13/08/2017, 20:20
—¡Arghhh! —gritó él, y su quejido se ahogó entre ecos imperceptibles. La tabla bajo sus pies no sólo había cedido, sino que ahora el escualo yacía colgando de su mano izquierda con los pies bailando a los caprichos del viento de altura.
Cerró los ojos y apretó los dientes, intentando mantener aquel agarre salvador sin perder la concentración. Un sólo movimiento en falso, y caería. Caería hacia tierra de nadie.
«Vamos, aguanta. ¡Aguanta, coño!»
Un suspiro, dos suspiros. ¡Hup!
El tiburón dejaría de ser tiburón por unos instantes, y se convertiría en un mono danzante; haciendo uso de sus brazos y de la fuerza contenida en ellos gracias a su envidiable condición genética. Finalmente decidió avanzar, tramo a tramo, confiando plenamente en sus capacidades. Pero el problema no era que no pudiera mantenerse colgado, sino que con cada segundo que pasaba; sus manos sufrirían por la fría y raída fibra desgastada de las cuerdas, que razgaban sin contemplación la primera capa de piel de las manos del tiburón.
La tabla no estaría a más de tres metros, así que tendría que apurarse. Ignorar el dolor —como medida desesperada— y llegar hasta el trecho siguiente, donde quizás, si la tabla resistía, podría tomar un descanso. Y pensar en otra forma que le permitiese cruzar sin verse las manos mutiladas. Bien en falta que le harían en la primera ronda del torneo, que se encontraba a la vuelta de la esquina.
Cerró los ojos y apretó los dientes, intentando mantener aquel agarre salvador sin perder la concentración. Un sólo movimiento en falso, y caería. Caería hacia tierra de nadie.
«Vamos, aguanta. ¡Aguanta, coño!»
Un suspiro, dos suspiros. ¡Hup!
El tiburón dejaría de ser tiburón por unos instantes, y se convertiría en un mono danzante; haciendo uso de sus brazos y de la fuerza contenida en ellos gracias a su envidiable condición genética. Finalmente decidió avanzar, tramo a tramo, confiando plenamente en sus capacidades. Pero el problema no era que no pudiera mantenerse colgado, sino que con cada segundo que pasaba; sus manos sufrirían por la fría y raída fibra desgastada de las cuerdas, que razgaban sin contemplación la primera capa de piel de las manos del tiburón.
La tabla no estaría a más de tres metros, así que tendría que apurarse. Ignorar el dolor —como medida desesperada— y llegar hasta el trecho siguiente, donde quizás, si la tabla resistía, podría tomar un descanso. Y pensar en otra forma que le permitiese cruzar sin verse las manos mutiladas. Bien en falta que le harían en la primera ronda del torneo, que se encontraba a la vuelta de la esquina.