8/08/2017, 21:14
Uchiha Akame nunca se había considerado una persona sensible —de hecho, exhibía una notable falta de escrúpulos que le llevaba a matar sin dudar si la situación lo requería—, pero tanto el rostro de Machiko como su historia lograron conmocionarle. «Es tan bella, y parece tan desvalida... Malditos rufianes. Entre ambos la han hecho sufrir...» Sin embargo, las palabras de Mogura consiguieron meterle algo de sentido común en la sesera. «Joder, sí, este muchacho tiene razón. ¿Y si ella misma es consciente de sus puntos fuertes y los está usando para embaucar a todos estos hombres?»
Claro, todavía faltaba —entre otros muchos— el detalle de las espadas. Como en casi todo lo demás, los presentes no se ponían de acuerdo.
—La verdad, Eiyku-san, Manase-san, no sé si ahora estoy más confundido que antes de escuchar los relatos de los implicados... —confesó Akame, que seguía dándole vueltas a todo.
Como si los dioses les hubieran oído conversar y quisieran ofrecerles una pista, de entre los árboles apareció un último soldado del Juuchin. Llevaba, acunadas entre sus brazos, una katana y una wakizashi de gran calidad y empuñadura ornamentada con los mismos colores que las ropas del samurái. Éste, al ver las espadas, se puso blanco como un lienzo. El bandido se echó a reír, y la mujer se echó a llorar desconsoladamente.
—¡Vaya, ahí tenemos las espadas perdidas!
El capitán de los soldados, que tenía cara de estar incluso más confuso que los jóvenes gennin, decidió que se los llevarían a los tres como medida preventiva y hasta que el asunto se hubiese aclarado. Entre los insultos de Mifune Toshirō, las lágrimas de Mori Machiko y las protestas de su esposo —que amenazaba a los soldados con las posibles consecuencias de su arresto— la comitiva echó a andar hasta desaparecer por el sendero.
—Por todos los dioses, nunca había escuchado una historia tan extraña. O mejor dicho, tres.
Claro, todavía faltaba —entre otros muchos— el detalle de las espadas. Como en casi todo lo demás, los presentes no se ponían de acuerdo.
—La verdad, Eiyku-san, Manase-san, no sé si ahora estoy más confundido que antes de escuchar los relatos de los implicados... —confesó Akame, que seguía dándole vueltas a todo.
Como si los dioses les hubieran oído conversar y quisieran ofrecerles una pista, de entre los árboles apareció un último soldado del Juuchin. Llevaba, acunadas entre sus brazos, una katana y una wakizashi de gran calidad y empuñadura ornamentada con los mismos colores que las ropas del samurái. Éste, al ver las espadas, se puso blanco como un lienzo. El bandido se echó a reír, y la mujer se echó a llorar desconsoladamente.
—¡Vaya, ahí tenemos las espadas perdidas!
El capitán de los soldados, que tenía cara de estar incluso más confuso que los jóvenes gennin, decidió que se los llevarían a los tres como medida preventiva y hasta que el asunto se hubiese aclarado. Entre los insultos de Mifune Toshirō, las lágrimas de Mori Machiko y las protestas de su esposo —que amenazaba a los soldados con las posibles consecuencias de su arresto— la comitiva echó a andar hasta desaparecer por el sendero.
—Por todos los dioses, nunca había escuchado una historia tan extraña. O mejor dicho, tres.