20/09/2017, 11:21
—Bien. ¿Lo habéis entendido? —sentenció Kiroe, visiblemente enfadada.
Junto a ella, Zetsuo se mantenía con los brazos cruzados, golpeteándose de forma rítmica y repetida el bíceps con el dedo índice, y tanto él como Kōri mantenían sus ojos fijos en los dos muchachos que, en el otro extremo de la mesa, permanecían con las frentes pegadas a la madera rogando por sus vidas. La bronca que les había caído a ambos había sido todo un espectáculo dentro de El Patito Frito, el hotel de Sendōshi donde se estaban alojando los tres para presenciar la siguiente ronda del torneo y donde todos iban a cenar de manera conjunta aquella noche. Varios de los clientes se habían girado hacia ellos, observando el panorama sin demasiado disimulo, y Ayame sintió que la sangre le hervía de vergüenza en las mejillas.
—Sí, madre. Sí, Zetsuo-san. Hemos hecho mal. Lo siento —repitió Daruu, por decimosexta vez aquella noche, y Ayame, vestida con el mismo vestido azul que había llevado en su cita con él pero con la cinta de tela anudada en torno a su frente, supo en ese momento que no podría escucharlo una decimoséptima—. Somos unos niñatos estúpidos e imprudentes.
Ella levantó la cabeza de golpe, fulminándole con la mirada y después se volvió hacia los adultos.
—¡No es justo! ¡La idea fue de él! —exclamó, indignada, señalándole con el dedo índice de manera acusadora—. ¡Yo le dije varias veces que no era una buena idea, pero él insistió!
Junto a ella, Zetsuo se mantenía con los brazos cruzados, golpeteándose de forma rítmica y repetida el bíceps con el dedo índice, y tanto él como Kōri mantenían sus ojos fijos en los dos muchachos que, en el otro extremo de la mesa, permanecían con las frentes pegadas a la madera rogando por sus vidas. La bronca que les había caído a ambos había sido todo un espectáculo dentro de El Patito Frito, el hotel de Sendōshi donde se estaban alojando los tres para presenciar la siguiente ronda del torneo y donde todos iban a cenar de manera conjunta aquella noche. Varios de los clientes se habían girado hacia ellos, observando el panorama sin demasiado disimulo, y Ayame sintió que la sangre le hervía de vergüenza en las mejillas.
—Sí, madre. Sí, Zetsuo-san. Hemos hecho mal. Lo siento —repitió Daruu, por decimosexta vez aquella noche, y Ayame, vestida con el mismo vestido azul que había llevado en su cita con él pero con la cinta de tela anudada en torno a su frente, supo en ese momento que no podría escucharlo una decimoséptima—. Somos unos niñatos estúpidos e imprudentes.
Ella levantó la cabeza de golpe, fulminándole con la mirada y después se volvió hacia los adultos.
—¡No es justo! ¡La idea fue de él! —exclamó, indignada, señalándole con el dedo índice de manera acusadora—. ¡Yo le dije varias veces que no era una buena idea, pero él insistió!