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«¡Dale más fuerte! ¡Venga, joder!»
El sonido de una respiración acelerada le martilleaba los oídos, colapsados ante el griterío y alboroto a su alrededor.
«¡Mátalo! ¡Mata a ese cabrón!»
La tierra húmeda y fría bajo sus pies apestaba, y el olor a varios tipos de alcohol derramado, sudor y en definitiva, toda la humanidad que se concentraba allí abajo le inundaba las fosas nasales con aquel regusto acre.
«¿¡Eso es lo mejor que puedes hacer!? ¡Me cago en Amenokami, usa la zurda también, hostias!»
Al frente, una figura mucho más corpulenta y musculosa que la suya propia se balanceaba con mucha agresividad y muy poca técnica; algo demasiado evidente para él. Incluso sus abotargados sentidos, empañados por los cuatro lingotazos de whisky que se había tomado antes de entrar en el precario ring —que no consistía más que en cuatro vallas de madera dispuestas formando un cuadrilátero que separara a los asistentes de los dos peleadores—, eran capaces de entender los movimientos del contrario. Su fuerza bruta, sin control, no le servía de nada. Sus movimientos eran poco meditados, impulsivos y...
«¡¡Yeeehaaa!! ¡Así se hace!»
El muchacho retrocedió unos cuantos pasos, tambaleándose como un junco al viento, mientras su cabeza trataba de procesar el hecho de que había recibido un reverendo puñetazo en toda la mejilla que ni siquiera se había visto venir. «Esto es... Lamentable...», se flageló, y mientras lo hacía su contrincante tuvo tiempo de encajarle otro golpe más, esta vez en el estómago. El joven se arqueó, boqueando en un intento desesperado por cazar el aire que se le escapaba por los labios entreabiertos, mientras a su alrededor el ilustre público de aquel espectáculo brutal y tremendamente ilegal estallaba como una ristra de petardos. Las reacciones eran comprensibles, cada cual pegada a la suerte del parroquiano según hubiera decidido depositar sus billetes en la "opción A" o en la "opción B". La "A", claro, era el gorila; un tipo que debía medir algo más de metro noventa, unos cien kilos —a ojo de buen cubero— de músculo, grasa y mucha mala hostia. La "B", un muchachito que en realidad tenía dieciséis años pero aparentaba unos cuantos más, flacucho y con aspecto de estar a punto de morir por tuberculosis o alguna otra enfermedad altamente indeseable. Su piel había perdido el bronceado que un día la bañara para adoptar un malsano tono aceitunado, y el pelo que le caía a descuidados mechones por el rostro ocultaba —a veces— las terribles quemaduras que dominaban parte del mismo.
No había que ser un genio para apostar al caballo ganador, especialmente teniendo en cuenta que el otro merecía más bien la consideración de mula; coja y desdentada, como mínimo. Para algún ingenioso hombre de negocios en ciernes, pudiera parecer atractiva la opción de, ante semejantes precedentes, "arreglar" el combate para desplumar a los parroquianos con un inesperado resultado. Sin embargo, en el Club de la Trucha quien mandaba era el "Sargento" Tachibana, y a este no le gustaba correr riesgos; algunos decían que una herencia de carácter de su pasado como militar en el ejército del Daimyo, y otros que simplemente odiaba más perder dinero que no ganarlo. De modo que, desde el primer momento en el que aquel jovencito de pelo enmarañado y dientes azulados se había metido entre las cuatro vallas de madera del ring, su suerte había sido echada... Y él se había asegurado de que aquel porvenir no le viniera demasiado mal. Unos cuantos billetes —los suficientes para pillar medio gramo de "magia azul"—, los chupitos de whisky que se había tomado antes de la pelea, y un rellenado —hasta la mitad— de su fiel calabaza con el sake más barato del bar que se ubicaba escaleras arriba, la cara legal del negocio del Sargento Tachibana.
— ¡YAAAARGH!
Con una feroz embestida, el imponente Opción A se abalanzó sobre el menudo y politoxicómano Opción B. El muchacho esquivó un par de puñetazos, que llevaban más mala intención que buena puntería, agachándose torpemente, y contraatacó con uno de su propia cosecha. Sus brazos, pese a ser raquíticos, revelaban que aquel chico había tenido en su momento una forma física si bien no poderosa, suficientemente atlética como para el desempeño de su anterior profesión. Los huesudos nudillos alcanzaron exactamente el hígado de aquella mole, arrancándole un sincerísimo bufido de dolor y haciéndole encorvarse notablemente en toda su estatura. Algunos entre el público dejaron escapar maldiciones y ahogados lamentos ante la —por un momento factible en apariencia— posibilidad de que la hormiga venciese al elefante y ellos vieran todo su dinero marcharse como una amante despechada, pero no así el Sargento. Desde su privilegiada posición tras el gentío, Tachibana sabía perfectamente que aquel chico no haría intento alguno por ganar; aquel puñetazo había sido apenas una mentira piadosa, para no levantar sospechas. Porque el Sargento nunca arriesgaba.
Akame se irguió, dolorido y mareado. El mundo a su alrededor se había vuelto incómodamente borroso y ya se empezaba a notar la boca seca. «¿Cuánto queda, joder...?» se dijo, pensando ya en el chute de después y en su calabaza llena de sake caliente. Ni siquiera vio venir el golpe final.
El público rugió cuando Opción A tumbó al Uchiha de un gancho de diestra en toda la mandíbula, y él simplemente se quedó allí, tumbado boca arriba tratando de mantener la consciencia, sobre el barro, las cervezas derramadas y los desperdicios que algunos de los parroquianos habían arrojado al ring durante el combate. Ahora la multitud se dispersaba por momentos, ya fuese para recoger sus ganancias —la mayoría—, para lamentarse —la patética minoría que, en un alarde de optimismo o ingenuidad, había apostado por Uchiha Akame "Opción B"— o para pedir una nueva jarra de cerveza —todos—. El Sargento, mientras, repasaba el resto de la "programación nocturna" en su fiel libreta. Aquella noche le había fallado uno de los púgiles, y si bien tenía claro que ajustaría cuentas con el tipo más tarde, en ese momento lo que apremiaba era encontrar un sustituto. Así que el Sargento Tachibana —nada modesto— decidió sacar a pasear su "ojo veterano", del que presumía siempre que tenía ocasión, y escudriñar a los ilustres asistentes que se agolpaban en aquel sótano en busca de un potencial socio para la siguiente media hora.
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Había algo en común entre aquél hombre magullado y desnutrido con el que una vez fue el reconocido Umikiba Kaido. Ambos, sin saberlo, se escondían detrás de un velo de subterfugio pues, por las distintas circunstancias que magullaron su existencia, ya no debían ser quienes fueron alguna vez. Dos shinobi de gran trascendencia que estaban muertos, a la vez, sin realmente estarlo.
Uno, irreconocible, se fungía en una intensa batalla clandestina en el hueco más profundo de un tugurio de Tanzaku. Tenía los dientes tintados, víctimas de los deseos prohibidos de aquella pasta tan maligna —como la consideraba Shaneji—. y fácilmente podría pasar desapercibido como un yonqui de mierda. Uno de tantos de los que se mueven por la Capital del País del Fuego. Otro, escondido tras una capa de sombras negra que aletargaban el intenso color azul de su piel para no levantar sospechas. Mezclado entre la muchedumbre y observando el transcurso del letárgico combate entre opción A, y opción B.
Su vívida percepción le permitió notar dos cosas: que la mole de dos metros era un cúmulo de carne e ira. Para ganar batallas aquello no era suficiente. Y cualquiera lo entendería con los primeros vestigios de victoria que mostró el otro muchacho, con tan grotesca quemadura cubriéndole parte del rostro. Un golpe por aquí y por allá, de a momentos los movimientos de pie de alguien que tuvo que haber sido entrenado antes, una agilidad fugaz que superaba a la de la mole, y otras características que el ojo experimentado del gyojin fue captando de cuándo en vez. Quizás, era el único que tenía la impresión de que el yonqui era más que un débil ciudadano rascando un par de monedas a costa de recibir una paliza.
O que, alguna vez, lo fue; desde luego.
Por eso se sintió bastante decepcionado —por no decir otra cosa—. cuando el cuerpo de Akame quedó tumbado en el suelo, con los ojos debatiéndose entre el dolor y la añoranza por el premio que obtendría de consolación una vez dado finalizado el combate. La hedionda muchedumbre se apartó entre alaridos y maldiciones a reverberar sus energías para el próximo encuentro, y se apartaron de la solitaria figura del encapuchado azul que se mantuvo impertérrito en su asiento.
Tan sólo unos largos mechones aguamarina se asomaban desde la oscuridad de la capa, y a contra luz, el filo de un manojo de dientes en hilera sonreía con extrema curiosidad.
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Un rato después, los parroquianos ya volvían a abarrotar aquel mugriento subsótano en busca de otra dosis de diversión. El alcohol barato, que Sargento Tachibana astutamente rebajaba de precio cada vez que veía que había muchos clientes descontentos con los resultados de las apuestas —"fidelizar" lo llamaba él—, el aire fresco —al menos, más fresco que allá abajo en la ratonera de peleas— y alguna que otra sustancia ilegal de más tenían a la mayor parte de aquellos cabrones de buen humor. El Sargento podía olerlo; se avecinaba una buena ronda de apuestas. Después de tantos años regentando aquel negocio, él aseguraba que había desarrollado un sexto sentido para oler lla pasta como si se tratara del pubis recién lavado de una prostituta. Era tan natural como respirar. Así pues, tenía que asegurarse de que el siguiente combate era lo suficientemente espectacular y, sobre todo, brutal, dos cualidades que sus clientes valoraban en demasía. Por eso mismo le irritó soberanamente el no hallar a ningún tipo con pinta de ser lo suficientemente duro o amenazador como para inclinar la balanza de su lado antes de que volara el primer puñetazo; todos lucían demasiado anodinos, blanduchos o colocados aquella noche.
—Tsk. Panda de pelones... —masculló entre dientes—. ¡Ashi! ¿Está Ashi por aquí hoy? —rugió.
Un hombre alto y delgaducho como un junco de río se acercó con un cigarrillo muy grueso en una mano y una jarra de cerveza de arroz en la otra. Su rostro era sumamente alargado, como el de un caballo, y sus ojos oscuros despedían un brillo de malicia poco contenida.
—¿Qué pasa, Sargento? —quiso saber el recién llegado—. ¿Problemas de abastecimiento, a estas horas? Joder, hoy estáis que os fumáis a un kusareño liao' en una manta.
Tachibana negó con la cabeza.
—No, más bien lo contrario. Me preocupa que haya un superávit de "magia azul" esta noche. Especialmente para alguno de mis ilustres luchadores, que quizá tenga que hacer horas extra. No querría que abandonen el ruedo antes de tiempo... ¿Necesitas que te lo deletree? —inquirió, con cara de pocos amigos.
El tipo con cuerpo de junco soltó una risilla maliciosa y negó con la cabeza.
—Aye aye, capitán —le respondió, guasón, mientras le daba una buena calada a su pitillo—. Pero súbele el sueldo a ese chico, por amor de Kamisama, o dentro de poco te vas a quedar sin saco de golpes —agregó, aludiendo a los impagos en los que Akame había estado cayendo últimamente, con el precio del omoide subiendo cada semana.
El Sargento asintió, dando por concluida la conversación, y Ashi hizo lo propio al darse la vuelta y perderse entre la gente. Luego, el dueño de El Club de la Trucha simplemente esperó durante unos minutos a que los naipes cayesen del lado adecuado, y entonces... Uchiha "Calabaza" Akame apareció entre la gente, cabeza gacha y todavía cubierto de moratones, con el pelo grasiento y descuidado ocultando su desfigurado rostro.
—S... Sargento... —llamó su atención, sin levantar la mirada. El otro se limitó a alzar una ceja—. Necesito... Necesito otra pelea esta noche. Tengo que pelear otra, ¿mismo trato, no? —preguntó, aunque sonó más a súplica. Luego, para justificarse, mintió de forma poco convincente—. El casero me ha subido la renta.
Sargento Tachibana se llevó una gruesa mano al mentón, cruzado por una profunda cicatriz. Sus facciones no podían ser más estereotípicas ni más acordes con la imagen del ex soldado convertido en hampón; corpulento, piel color café, rasgos agresivos y ojos severos de color miel. Su pelo estaba teñido de rubio platino, rapado casi al cero. Tachibana sabía bien que tenía a aquel chico en la palma de la mano; era un puro yonki del omoide, y pelear en el Club de la Trucha estaba entre sus pocas fuentes de ingresos para drogarse. Así que actuó como tal.
—No sé, no sé, Calabaza. Ya has peleado una vez esta noche, hay que dejar sitio también a las nuevas promesas, ¿eh? —se tiró el farol, a sabiendas de que aquel desgraciado no podía hacer una sola mierda para contradecirle si quería tener dinero suficiente para su dosis de aquella noche; que, mágicamente, habría incrementado su precio gracias a Ashi—. Dale, pelea, anda. Pero por esta, te voy a pagar la mitad. Al fin y al cabo te estoy haciendo el favor.
Akame asintió, murmurando un quedo "gracias, gracias Sargento", y se encaminó de nuevo hacia el ring. Eso dejaba ahora al Sargento Tachibana con el único problema de encontrar un peleador más. El joven pordiosero ya estaba en la arena de combate, y el público empezaba a pedir más, agitando sus bebidas en el aire y salpicando al muchacho, gritándole improperios y riéndose de su paupérrimo estado.
—¡Venga coño, a ver! ¿¡Quién quiere darse de ostias con Calabaza, eh!? —rugió de repente, y su vozarrón se alzó por encima del alboroto general—. ¡Cincuenta pavos a quien lo tumbe en menos de dos minutos! ¡Qué coño, cien!
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27/03/2019, 03:32
(Última modificación: 27/03/2019, 14:19 por Umikiba Kaido. Editado 2 veces en total.)
Kaido no aprendía. No señor. ¿Es que la vida no le había enseñado ya que la extrema curiosidad era caprichosa, y te mostraba sinuosos caminos que tal vez no era buena idea cruzar? Porque ahora se le abría de par en par una puerta. Una oportunidad. ¿Pero de qué, exactamente? ¿de probar su teoría? ¿de asegurarse de que su instinto no estaba del todo equivocado con respecto a Calabaza?
Quizás. O tal vez sólo sintiera la necesidad de pegarse como el bruto que era, para alimentar su alma.
Desde la retaguardia de aquel tugurio, la figura de un hombre azul como el mar, dientes de sierra, agallas y cabellos aguamarina que se extendían como medusas hasta los linderos de su cintura se entrometió entre la muchedumbre y alzó su brazo.
—Yo.
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El Sargento Tachibana cazó al instante aquel "yo" tan azul y repleto de dientes como cuchillos. Ni siquiera era necesario disponer de un ojo veterano como el suyo para darse cuenta de que aquel monstruito antropomorfo se veía extremadamente intimidante; no sólo por su antinatural aspecto, cuyas facciones recordaban a las de un depredador natural, sino por su cuerpo bien musculado y su mirada desafiante. Cuando llevabas en los bajos negocios tanto tiempo como el Sargento, aprendías a reconocer a simple vista a los tipos peligrosos; y Kaido lo era. Exactamente la clase de hombre que él estaba buscando en ese momento, alguien que sin duda inclinaría todas las apuestas a su favor en la balanza imaginaria que Tachibana colocaba ante sus clientes... Y especialmente tratándose de que su oponente era el yonki Calabaza, por quien sólo los nuevos o los poco avispados apostaban siquiera un ryo.
—¡Bien, coño, eso es un tío! —bramó el Sargento, indicando a Kaido que entrara en la paupérrima arena. Uno de los hombres que la rodeaba había retirado un tablón de madera lo justo para que el Gyojin pudiera pasar—. ¿Cómo es tu nombre, sardina con patas? —quiso saber luego.
Mientras todo aquello transcurría y el griterío del público iba en aumento a la par que la excitación por ver a semejante engendro de la naturaleza pelear, para el otro combatiente el tiempo parecía pasar con extrema lentitud. Incluso a pesar de esta medio borracho y con el mono amenazando con salir a la superficie, Akame había reconocido perfectamente a su oponente. ¿A qué habitante de Oonindo podría olvidársele jamás aquella sonrisa bravucona y serrada, aquellas escamas del color del océano, aquellos ojos desafiantes?
«K... Kaido... Umikiba Kaido...»
A Calabaza empezaron a temblarle las piernas. Bajo sus raídos pantalones —repletos de rotos y descosidos, y manchados de barro en los bajos—, la vejiga del antaño jounin de Uzushiogakure luchaba por no liberar de inmediato todo su contenido. Normalmente Calabaza siempre peleaba contra matones de segunda, sicarios trasnochados cuya mejor hora ya había pasado y aspirantes a luchadores profesionales que acudían —engañados— con la pretensión de lanzar su carrera desde aquel agujero. Contra ninguno de aquellos peleadores había sentido jamás aquel muchacho miedo o temor; porque sabía que la cuenta que tendría que pagar serían apenas unos cuantos moratones, quizás una nariz sangrante si tenía mala suerte. Pero contra aquel sanguinario shinobi de la Lluvia... Akame sentía que su vida corría peligro real. Y no sólo porque Kaido pudiera matarle si se le daba la gana, sino porque una pizca de mala suerte bastaría para que El Tiburón de Amegakure le reconociese...
¿O no?
—¡Venga, que empiecen las hostias! —rugió el Sargento Tachibana, dando por comenzada la pelea. Akame se encogió sobre sí mismo, alzando tímidamente la guardia y separando un poco sus pies descalzos para lograr un mejor equilibrio.
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28/03/2019, 00:55
(Última modificación: 28/03/2019, 00:57 por Umikiba Kaido. Editado 3 veces en total.)
—¡Bien, coño, eso es un tío! —bramó el Sargento. El gyojin navegó la marea de gente, apartándola de su camino a regañadientes, y sumergiéndose finalmente en el corazón del ring—. ¿Cómo es tu nombre, sardina con patas?
—Me dicen Marrajo —añadió entre colmillos, palabras que vislumbraban una sonrisa tan insolente como a la par de amenazadora. Los dientes le brillaban y el rostro le había cogido un color que apenas podía describir lo feliz que estaba de pegarse unas piñas en ese momento. No eran los cien pavos, ni la gloria que podía ganarse entre todos aquellos bastardos que no volvería a ver en su puta vida. No. Era algo más palpable que eso. Esa noche iba a ser un buen samaritano porque pensaba ayudar a Calabaza.
Marrajo se quitó la chaqueta que llevaba encima y la tiró al suelo, quedando sólo con aquella camiseta tan típica sin mangas que dejaban a la vista sus brazos de yunque y, desde luego; aquél curioso tatuaje en tinta negra que le adornaba gran parte del antebrazo. Un Dragón de fuego oscuro símil a un tribal cuyas fauces abiertas de par en par terminaban a nivel del hombro. La Marca del Dragón, le llamaban en el submundo. En los bajos fondos. Ahí en donde Dragón Rojo tenía sus puntos más álgidos de distribución de Omoide. Quizás Akame les conocía, quizás no. En ese momento, por ahora, ese detalle no importaba.
¿Qué hace un tiburón cuando vislumbra la silueta de una posible presa, perturbada por los intensos oleajes del mar? La estudia. Se acerca y la huele. Trata de discernir si se trata de una suculenta y gorda foca, o de alguien más. Eso hizo Kaido con su oponente.
Encerrados en el ring, el espeto musculado empezó a rodearlo con pasos cortos, sin quitarle la mirada de encima.
—¿Comadreja, verdad? —dijo, en susurros apenas audibles para ellos dos. Ayudaba que el público no parara de soltar alaridos ante la expectativa que aquél espécimen generaba—. ¿te pagan bien, al menos? —arrojó sin miramientos. Fue el primer jodido golpe de aquél combate—. por dejarte humillar de esa forma, digo.
A diferencia de su contrincante, el gyojin aún no había levantado su guardia.
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Calabaza arrugó los labios en una mueca que oscilaba entre el miedo y el desagrado cuando Kaido le llamó por el nombre de "Comadreja". Meneando la cabeza, el yonki escupió casi sin quererlo.
—Calabaza.
Lo que vino a continuación fue un dardo certero y envenenado al orgullo —inexistente en aquellos días— del anteriormente conocido como Uchiha Akame. Él había sido un ninja de gran prestigio y orgullo profesional, que se tomaba realmente en serio su trabajo y nunca habría tolerado que alguien quisiera enmierdarlo. Sin embargo, el que se alzaba tembloroso y torpe ante Kaido no era un jōnin de Uzushiogakure, sino un muchacho consumido por la culpa, la vergüenza, el rencor y la magia azul. Además, llevaba unos cuantos tragos de aquel whisky tan malo que servían en El Club de la Trucha.
—No... No me importa lo que digas... —replicó Calabaza con aire inferior, como el chico abusado de la clase que trata de negar la ofensa cuando sus compañeros le insultan—. Pelea... Pelea, venga...
Viendo que su antiguo amigo, enemigo, y conocido no tomaba la iniciativa, Akame decidió hacerlo. No porque tuviese intención alguna de ganar el encuentro —creía firmemente que aquello era cosa imposible, y su interés era puramente conseguir otro puñado de billetes que le costearan la magia azul esa noche—, sino porque era consciente de que a los clientes de El Club de la Trucha no le gustaban las peleas paraditas; y, por consiguiente, al Sargento tampoco. Y si al Sargento no le gustaba lo que hacías, entonces no le gustabas tú...
—¡Argh!
Con un gruñido de esfuerzo y dolor —todavía tenía varios moratones de la pelea anterior— Calabaza se abalanzó sobre El Tiburón. Sus brazos flacuchos y fibrosos se movieron con menos destreza y rapidez de la que Kaido habría esperado, dirigiéndole un torpe puñetazo a la mandíbula con la diestra y un directo de zurda a la nariz. Pese a que se podía intuir cierta técnica innata, casi natural, en aquellos movimientos, su cadencia y velocidad eran paupérrimas. Nada que un shinobi —o ex-shinobi— bien entrenado como Kaido no pudiera evadir.
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Uno de los puntos fuertes de Kaido era ser un instigador. Le encantaba provocar, y por lo general —salvo alguna ocasión excepcional como la de Datsue durante su último encuentro—. solía tener éxito. Provocar todo tipo de reacciones le permitía tomar ventaja de sus rivales, dominando sus impulsos antes de siquiera tratar de arrebatarles la vida. Una táctica a veces infalibles, otras a la par de efectivas. Pero nunca le dejaba con sabor amargo.
Con Calabaza funcionó. Quizás no por haberse tomado el tiempo de puntualizar lo obvio —que fácilmente podría haber ganado su primer combate, pero en cambio, se había dejado estar en el suelo como un pequeño microbio—. sino porque sabía que la inacción en un tugurio como aquél generaba disconformidad en un público excitado y sediento de sangre. Por tanto, Calabaza arremetió primero. Y vaya que lo hizo bien.
Pero Kaido era un muchacho instruido. Con unos reflejos curtidos y avivados para la ocasión. Así que, vestido de traje y gala; el escualo danzó como el tiburón más avispado que esquiva los arpones de los cazadores furtivos y arrastró el pie derecho por la húmeda tierra un paso, hacia atrás, lo que le permitió curvar el cuerpo y la parte superior del torso lo suficiente como para que el primer golpe siguiera su curso sin pena ni gloria. El gancho izquierdo no obstante no lo esquivó per se, sino que usó su antebrazo derecho para desviar la dirección del puño hacia arriba y dejar su guardia descubierta.
El gyojin vio entonces un espacio que aprovechar y la tomó. Su mano izquierda se abalanzó precisa hacia el rostro de Akame y le pegó un buen porrazo en la mejilla, con el impulso de mil yunques.
Acto seguido, se alejó un par de pasos hacia atrás.
—¿A eso le llamas pelear, yonqui de mierda? —espetó, con la mirada puesta en aquél manojo de dientes tan teñidos de azul como su propia piel—. ¡venga, coño; inténtalo otra vez! ¡gánate bien esa pasta, que valga la puta pena!
Subió los puños como un boxeador y aguardó, a la nueva embestida de calabacín.
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Nadie de los presentes —excepto quizás aquellos cuya tasa de alcohol en sangre fuese ya alarmantemente alta— hubiera esperado que Calabaza ganara el combate contra aquel tipo de dientes de sierra que daba miedo sólo con mirarlo. Incluso aunque la mayoría de los que allí se congregaban, tanto hombres como mujeres, eran gente propia de los bajos fondos y curtidos en una vida nada fácil que premiaba al fuerte y condenaba al débil, ellos querían ver una lucha que fuese mínimamente equiparada. La otra opción era convertir el encuentro en algo tan sumamente avasallante para el pobre yonqui que fuese entretenido; y Kaido parecía haber comprendido aquello.
Con insultante facilidad El Tiburón se deshizo de los golpes de Calabaza, dejando pasar el puño primero y luego bloqueando el segundo. En el espacio que la fallida ofensiva del pordiosero le había dejado —no fue difícil verlo para un shinobi instruído como Kaido—, el amejin le lanzó un puñetazo tremendo a su contrincante. El golpe sonó, seco, con tanta fuerza que retumbó en aquella ratonera por encima del bullicio general, volteando el rostro de Calabaza como si de una muñeca de trapo se tratase y derribándolo con brutalidad.
«¿Q... Qué cojones... Es esto... Cuándo se volvió Kaido tan fuerte?»
El muchacho recuperó el sentido de dónde estaba y qué estaba haciendo pocos instantes después. El tacto húmedo de la tierra en su espalda le sugería que estaba tumbado en el suelo, y la cabeza le daba vueltas. Se notaba el rostro totalmente entumecido por el golpe. Trabajosamente se incorporó, volviendo a ponerse en pie —su paga dependía de ello— y arrancando una oleada de insultos por parte de los parroquianos que ya veían terminado el combate.
—Cof, cof... S... Sí... —se limitó a contestar, sumiso, ante las exigencias del Tiburón.
En todo su deplorable aspecto, el muchacho de rostro carbonizado y ropas sucias se abalanzó de nuevo contra Kaido. Esta vez con una breve carrera de apenas tres pasos para luego tratar de descargar un gancho de derecha a la altura de la mejilla del amejin —queriendo devolverle el golpe—, y luego un puñetazo bajo dirigido a su estómago. Pese a todo, Calabaza no se encontraba más apto para pelear de lo que había estado antes de recibir tamaño piñazo en el rostro, y sus golpes se habían vuelto incluso más lentos.
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30/03/2019, 14:03
(Última modificación: 30/03/2019, 14:05 por Umikiba Kaido. Editado 1 vez en total.)
Su demanda pareció hacer efecto en su oponente, y éste estuvo dispuesto —tanto como podía estarlo en su precaria condición—. a tomar una vez más la iniciativa, y tratar de atinar algún golpe al tiburón. Convaleciente después de aquél sórdido puñetazo, ahora era incluso más evidente su aproximación y sus movimientos ligeramente más lentos. Quizás, para un hombre no entrenado, supusiera ser una diferencia demasiado nimia y sutil para poder percatarse de ella. A los ojos de Kaido, y del Akame que alguna vez fue un gran shinobi de Uzushiogakure; aquellas pequeñas variaciones solían ser oro puro a la hora de combatir y enfrentar grandes desafíos. Dígase que Kaido podría haberse apoderado de la vanguardia y acabar con el sufrimiento del leproso de una vez por todas. Podía haber acabado la pelea ahí mismo, cuando calabaza arremetió contra él con paso descuidado y sin ninguna estrategia más que la de cumplir con su papel dentro del ring del Sargento Tachibana. Ser un jodido saco de boxeo.
Akame tuvo alguna vez, en sus tiempos de gloria, una percepción prodigiosa. Ahora aletargada por los vestigios de los estupefacientes que su cuerpo añoraba como sus pulmones al aire. Pero por un instante, la gloria de sus ojos le permitió ver muy lentamente como una sonrisa se dibujaba en el rostro del tiburón en cuánto su propio puño, sin ser detenido, acarició la mejilla cerúlea de Umikiba Kaido sin ver ningún tipo de oposición. El gyojin se había dejado golpear.
¿Por qué? ¿qué intentaba Kaido? quién sabe.
La cara se le torció con el débil impulso de los nudillos, y su cuerpo se echó hacia atrás ligeramente. No obstante, el tiburón aprovechó ese pequeño empuje para interceptar el segundo golpe dirigido a su estómago y sostenerle ese brazo a Akame a nivel del codo, aprisionándolo como una anaconda. Entonces hizo uso de la inercia y giró junto a él como si bailaran al vals mientras su otra mano —la izquierda, justo donde estaba el dragón—. se alzó de la nada y le permitió deslizar sus dedos alrededor del cuello de su oponente como cinco tentáculos que apretujaron con la suficiente potencia como para que el aire no fluyera como debía ser. Poco después, Calabaza se encontraba atropellado contra la delimitación final de uno de los rincones de la arena del Club de la Trucha, acorralado.
Tan cerca como tenía la Marca del Dragón, los músculos tensados de su extremidad hacían que los matices degradados de color rojo de aquél tatuaje le hicieran parecer vivo. Ese Dragón veía a Akame a los ojos. Y el tiburón, apretando cada vez más su cuello, también.
Entonces susurró, viéndole los dientes.
—Oh. ¿Lo sientes, verdad? la abstinencia golpeándote cada centímetro de tu cuerpo. La boca seca, la vista nublosa. Un constante tirite y un frío digno de las jodidas cordilleras de Tsukima, aún cuando estamos en este jodido estercolero sudando como unos puercos —aligeró un poco el agarre, aunque mantuvo la llave para que su presa no se le escapara—. los dientes te delatan. Quizás para todos estos párvulos ignorantes no resulte evidente, pero da la casualidad de que soy un hombre muy instruido en los efectos del Omoide. ¡De hecho! —¡Bam, bam! dos puñetazos al esternón y su costilla intercostal derecha como para mantener al público entretenido y que su palabreo pasara desapercibido—. tengo unos quinientos gramos esperándote en mi taberna. Son tuyos si... peleas de verdad.
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El muchacho Calabaza recibía los golpetazos de su oponente como un maldito saco de arena al que alguien que había tenido un día especialmente malo estuviera apalizando para desquitarse. No sólo era ya que su cuerpo se tratase apenas de una flacucha espiga de trigo con los dientes azules y pocos nutrientes bajo la piel, sino que no disponía de la voluntad para resistirse. Soportar el dolor se le antojaba más fácil y sencillo que pararse y pelear; por no hablar de que, incluso aunque pudiera pelear como había sabido antaño, eso le delataría. Oonindo pensaba que Uchiha Akame estaba muerto... Y era mejor dejarlo así.
«El traidor, el espía. Está mejor muerto...»
Por eso mismo, cuando Kaido le zarandeó para acabar aprisionándole contra uno de los precarios tablones de madera de la "arena" de pelea, Akame se limitó a soltar un bufido de dolor y tratar de agarrar las muñecas del Tiburón con sus propias manos. Sabía que no tenía fuerza suficiente para liberarse, y ya esperaba que el amejin se desquitase a gusto con él cuando la voz de Kaido llegó a sus oídos.
«¿Omoide...?»
Kaido sabía bien cómo ganarse a un yonqui. La gente que había caído tan profundo en ese pozo era fácilmente manipulable, pues toda su vida giraba en torno a una sola cosa; meterse. Los amigos, la familia, incluso las posesiones materiales o el conocimiento, todo pasaba a un segundo plano. Lo único que contaba era el siguiente tiro. Y aquel shinobi azul le estaba ofreciendo nada menos que medio kilo de omoide completamente gratis, tan sólo al precio de que "pelease de verdad". Akame quiso soltar una risotada despectiva, pues no estaba seguro de qué creía Kaido que el joven yonqui se estaba guardando. Incluso aunque durante un momento el mono le hizo dudar, luego recordó; Kaido era un shinobi.
—Y... Y... Ya estoy... Peleando... De verdad... —masculló Calabaza, todavía aprisionado y dolorido por el castigo de su oponente—. D... Deja de hablar m... Mmm... Mierda... Y pelea.
Y como una reacción furibunda, el yonqui trató de estampar su frente en la nariz del Gyojin.
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—Y... Y... Ya estoy... Peleando... De verdad... —verborreó el drogadicto, y por un instante; Kaido dudó de su intuición había sido acertada. ¿Acaso había visto algo ahí que no existía? pues una lástima si era así. Por lo general, tenía buena intención para conseguir gente que hiciera lo que a él le saliera de los cojones. Un tipo acertado cuando se trataba de leer el carácter. Y sólo por esa razón —al creer que aquél yonqui podía servirle como una buena herramienta en cuales fueran sus propósitos ahí en Tanzaku—. se vio decidido a postularse como candidato al ring de combate, bajo la premisa de que a veces los caballeros se entendían mejor tras un par de hostias como antesala. De todas formas su sugestión en forma de promesas de droga y/o puños no estaba funcionando—. D... Deja de hablar m... Mmm... Mierda... Y pelea.
El tiburón se estaba quedando sin ideas. Y cuando un tiburón se queda sin ideas, no tiene más remedio que acudir a su herramienta prehistórica más letal: los dientes.
Cuando el cuello de Calabaza hizo el ademán de impulsar su rostro a tan corta distancia, el gyojin sólo tuvo que interponer su propia frente para que ambas cabezas hicieran ploc. Bastó entonces que diera un paso hacia atrás y aprovechó el débil agarre que tenía su rival a sus muñecas para zarandear ambos brazos hacia abajo y superponiendo luego uno de los antebrazos por encima del cuello del drogadicto y descenderlo sólo un poco, porque su rodilla izquierda haría todo el trabajo al coger vuelo hasta su estómago escondido, castigando una vez más ahí a dónde había estado golpeando antes.
—Jupmh. Qué puta decepción —le espetó, mientras lo tomaba de la camisa y lo empujaba hacia atrás para hacerlo caer de boca al suelo—. supongo que tendré que regalársela a alguien más.
Envalentonado, Marrajo se enfrentó de cara al público el alzó los brazos, pidiéndoles más ánimo. La peleas apenas comenzaba.
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¡PLACK!
Las cabezas de ambos peleadores colisionaron mutuamente en un impacto brutal y buscado, una contraofensiva por parte de Kaido que cogió totalmente por sorpresa a Calabaza. El yonqui siempre se había preciado de tener la cabeza bien dura, pero no fue hasta que sintió el contacto de la frente del contrario chocando con la propia que se dio cuenta de que su idea de que su escala de dureza estaba bien desajustada. Si él era un tres, Kaido tenía el podio del diamante. Calabaza retrocedió entonces, aturdido ante semejante porrazo, y ni siquiera vio llegar el siguiente golpe. La rodilla del Tiburón sacudió su estómago con gran virulencia antes de que su dueño le hiciera caer de espaldas. De vuelta al barro.
Una arcada asquerosa, con sabor a whisky, le vino a la garganta. Calabaza luchó por incorporarse y contener las náuseas al mismo tiempo; craso error. Su maltrecho cuerpo sólo pudo hacer una de las dos, y el yonqui tuvo que inclinarse, ya de pie, para devolver al suelo los chupitos de whisky que se había tomado aquella noche. El público irrumpió en carcajadas e insultos, y algunos incluso creyeron que, después de semejante vomitera, el bueno de Calabaza tendría sed; de modo que le arrojaron un par de jarras de madera con un culito de cerveza. Una le pasó por al lado, pero la otra le dió directamente en la cabeza, arrancándole un quejido lastimero.
Cuando Kaido alzó los brazos, triunfante, los parroquianos redoblaron su griterío. Si él les pedía más jaleo, ellos correspondían, y demandaban a cambio un pago con la única moneda que valía en la arena: sangre. El Sargento, desde su "trono", alzó el vozarrón por encima del alboroto general.
— ¡Te quedan treinta segundos, Marrajo! —anunció, divertido—. Acaba con este lastimoso despojo.
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«Treinta segundos es todo lo que necesito»
La euforia del público le obligó entonces a pegarse la vuelta y vislumbrar los efectos secundarios de su última arremetida. El vómito ensuciándole los pies.
—Pst —le llamó—. prepárate. Acabaremos con tu desgracia.
De pronto, Kaido dejó de ser un tiburón para convertirse en un toro. Uno que arremetió en cuestión de un par de zancadas contra Calabaza y que dirigió sus cuernos —ambos brazos curvados hacia la mandíbula y el hombro derecho de su oponente—. para embestirle con potencia. Eso esa fue la impresión que dio.
No obstante, para un ninja versado era fácil direccionar movimientos, reducir las fuerzas de un envite aparentemente desmedido y simular, por sobre todo, algunas estrategias. La suya en ese instante fue ser misericordioso con Calabaza, algo a lo que probablemente no estaría acostumbrado, y convertir su victoria triunfal en un último ataque sin secuelas. Lo cierto es que en el instante que su mano acarició el rostro desfigurado del hombre, y su otra logró apoyarse en el hombro, Kaido redujo casi al cien por cien y lo que hizo fue levantarle un poco por los aires y le obligó a fingir una caída que en principio pareció bastante dolorosa. Los ojos cerúleos del tiburón se envolvieron en los de Calabaza y sin mediar una palabra más, trató de decirle: "quédate en el jodido suelo. Ya me lo pagarás luego".
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¡BAM! Tal y como todo El Club de la Trucha pedía, Kaido estaba a punto de terminar con aquel combate. Había sido rápido —por orden del propio Sargento, de modo que no habría quejas— y brutal, todo lo que se podía pedir en aquella arena cutre formada por tablones de madera manchados de barro y sangre. Calabaza resollaba como un perro malherido, y cuando Kaido cargó contra él, apretó los dientes con los brazos débilmente levantados en una penosa posición de guardia. Sin embargo, sus ojos captaron al instante un detalle que le habría hecho enarcar una ceja si no fuese porque segundos después estaba siendo volteado en el aire por los poderosos brazos del Tiburón.
«¿¡Qué cojones...!?»
Como un muñeco de trapo carente de consciencia, Calabaza giró por los aires al mandato de la potencia física de su rival; y, sin embargo, cuando cayó se dio cuenta de que no le dolía todo el cuerpo, ni tenía los huesos destrozados. Confuso, Calabaza habría podido jurar que viendo la gran musculatura que había desarrollado Kaido, éste le podía partir la espalda con una maniobra como aquella si era bien ejecutada. «Entonces, ¿por qué no...?» Todavía en el suelo, incapaz de comprender por qué el Tiburón no le había destrozado como a un puto saco de arena, sus ojos se cruzaron con los del amejin... Y entendió.
Akame no supo si entender le había dado más miedo que no hacerlo. «¿¡Es que acaso me ha reconocido!? No, no, es imposible... Él sólo conoció a Uchiha Akame. Y Uchiha Akame está muerto... Calabaza, yo soy... Calabaza...»
El público estalló en vítores, insultos y coreos al ver que el maldito yonqui no se movía, completamente tirado en el suelo y sucio, con sus ropajes llenos de barro. El Sargento Tachibana no tardó en levantarse, alzando un puño mientras reía de forma totalmente satisfecha. Hacía demasiado tiempo que por su humilde arena no pasaba un peleador con tanta potencia, garra y técnica; había sido un deleite. Casi se arrepentía de haberle dado sólo dos minutos con Calabaza... Aunque, viendo el estado de aquel pobre desgraciado, el Sargento no tenía claro que hubiese aguantado mucho más.
—¡Tenemos un ganador, panda de borrachos y puteros! —anunció a su público, exultante—. ¡El puto Marrajo tiene dientes afilados, ya lo creo que sí! ¡Menuda tunda, jajaja! —con un gesto de su manaza invitó al Tiburón a que se acercara, y cuando lo hizo, le puso un fajo de billetes ante las narices—. Te los has ganado bien, Marrajo. ¡Ahora vete arriba, a gastártelos en mi puto bar! —agregó con una risotada.
Mientras toda la atención abandonaba la sucia arena y se centraba en Kaido —el ganador del combate—, en las jarras de cerveza vacías o en aquel tipo que acababa de darle un codazo a otro en las escaleras, Calabaza se incorporaba entre toses. Pese a que el último golpe de Kaido le había perdonado la integridad física —o lo que le quedaba de ella—, estaba dolorido y muy cansado. Le temblaban las manos y tenía la boca seca, no sólo por el vomito sino por el mono. Necesitaba enjugarse la boca con un poco de magia azul, y cuanto antes. Enmonado, Calabaza salió de la arena dando tumbos y se acercó al Sargento Tachibana, que le saludó con una mueca de desprecio antes de ponerle unos pocos ryos en la mano.
—Y gástatelos en darte un buen baño, me cago en todos los dioses, que hueles a rata de alcantarilla.
El joven pordiosero se limitó a agradecer el pago con la actitud servil de un esclavo, sin querer siquiera despegar los ojos del suelo, y luego trató de llegar hasta las escaleras que subían a la taberna sin llevarse demasiados empujones; los insultos le daban igual.
La parte superior de aquella ratonera que muchos conocían como El Club de la Trucha era una taberna igualmente precaria y sucia, pero con una larga barra de madera donde se servían todo tipo de bebidas alcohólicas. Apenas había mesas, pues el volumen de los parroquianos llegaba a ocupar casi toda la estancia en horas puntas, y las pocas sillas que quedaban se amontonaban contra la pared. Una cortesía del lugar —y de muchos otros establecimientos tan nobles como aquel— era el dejar esos asientos a la gente que iba especialmente cocida y no podía mantenerse en pie. No por mera cortesía, algo inexistente entre aquellas cuatro paredes, sino porque cada cuerpo inconsciente en el suelo dificultaba el recorrer la estancia con las manos repletas de jarras entre tipos que no dudaban en sacar los aceros por unas gotas derramadas en su nueva camisa.
Calabaza pidió otro chupito de whisky, que se empinó del tirón, y luego dejó una moneda de dos ryos sobre la barra. Se secó los labios con el dorso de la mano mugrienta y, tras meterse el resto del dinero en los calzones, desapareció tras la puerta que había junto a la barra de madera, tras la que un par de mujeres de aspecto bien cuidado —al menos para el lugar— servían bebidas. Reapareció un minuto después con mucho menos dinero pero un pequeño tesorito entre las manos. Impaciente, el yonqui salió de El Club de la Trucha por la puerta de doble hoja que daba salida al local.
Una vez en la calle, Calabaza buscó un callejón aledaño poco iluminado. Por suerte, en aquella zona de la ciudad no era raro encontrarlos; siendo totalmente desaconsejable para turistas y demás gentes de bien, y un lugar perfecto para maleantes, yonquis y otras especies del submundo. Una vez en su callejuela —estaba oscura, pues la farola que debía iluminarla había sido apedreada mucho tiempo atrás y el Daimyō nunca había mostrado interés en arreglarla—. El joven se dejó caer, con la espalda apoyada en la pared. Abrió la palma de su mano derecha, y allí la vio; la magia azul. Una bolsita de plástico de apenas tres dedos de tamaño repleta de una plasta azulada y viscosa.
—Ah... Puta noche...
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