10/10/2019, 18:50
(Última modificación: 10/10/2019, 18:51 por Uchiha Akame.)
Kazui hacía bien en observar su entorno, no sólo en busca de posibles ladrones de cucharillas de oro, sino porque el vagón restaurante estaba en ese momento ocupado por todos los ilustres pasajeros del Expreso de Yugakure no Sato —sin contar, claro, al servicio—. Una rápida visual de las otras concurridas mesas le reveló al genin que el tipo del haori carmesí y la dama noble de kimono azul no eran sino dos de los muchos ilustres y curiosos personajes que allí se habían encontrado. Algunos parecían conocerse e incluso charlaban animadamente, mientras que otros disfrutaban de la soledad o la fría compañía de alguien con quien no se tiene confianza.
En la mesa más cercana a ellos dos se encontraban dos hombres que, pese a no poder ser más dispares, charlaban animadamente mientras comían con sendas copas de vino. El primero era bajito y muy gordo, tanto que su traje verde apenas le cerraba en torno a la enorme panza. Llevaba un reloj de oro en la muñeca izquierda que debía valer un riñón, y otro más —de bolsillo— atado con una cadena en su chaqueta. El segundo era completamente opuesto: un hombre que debía rondar los treinta, alto y de hombros anchos, vestía con ropas sencillas que resaltaban en aquel ambiente opulento. Llevaba un yukata verde agua, el pelo muy corto y unas getas.
En la mesa al otro lado, una joven de pelo corto y rubio pajizo, que vestía con un sencillo kimono color beige degustaba una modesta cena mientras leía un libro de teología clásica, y sus ojos avellanados devoraban las palabras con avidez.
Algo más allá, los muchachos reconocerían a los protagonistas del tenso encuentro en el pasillo de su compartimento. Por un lado estaba la dama Horiuchi Sasha, que comía con el recatamiento que se les supone a la gente de su casta, y junto a ella, en un segundo plano, su fornida criada Emma. En la mesa junto a ellas se sentaban tres hombres; el primero, Shinjo Kyoku, comiendo y bebiendo como si fuese el Emperador de Oonindo. Junto a él estaba un tipo mucho más joven —debía tener poco más de veinte años—, que vestía un precioso yukata dorado. Era alto, con el pelo negro recogido en un moño alto y unas gafas redondas, y en ese momento repasaba con gesto cansado los papeles de una gruesa carpeta. El tercero de la mesa era un anciano muy encorvado, que llevaba una sencilla camisa plateada, a juego con su cabello corto y canoso.
La última mesa estaba ocupada por el enorme samurai que Kazuma había visto antes de entrar al tren, con su haori bermellón, aunque en esta ocasión no llevaba el daisho al cinto. Comía en la misma mesa que la fina dama del kimono de flores rosas y charlaban en voz baja, casi confidente.
—¿Han decidido ya los señores?
La voz de Avino Yusui les sacaría de sus pensamientos. El responsable del servicio se había quedado junto a ellos, quien sabe si por que se apiadaba de dos genin que debían sentirse profundamente perdidos en aquel ambiente, o por otro motivo. Impaciente aunque tratando de disimularlo, el jefe de botones daba nerviosos golpecitos con sus dedos en la hebilla del cinturón de su uniforme mientras miraba de forma alternativa a Kazui y a Kazuma.
En la mesa más cercana a ellos dos se encontraban dos hombres que, pese a no poder ser más dispares, charlaban animadamente mientras comían con sendas copas de vino. El primero era bajito y muy gordo, tanto que su traje verde apenas le cerraba en torno a la enorme panza. Llevaba un reloj de oro en la muñeca izquierda que debía valer un riñón, y otro más —de bolsillo— atado con una cadena en su chaqueta. El segundo era completamente opuesto: un hombre que debía rondar los treinta, alto y de hombros anchos, vestía con ropas sencillas que resaltaban en aquel ambiente opulento. Llevaba un yukata verde agua, el pelo muy corto y unas getas.
En la mesa al otro lado, una joven de pelo corto y rubio pajizo, que vestía con un sencillo kimono color beige degustaba una modesta cena mientras leía un libro de teología clásica, y sus ojos avellanados devoraban las palabras con avidez.
Algo más allá, los muchachos reconocerían a los protagonistas del tenso encuentro en el pasillo de su compartimento. Por un lado estaba la dama Horiuchi Sasha, que comía con el recatamiento que se les supone a la gente de su casta, y junto a ella, en un segundo plano, su fornida criada Emma. En la mesa junto a ellas se sentaban tres hombres; el primero, Shinjo Kyoku, comiendo y bebiendo como si fuese el Emperador de Oonindo. Junto a él estaba un tipo mucho más joven —debía tener poco más de veinte años—, que vestía un precioso yukata dorado. Era alto, con el pelo negro recogido en un moño alto y unas gafas redondas, y en ese momento repasaba con gesto cansado los papeles de una gruesa carpeta. El tercero de la mesa era un anciano muy encorvado, que llevaba una sencilla camisa plateada, a juego con su cabello corto y canoso.
La última mesa estaba ocupada por el enorme samurai que Kazuma había visto antes de entrar al tren, con su haori bermellón, aunque en esta ocasión no llevaba el daisho al cinto. Comía en la misma mesa que la fina dama del kimono de flores rosas y charlaban en voz baja, casi confidente.
—¿Han decidido ya los señores?
La voz de Avino Yusui les sacaría de sus pensamientos. El responsable del servicio se había quedado junto a ellos, quien sabe si por que se apiadaba de dos genin que debían sentirse profundamente perdidos en aquel ambiente, o por otro motivo. Impaciente aunque tratando de disimularlo, el jefe de botones daba nerviosos golpecitos con sus dedos en la hebilla del cinturón de su uniforme mientras miraba de forma alternativa a Kazui y a Kazuma.