11/07/2017, 12:13
(Última modificación: 29/07/2017, 02:45 por Amedama Daruu.)
—Es muy simpático, pero me agobia tanta energía —dijo Daruu, con una risotada, mientras atravesaban el pasillo que formaban las dos paredes del acantilado de camino al valle que les aguardaba un poco más allá. Ayame asintió en silencio, distraída, y él debió percibir que algo le rondaba por la cabeza porque enseguida se volvió hacia ella—. Ayame... ¿Te pasa algo?
—¿Eh? —preguntó ella con un respingo. Enseguida se dio cuenta de su abstracción y agitó una mano en el aire con una sonrisa nerviosa—. ¡Ah! ¡No, qué va! Sólo estoy cansada del viaje... Estoy deseando llegar a nuestro sitio... ¿Dónde era, por cierto? Era algo terminado en nota, creo... ¿No...?
Se le daba fatal mentir. Era consciente y también le sabía fatal hacerlo. Sobre todo le sabía fatal mentirle precisamente a Daruu. Era una de las personas con las que tenía más confianza. Era su mejor amigo. Y en los últimos días se podría decir que estaban dando un paso más allá...
Pero las palabras de su padre, aunque lejanas en el tiempo, aún revoloteaban en su cabeza.
Y si hablaba sobre lo que sospechaba de su tío, sería prácticamente delatarse a sí misma.
«Hay cosas de mí que aún no sabes...» Se repitió mentalmente, con un doloroso nudo en la base de la garganta.
—Umiuma.
El sonido de aquel nombre le hizo detenerse en seco, con todos los músculos en tensión. Dos siluetas habían aparecido de la nada frente a él mientras atravesaba el Bosque de Azur de vuelta hacia Amegakure, cortando su travesía. Él no los conocía, pero estaba claro que ellos a él sí. El que se había dirigido a él era un hombre corpulento y de músculos marcados, el otro, más bajito, era más bien estilizado. Ambos vestían una túnica larga y oscura y ambos cubrían sus rostros con sendas máscaras, pero llevaban las capuchas bajadas y Karoi pudo fijarse en algunos detalles: el primero, con una máscara que representaba a un toro, tenía el cabello corto y grisáceo; mientras que el segundo, con una máscara de zorro, aunque también tenía el pelo plateado lo llevaba largo y recogido en una coleta baja detrás de la cabeza.
—Se supone que tenías que entregarnos a la Jinchūriki antes de que llegase a los Dojos. ¿Dónde está?
Karoi inspiró en silencio, poniendo todo su esfuerzo en mantener la calma y aparentar una serenidad que estaba en realidad lejos de sentir.
—Sabían que yo iba con ella, ¿sí? Hubiese sido una imprud...
—Parece que los Kajitsu Hōzuki tenían razón para sospechar de ti finalmente... —le interrumpió el otro, burlón, y Karoi sintió aquel golpe como si le hubiesen echado un jarro de agua congelada por encima de la cabeza—. No te preocupes, no venimos a tomar represalias contra ti. Hemos hecho el trabajo que nos han pedido: traer a la muchacha o confirmar tu traición.
Karoi agachó ligeramente la cabeza, pero sus ojos seguían clavados en aquellos dos sujetos mientras su corazón latía desbocado en sus sienes. No dijo nada. No tenía sentido seguir con aquella mentira. Estaba claro que le habían descubierto. Apretó los puños junto a los costados. Quizás lo único que le quedaba era actuar antes de que lo supieran los Hōzuki...
—No te preocupes, ya están enterados —intervino el fortachón, como si le hubiese leído el pensamiento.
—Malditos... —farfulló, con la ira bullendo en sus entrañas.
—Sólo somos amables contigo: al fin y al cabo gracias a ti nos han pagado una barbaridad.
—Sólo venimos a darte un regalo: una advertencia.
Le dieron la espalda y echaron a caminar con una calma casi insultante. Ellos llevaban las reglas del juego. Ellos sabían que Karoi no estaba en situación para atacar. ¿Para qué habría de hacerlo? ¿De qué le serviría dadas las circunstancias? Ni siquiera tenía garantizado que lograra vencer y sobrevivir a un encuentro contra aquellos dos hombres.
—No podéis entrar en los dojos sin excusa, ergo, sin delatar la verdadera identidad de Ayame —continuó hablando el toro.
—Los Kajitsu Hōzuki tienen amigos. Muchos amigos.
—Utiliza esta información como tú prefieras. Ah, y si yo fuera tú, evitaría encontrarme con ellos y me iría a refugiar con la poca familia que te quede... Reigetsu no está muy contento contigo.
Y antes de que añadieran nada más, antes de que Karoi pudiera siquiera abrir la boca para intervenir, los dos hombres desaparecieron tal y como habían aparecido. Aún quedó en el aire el rastro de una risilla aguda como la hoja de un bisturí que le puso el vello de punta:
—Kishishishishishi...
Karoi inspiró. Espiró. Respiró hondo varias veces. Pero pasaron los segundos y terminó por asestarle un puñetazo al árbol más cercano.
—¡Maldita sea! —gritó, preso de la rabia. En un acto reflejo se volvió y sus ojos miraron a lo lejos, en una dirección aproximada de donde debía estar el Valle de los Dojos.
Había perdido su máscara. Había perdido la doble identidad que le permitía mantener a Ayame lejos de las manos de aquellos locos. Le habían descubierto y su oportunidad como miembro de los Kajitsu Hōzuki para llegar hasta Reigetsu y acabar con él se había disuelto en el océano como una simple mancha. ¿Y qué podía hacer ahora? ¿Qué querían decir exactamente las palabras de aquellos dos tipos? Tenía que templar la mente y pensar sobre ello. ¿Y si había hombres de los Kajitsu infiltrados dentro del valle? De sólo imaginar aquella posibilidad bullía en él el deseo de volver sobre sus pasos a todos correr y sacar a Ayame de aquella ratonera en la que se acababa de meter. Pero, tal y como le habían advertido, hacer algo así supondría levantar todas las sospechas a su alrededor.
—Es hora de que me reúna con mi querido cuñado... —decidió, antes de girar sobre sus talones y arrancar a correr en dirección hacia Amegakure.
Debía llegar cuanto antes allí y poner a Aotsuki Zetsuo al corriente de todo lo que había pasado.
Su momento como Umiuma había terminado.
—¿Eh? —preguntó ella con un respingo. Enseguida se dio cuenta de su abstracción y agitó una mano en el aire con una sonrisa nerviosa—. ¡Ah! ¡No, qué va! Sólo estoy cansada del viaje... Estoy deseando llegar a nuestro sitio... ¿Dónde era, por cierto? Era algo terminado en nota, creo... ¿No...?
Se le daba fatal mentir. Era consciente y también le sabía fatal hacerlo. Sobre todo le sabía fatal mentirle precisamente a Daruu. Era una de las personas con las que tenía más confianza. Era su mejor amigo. Y en los últimos días se podría decir que estaban dando un paso más allá...
Pero las palabras de su padre, aunque lejanas en el tiempo, aún revoloteaban en su cabeza.
«No puedes contárselo a nadie. ¿Lo entiendes, Ayame? Es por tu propia seguridad. Y por la aldea. Nadie. Absolutamente nadie debe saber que eres el Jinchūriki del Gobi.»
Y si hablaba sobre lo que sospechaba de su tío, sería prácticamente delatarse a sí misma.
«Hay cosas de mí que aún no sabes...» Se repitió mentalmente, con un doloroso nudo en la base de la garganta.
...
—Umiuma.
El sonido de aquel nombre le hizo detenerse en seco, con todos los músculos en tensión. Dos siluetas habían aparecido de la nada frente a él mientras atravesaba el Bosque de Azur de vuelta hacia Amegakure, cortando su travesía. Él no los conocía, pero estaba claro que ellos a él sí. El que se había dirigido a él era un hombre corpulento y de músculos marcados, el otro, más bajito, era más bien estilizado. Ambos vestían una túnica larga y oscura y ambos cubrían sus rostros con sendas máscaras, pero llevaban las capuchas bajadas y Karoi pudo fijarse en algunos detalles: el primero, con una máscara que representaba a un toro, tenía el cabello corto y grisáceo; mientras que el segundo, con una máscara de zorro, aunque también tenía el pelo plateado lo llevaba largo y recogido en una coleta baja detrás de la cabeza.
—Se supone que tenías que entregarnos a la Jinchūriki antes de que llegase a los Dojos. ¿Dónde está?
Karoi inspiró en silencio, poniendo todo su esfuerzo en mantener la calma y aparentar una serenidad que estaba en realidad lejos de sentir.
—Sabían que yo iba con ella, ¿sí? Hubiese sido una imprud...
—Parece que los Kajitsu Hōzuki tenían razón para sospechar de ti finalmente... —le interrumpió el otro, burlón, y Karoi sintió aquel golpe como si le hubiesen echado un jarro de agua congelada por encima de la cabeza—. No te preocupes, no venimos a tomar represalias contra ti. Hemos hecho el trabajo que nos han pedido: traer a la muchacha o confirmar tu traición.
Karoi agachó ligeramente la cabeza, pero sus ojos seguían clavados en aquellos dos sujetos mientras su corazón latía desbocado en sus sienes. No dijo nada. No tenía sentido seguir con aquella mentira. Estaba claro que le habían descubierto. Apretó los puños junto a los costados. Quizás lo único que le quedaba era actuar antes de que lo supieran los Hōzuki...
—No te preocupes, ya están enterados —intervino el fortachón, como si le hubiese leído el pensamiento.
—Malditos... —farfulló, con la ira bullendo en sus entrañas.
—Sólo somos amables contigo: al fin y al cabo gracias a ti nos han pagado una barbaridad.
—Sólo venimos a darte un regalo: una advertencia.
Le dieron la espalda y echaron a caminar con una calma casi insultante. Ellos llevaban las reglas del juego. Ellos sabían que Karoi no estaba en situación para atacar. ¿Para qué habría de hacerlo? ¿De qué le serviría dadas las circunstancias? Ni siquiera tenía garantizado que lograra vencer y sobrevivir a un encuentro contra aquellos dos hombres.
—No podéis entrar en los dojos sin excusa, ergo, sin delatar la verdadera identidad de Ayame —continuó hablando el toro.
—Los Kajitsu Hōzuki tienen amigos. Muchos amigos.
—Utiliza esta información como tú prefieras. Ah, y si yo fuera tú, evitaría encontrarme con ellos y me iría a refugiar con la poca familia que te quede... Reigetsu no está muy contento contigo.
Y antes de que añadieran nada más, antes de que Karoi pudiera siquiera abrir la boca para intervenir, los dos hombres desaparecieron tal y como habían aparecido. Aún quedó en el aire el rastro de una risilla aguda como la hoja de un bisturí que le puso el vello de punta:
—Kishishishishishi...
Karoi inspiró. Espiró. Respiró hondo varias veces. Pero pasaron los segundos y terminó por asestarle un puñetazo al árbol más cercano.
—¡Maldita sea! —gritó, preso de la rabia. En un acto reflejo se volvió y sus ojos miraron a lo lejos, en una dirección aproximada de donde debía estar el Valle de los Dojos.
Había perdido su máscara. Había perdido la doble identidad que le permitía mantener a Ayame lejos de las manos de aquellos locos. Le habían descubierto y su oportunidad como miembro de los Kajitsu Hōzuki para llegar hasta Reigetsu y acabar con él se había disuelto en el océano como una simple mancha. ¿Y qué podía hacer ahora? ¿Qué querían decir exactamente las palabras de aquellos dos tipos? Tenía que templar la mente y pensar sobre ello. ¿Y si había hombres de los Kajitsu infiltrados dentro del valle? De sólo imaginar aquella posibilidad bullía en él el deseo de volver sobre sus pasos a todos correr y sacar a Ayame de aquella ratonera en la que se acababa de meter. Pero, tal y como le habían advertido, hacer algo así supondría levantar todas las sospechas a su alrededor.
—Es hora de que me reúna con mi querido cuñado... —decidió, antes de girar sobre sus talones y arrancar a correr en dirección hacia Amegakure.
Debía llegar cuanto antes allí y poner a Aotsuki Zetsuo al corriente de todo lo que había pasado.
Su momento como Umiuma había terminado.