuuton. —Le sonaba, porque tampoco es que supiese mucho de ella. Por no saber, no sabía ni cómo era su cara—. Perfil bajo, vale —repitió ella, aunque no demasiado convencida—. ¿Qué haremos sí…? ¿Si nos cruzamos a alguno de tus antiguos compañeros?