11/08/2017, 22:20
El Uchiha se sobresaltó cuando notó el brazo de Koko pasarle sobre los hombros, y más aun cuando la chica hizo fuerza ligeramente para atraerle hacia ella. A él se le hizo un nudo en la garganta y apretó los dientes, los puños y hasta las pestañas. Las lágrimas que había conseguido retener amenazaban con volver. Se dejó llevar y giró la cintura para terminar abrazando a su compañera kunoichi. «Esto es de locos, ¿acaso la conozco de algo? ¿Sólo porque es la hermana de Noemi?», se decía el gennin.
Pero los pensamientos racionales no siempre eran capaces de imponerse a los sentimientos que salían de lo más profundo del corazón. Akame dejó caer su frente sobre el hombro izquierdo de la kunoichi y empezó a llorar como un niño. De repente, la imagen de aquel proyecto de shinobi, curtido y habilidoso, preciso, pragmático, se vino abajo. Y tras ella sólo quedó un muchachito de quince años llorando quedamente la muerte de su amigo y compañero. Todo lo que habían vivido juntos, los sueños que habían compartido, las aventuras que habían dicho que algún día vivirían. Todo aquello que ya había desaparecido y nunca volvería. Lo que pudo ser y nunca sería.
Minutos después, Akame se incorporó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Sus ojos, enrojecidos, devolvieron a Koko una mirada de profunda gratitud.
—Gra... Gracias, Koko-san —logró decir, con la voz todavía tomada—. Yo... Eh... Lo siento.
Ni siquiera sabía por qué se estaba disculpando exactamente, pero por algún lado tenía que desfogar el torbellino de sentimientos que se había apoderado de su corazón.
El mesero —convenientemente discreto— pasó a recoger los vales de comida cuando vio que el íntimo momento había terminado, y Akame se puso en pie, ya más centrado.
—Ha sido una comida excelente. Me alegro de... Bueno... De haberte invitado —terminó por decir, con una inclinación quizás un tanto formal.
Pero los pensamientos racionales no siempre eran capaces de imponerse a los sentimientos que salían de lo más profundo del corazón. Akame dejó caer su frente sobre el hombro izquierdo de la kunoichi y empezó a llorar como un niño. De repente, la imagen de aquel proyecto de shinobi, curtido y habilidoso, preciso, pragmático, se vino abajo. Y tras ella sólo quedó un muchachito de quince años llorando quedamente la muerte de su amigo y compañero. Todo lo que habían vivido juntos, los sueños que habían compartido, las aventuras que habían dicho que algún día vivirían. Todo aquello que ya había desaparecido y nunca volvería. Lo que pudo ser y nunca sería.
Minutos después, Akame se incorporó, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Sus ojos, enrojecidos, devolvieron a Koko una mirada de profunda gratitud.
—Gra... Gracias, Koko-san —logró decir, con la voz todavía tomada—. Yo... Eh... Lo siento.
Ni siquiera sabía por qué se estaba disculpando exactamente, pero por algún lado tenía que desfogar el torbellino de sentimientos que se había apoderado de su corazón.
El mesero —convenientemente discreto— pasó a recoger los vales de comida cuando vio que el íntimo momento había terminado, y Akame se puso en pie, ya más centrado.
—Ha sido una comida excelente. Me alegro de... Bueno... De haberte invitado —terminó por decir, con una inclinación quizás un tanto formal.