20/07/2017, 21:33
(Última modificación: 20/07/2017, 21:37 por Uchiha Akame.)
Era una calurosa tarde de Ceniza mientras Akame caminaba por el sendero que bordeaba Hōkutomori. Pese a que era Verano —o quizás por eso mismo—, el aire fresco del bosque era como un regalo de los dioses, y el Uchiha se desviaba de tanto en tanto buscando la sombra de los árboles. Venía de entrenar en uno de los muchos dojos repartidos por todo el Valle, como así se podía deducir a partir de las vendas que cubrían varias partes de su cuerpo. Se había quedado sin agua y, ya cansado, había decidido volver a Nantōnoya. Además, en poco rato sería la hora de cenar y por nada del mundo quería perderse los deliciosos tallarines con pollo picante que servían en el albergue de los shinobi de Uzushio.
Caminando estaba cuando vio una extraña escena a un lado del sendero, junto a un pequeño templo que alguien había edificado entre los troncos de dos árboles centenarios. Bajo las frondosas copas de los árboles había reunida una multitud que parecía estar discutiendo. Akame, curioso, decidió acercarse, con la bandana del Remolino reluciendo en su frente y la mochila a la espalda.
La escena la componían una mujer extremadamente bella y bien maquillada, que vestía un kimono de aspecto caro pero rasgado y sucio por la tierra y el polvo del bosque. Parecía abatida, y descansaba sentada sobre sus propias piernas, en el suelo. Junto a ella, a cada lado, había dos hombres. El primero era alto y de porte orgulloso, con un peinado de samurái que dejaba pocas dudas acerca de su estatus social. Vestía camisa, hakama y haori con los colores de su heráldica y llevaba la vaina de una espada —vacía— al cinto, en el lado izquierdo, y la de un tantō —vacía también— en el derecho.
El segundo no podía ser más distinto. Desharrapado y mugriento, era igual de alto que el samurái e incluso más corpulento, pero lo disimulaba con una postura encorvada propia de los criminales taimados. Tenía una cicatriz en la cara que le cruzaba un ojo, blanco como la leche. Llevaba a la espalda una espada herrumbrosa.
Sin embargo, lo que llamó la atención del Uchiha fue que los tres personajes estaban rodeados de guardias del Juuchin. A ojo de buen shinobi, Akame contó media docena, incluyendo un sargento u otro alto rango. Vestían armaduras con los distintivos del Valle y llevaban espadas en el cinturón y naginatas en las manos. Uno de ellos hablaba con los personajes, intercambiando expresiones que iban desde la confusión hasta el enfado. Allí se estaba cociendo algo.
Akame se paró junto a un tocón en el que había sentada una cuarta persona, a distancia suficiente de la escena para no llamar la atención pero poder enterarse de todo. El tipo era un hombre cuarentón, de espalda y brazos anchos. Vestía con sencillez y tenía un hacha de leñador —lo que dejaba pocas dudas acerca de su ocupación— junto a él, apoyada en el tocón.
—Buenas tardes —saludó Akame, con una inclinación de cabeza—. ¿Sabría usted decirme lo que está pasando aquí?
El tipo tardó en reaccionar, embobado con la mirada fija en un punto del horizonte como estaba. Cuando lo hizo, se limitó a girar la cabeza para mirar un momento al shinobi y luego murmurar.
—No lo entiendo...
Más allá, los guardias discutían con los tres personajes.
Caminando estaba cuando vio una extraña escena a un lado del sendero, junto a un pequeño templo que alguien había edificado entre los troncos de dos árboles centenarios. Bajo las frondosas copas de los árboles había reunida una multitud que parecía estar discutiendo. Akame, curioso, decidió acercarse, con la bandana del Remolino reluciendo en su frente y la mochila a la espalda.
La escena la componían una mujer extremadamente bella y bien maquillada, que vestía un kimono de aspecto caro pero rasgado y sucio por la tierra y el polvo del bosque. Parecía abatida, y descansaba sentada sobre sus propias piernas, en el suelo. Junto a ella, a cada lado, había dos hombres. El primero era alto y de porte orgulloso, con un peinado de samurái que dejaba pocas dudas acerca de su estatus social. Vestía camisa, hakama y haori con los colores de su heráldica y llevaba la vaina de una espada —vacía— al cinto, en el lado izquierdo, y la de un tantō —vacía también— en el derecho.
El segundo no podía ser más distinto. Desharrapado y mugriento, era igual de alto que el samurái e incluso más corpulento, pero lo disimulaba con una postura encorvada propia de los criminales taimados. Tenía una cicatriz en la cara que le cruzaba un ojo, blanco como la leche. Llevaba a la espalda una espada herrumbrosa.
Sin embargo, lo que llamó la atención del Uchiha fue que los tres personajes estaban rodeados de guardias del Juuchin. A ojo de buen shinobi, Akame contó media docena, incluyendo un sargento u otro alto rango. Vestían armaduras con los distintivos del Valle y llevaban espadas en el cinturón y naginatas en las manos. Uno de ellos hablaba con los personajes, intercambiando expresiones que iban desde la confusión hasta el enfado. Allí se estaba cociendo algo.
Akame se paró junto a un tocón en el que había sentada una cuarta persona, a distancia suficiente de la escena para no llamar la atención pero poder enterarse de todo. El tipo era un hombre cuarentón, de espalda y brazos anchos. Vestía con sencillez y tenía un hacha de leñador —lo que dejaba pocas dudas acerca de su ocupación— junto a él, apoyada en el tocón.
—Buenas tardes —saludó Akame, con una inclinación de cabeza—. ¿Sabría usted decirme lo que está pasando aquí?
El tipo tardó en reaccionar, embobado con la mirada fija en un punto del horizonte como estaba. Cuando lo hizo, se limitó a girar la cabeza para mirar un momento al shinobi y luego murmurar.
—No lo entiendo...
Más allá, los guardias discutían con los tres personajes.