28/10/2017, 23:41
Aunque no era la primera vez que iba a Yachi, aquel pequeño pueblecito perdido en un cañón hundido en las Tierras de la Llovizna no dejaba de sorprenderla.
Había acudido allí hacía cosa de una semana a razón de una misión en solitario. Tanto Kōri como Daruu estaban ocupados con sus propios asuntos, así que Ayame había optado por pedir una misión para ella sola. Una misión bien sencilla, pues simplemente tenía que ayudar con la anual cosecha de las famosas calabazas de aquellas tierras. Ya había terminado con su tarea, pero la familia Nangua, a la que había estado ayudando, insistió mucho en que se quedara al menos para disfrutar de las festividades de la cosecha.
Así que allí estaba, envuelta en una cálida capa de color blanquecino para evitar en la medida de lo posible el frío que comenzaba a desplegar el invierno y que arrancaba nubes de vaho de sus labios resecos y entreabiertos. El cielo despejado, con las estrellas guiñando desde lo alto, sólo presagiaba una noche de helada. Convenía ir preparado.
En todo el tiempo que había estado allí había visto tanta gente en las calles como aquella noche. Alrededor, los niños correteaban como mariposas inquietas de aquí para allá, chillando y riendo. Los ancianos y gran parte de los adultos disfrutaban de la velada sentados o paseando en total tranquilidad. Y alguna que otra pareja de jóvenes encendidos por lo romántico de la escena se refugiaban en el escondite de las sombras. Y mientras tanto, los ojos castaños de Ayame recorrían, brillantes de ilusión, las decenas de máscaras de calabazas que colgaban del puesto. Las había de todas clases y tamaños, con gestos que variaban desde la más absoluta felicidad hasta algunas que irradiaban una ira terrorífica. Las había incluso de extraños colores.
—¡Oh, qué adorable! —se le escapó, tomando entre sus manos la máscara de una calabaza que desplegaba una radiante sonrisa de oreja a oreja—. ¡Señor, voy a llevarme esta! —exclamó, tendiéndole varias monedas.
Había acudido allí hacía cosa de una semana a razón de una misión en solitario. Tanto Kōri como Daruu estaban ocupados con sus propios asuntos, así que Ayame había optado por pedir una misión para ella sola. Una misión bien sencilla, pues simplemente tenía que ayudar con la anual cosecha de las famosas calabazas de aquellas tierras. Ya había terminado con su tarea, pero la familia Nangua, a la que había estado ayudando, insistió mucho en que se quedara al menos para disfrutar de las festividades de la cosecha.
Así que allí estaba, envuelta en una cálida capa de color blanquecino para evitar en la medida de lo posible el frío que comenzaba a desplegar el invierno y que arrancaba nubes de vaho de sus labios resecos y entreabiertos. El cielo despejado, con las estrellas guiñando desde lo alto, sólo presagiaba una noche de helada. Convenía ir preparado.
En todo el tiempo que había estado allí había visto tanta gente en las calles como aquella noche. Alrededor, los niños correteaban como mariposas inquietas de aquí para allá, chillando y riendo. Los ancianos y gran parte de los adultos disfrutaban de la velada sentados o paseando en total tranquilidad. Y alguna que otra pareja de jóvenes encendidos por lo romántico de la escena se refugiaban en el escondite de las sombras. Y mientras tanto, los ojos castaños de Ayame recorrían, brillantes de ilusión, las decenas de máscaras de calabazas que colgaban del puesto. Las había de todas clases y tamaños, con gestos que variaban desde la más absoluta felicidad hasta algunas que irradiaban una ira terrorífica. Las había incluso de extraños colores.
—¡Oh, qué adorable! —se le escapó, tomando entre sus manos la máscara de una calabaza que desplegaba una radiante sonrisa de oreja a oreja—. ¡Señor, voy a llevarme esta! —exclamó, tendiéndole varias monedas.