31/07/2017, 01:50
Kōtetsu se permitió a si mismo caminar un poco por el interior de la galería, admirando la majestuosa construcción de aquel pasaje, mientras esperaba a quienes debían de hacer presencia pronto. El primero en hacerle compañía fue el Uchiha, cuyo aspecto desaliñado gritaba que no había podido dormir tan bien como debía. El peliblanco emitió una leve y silenciosa reverencia a modo de saludo. Al poco tiempo llego el joven azulado, cuyo mal humor no parecía haber mermado mucho luego de una noche de sueño. También fue recibido con una inclinación tan educada como discreta.
Los tres se quedaron allí de pie, en harto silencio, hasta que hubo transcurrido un cuarto de hora y, en la lejanía del extremo opuesto de la galería, se pudieron escuchar unos pasos lentos y sonoros, propios de un caminar altanero y estrambótico, acompañados por la inconfundible voz suave y burlona de su hospedador.
—Buenos días, “mis queridos modelos” —Su hablar estaba cargado de un tono posesivo que resultaba un tanto incomodo, al igual que sus extravagante prendas anarajandas—. ¿Cómo se encuentran? ¿Listos para un día de trabajo duro?
—En realidad estoy un poco ansioso y a la expectativa —admitió el Hakagurē, mientras se frotaba la nuca, creyendo que estaba siendo tanto sincero como un poco maleducado—. Y usted, ¿Cómo amaneció, Escultor-san?
—!¿Cómo amanecí?¡ —Repitió con entusiasmo, luego de escuchar las posibles respuestas a su
anterior pregunta—. Amanecí con ganas de vivir para mi arte como no lo he hecho en mucho tiempo… Aunque un poco apenado por el hecho de que me vean en estas fachas, pero es lo que suelo vestir cuando voy a trabajar.
—…Esta bien, supongo…
—Entonces, ¿Qué esperamos?
—Esto… No sé, creo que ¿esperamos a que abra esa enorme puerta? —respondió, con una confusión notable.
El artista les miro horrorizado, por el simple hecho de que creyesen que él se arriesgaría a lastimar sus magnificentes manos abriendo esa enorme mole de roca y hierro. De pronto, recordó que ellos no conocían las costumbres de aquel palacio, pues de hacerlo jamás hubiesen sugerido semejante barbarie.
—Ya… Es que estoy acostumbrado a que la gente a mi alrededor sepa que debe hacer —suspiro, mirando al techo—. Mira, allá, detrás de ese enorme tiesto ha de haber una vieja llave. Con ella podrás abrir la puerta.
Se acercó y reviso el florero con cuidado hasta que dio con una gruesa llave metálica del largo de una daga, dorada y con aires de ser muy antigua. La alzo en el aire para que todos la viesen y espero la aprobación del escultor, luego de lo cual se acercó hasta aquel portón de roca maciza y la introdujo en la gran cerradura, para luego girarla con bastante fuerza, utilizando las dos manos.
Se escucho el accionar de algunos pestillos y piezas mecánicas que parecían clamar por una buena aceitada y un bien merecido cambio.
—Vamos, aun falta abrirla. Ya sabes, tienes que empujarla un poco, hacia adentro —aseguro el artista.
El espadachín apoyo su hombro contra una de las puertas, pero esta se negaba a abrirse ante alguien con una fuerza tan diminuta. Siguió intentando, hasta el punto en que tuvo que usar chakra en sus pies para no resbalarse en el suelo pulido. Sin embargo, aquellas piezas de piedra reforzada con hierro no cedían. Se necesitaría la colaboración de los tres jovencitos para hacerlas girar sobre las bisagras y abrirlas de par en par; y aun así, trabajando juntos y coordinados, aquel esfuerzo les dejaría faltos de aliento durante un rato.
—¡Bien! Fue un poco tardado, pero hoy me permito el tener paciencia —exclamo sonriente, mientras pasaba de los muchachos para adentrarse en la oscura cueva que ahora yacía frente a él.
Aun estando recuperando aire en la parte de afuera, escucharon la voz de Satomu hablándoles desde las sombras.
—Bienvenidos sean a la forja de maravillas, el lugar donde ocurre la magia del arte y donde las ideas toman forma física: Mi magnifico taller.
Un complicado sistema de poleas se puso en marcha, removiendo todas las persianas que mantenían aquella estancia a oscuras. Así fue revelado un salón inesperadamente grande, iluminado por una serie de tragaluces que circundaban un gran techo abovedado. Su interior era un espacio extraño, similar a un bosque de arboles petrificados o al jardín de aquellas criaturas mitológicas que convertían a los seres vivos en piedra por diversión: Estaba repleto de estatuas, esculturas en múltiples estados de terminación; algunas estaban bellamente terminadas, mientras que otras apenas estaban escapando de los bloques de roca que las confinaban. Algunas estaban en bonitos pedestales, otras sostenidas por curiosos andamios y el resto yacía a ras del suelo o apoyadas en la pared.
—Adelante, pasen y díganme si no es glorioso… ¡Pero no se quiten el calzado!, puede que haya algunos trozos de afiladas piedras en el suelo.
El peliblanco ya había notado aquel detalle, lo que realmente le había frenado en su entrada era el hecho de que todas aquellas esculturas parecían estar perturbadoramente vivas, pese a sus expresiones pétreas. Y en sí, no era aquello lo que le inquietaba, sino la forma en que estaban dispuestas: Todas estaban orientadas de tal forma que quedasen observando hacia la entrada, en espera de quien pudiese llegar e interrumpir su oscuro sueño. Con miradas lóbregas y escrutadoras. Con sus ojos tan llenos de vitalidad como de frialdad.
Los tres se quedaron allí de pie, en harto silencio, hasta que hubo transcurrido un cuarto de hora y, en la lejanía del extremo opuesto de la galería, se pudieron escuchar unos pasos lentos y sonoros, propios de un caminar altanero y estrambótico, acompañados por la inconfundible voz suave y burlona de su hospedador.
—Buenos días, “mis queridos modelos” —Su hablar estaba cargado de un tono posesivo que resultaba un tanto incomodo, al igual que sus extravagante prendas anarajandas—. ¿Cómo se encuentran? ¿Listos para un día de trabajo duro?
—En realidad estoy un poco ansioso y a la expectativa —admitió el Hakagurē, mientras se frotaba la nuca, creyendo que estaba siendo tanto sincero como un poco maleducado—. Y usted, ¿Cómo amaneció, Escultor-san?
—!¿Cómo amanecí?¡ —Repitió con entusiasmo, luego de escuchar las posibles respuestas a su
anterior pregunta—. Amanecí con ganas de vivir para mi arte como no lo he hecho en mucho tiempo… Aunque un poco apenado por el hecho de que me vean en estas fachas, pero es lo que suelo vestir cuando voy a trabajar.
—…Esta bien, supongo…
—Entonces, ¿Qué esperamos?
—Esto… No sé, creo que ¿esperamos a que abra esa enorme puerta? —respondió, con una confusión notable.
El artista les miro horrorizado, por el simple hecho de que creyesen que él se arriesgaría a lastimar sus magnificentes manos abriendo esa enorme mole de roca y hierro. De pronto, recordó que ellos no conocían las costumbres de aquel palacio, pues de hacerlo jamás hubiesen sugerido semejante barbarie.
—Ya… Es que estoy acostumbrado a que la gente a mi alrededor sepa que debe hacer —suspiro, mirando al techo—. Mira, allá, detrás de ese enorme tiesto ha de haber una vieja llave. Con ella podrás abrir la puerta.
Se acercó y reviso el florero con cuidado hasta que dio con una gruesa llave metálica del largo de una daga, dorada y con aires de ser muy antigua. La alzo en el aire para que todos la viesen y espero la aprobación del escultor, luego de lo cual se acercó hasta aquel portón de roca maciza y la introdujo en la gran cerradura, para luego girarla con bastante fuerza, utilizando las dos manos.
Se escucho el accionar de algunos pestillos y piezas mecánicas que parecían clamar por una buena aceitada y un bien merecido cambio.
—Vamos, aun falta abrirla. Ya sabes, tienes que empujarla un poco, hacia adentro —aseguro el artista.
El espadachín apoyo su hombro contra una de las puertas, pero esta se negaba a abrirse ante alguien con una fuerza tan diminuta. Siguió intentando, hasta el punto en que tuvo que usar chakra en sus pies para no resbalarse en el suelo pulido. Sin embargo, aquellas piezas de piedra reforzada con hierro no cedían. Se necesitaría la colaboración de los tres jovencitos para hacerlas girar sobre las bisagras y abrirlas de par en par; y aun así, trabajando juntos y coordinados, aquel esfuerzo les dejaría faltos de aliento durante un rato.
—¡Bien! Fue un poco tardado, pero hoy me permito el tener paciencia —exclamo sonriente, mientras pasaba de los muchachos para adentrarse en la oscura cueva que ahora yacía frente a él.
Aun estando recuperando aire en la parte de afuera, escucharon la voz de Satomu hablándoles desde las sombras.
—Bienvenidos sean a la forja de maravillas, el lugar donde ocurre la magia del arte y donde las ideas toman forma física: Mi magnifico taller.
Un complicado sistema de poleas se puso en marcha, removiendo todas las persianas que mantenían aquella estancia a oscuras. Así fue revelado un salón inesperadamente grande, iluminado por una serie de tragaluces que circundaban un gran techo abovedado. Su interior era un espacio extraño, similar a un bosque de arboles petrificados o al jardín de aquellas criaturas mitológicas que convertían a los seres vivos en piedra por diversión: Estaba repleto de estatuas, esculturas en múltiples estados de terminación; algunas estaban bellamente terminadas, mientras que otras apenas estaban escapando de los bloques de roca que las confinaban. Algunas estaban en bonitos pedestales, otras sostenidas por curiosos andamios y el resto yacía a ras del suelo o apoyadas en la pared.
—Adelante, pasen y díganme si no es glorioso… ¡Pero no se quiten el calzado!, puede que haya algunos trozos de afiladas piedras en el suelo.
El peliblanco ya había notado aquel detalle, lo que realmente le había frenado en su entrada era el hecho de que todas aquellas esculturas parecían estar perturbadoramente vivas, pese a sus expresiones pétreas. Y en sí, no era aquello lo que le inquietaba, sino la forma en que estaban dispuestas: Todas estaban orientadas de tal forma que quedasen observando hacia la entrada, en espera de quien pudiese llegar e interrumpir su oscuro sueño. Con miradas lóbregas y escrutadoras. Con sus ojos tan llenos de vitalidad como de frialdad.