2/11/2017, 12:43
Pero Ayame no era la única dispuesta a comprar, un chico con un enorme rollo de pergamino atado a su cintura se había acercado también al puesto de máscaras. Ayame no pudo evitar dirigirle una breve mirada curiosa por el rabillo del ojo. Se trataba de un muchacho de más o menos su misma edad, de cabellos y ojos oscuros y gesto algo anodino. Su piel tenía un tono pálido, casi enfermizo, que le recordó al de su hermano. Sobre la frente llevaba la bandana de Kusagakure y, alrededor del cuello, una larga bufanda de color amarillo. Le sonaba de algo su rostro, pero no terminaba de ubicarlo en sus recuerdos. Fuera como fuese, el chico en cuestión escogió una máscara pequeña, demasiado pequeña para su rostro, y que mostraba un gesto de profunda ira que a Ayame le causó escalofríos.
—Enseguida, esperen un momento. —El vendedor atendió a ambas peticiones con amabilidad, pero en ese momento se levantó y acudió al encuentro de dos niños que jugaban cerca de allí. Intercambiaron un par de frases que Ayame no pudo escuchar y después regresó con una afable sonrisa. Se dirigió hacia el chico—: Esa máscara va con otra, tome ambas para usted.
Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que Ayame no fue capaz de darse cuenta del peligro que corría hasta que fue demasiado tarde.
El vendedor dejó caer sobre las manos del chico la otra máscara mientras los dos chiquillos salían corriendo desde detrás del puesto. Ayame siguió su movimiento con los ojos hasta que les vio acercarse a dos personas más y estamparles otras dos máscaras de calabaza en sus rostros. Y, entonces, todo se oscureció a su alrededor y perdió la conciencia sin tan siquiera saber qué era lo que estaba ocurriendo.
Hacía frío. Mucho frío. Y Ayame se estremeció con un débil gemido que sonó ahogado en sus oídos. Sin embargo, sentía calor en la cara, como si tuviera dos manos puestas sobre ella. Extrañada abrió los ojos, y se asustó cuando se dio cuenta de que sólo era capaz de ver a través de su ojo izquierdo. Aterrorizada ante la idea de haberse quedado ciega de un ojo, se incorporó y se llevó la mano al derecho. Y entonces chocó con una barrera.
—Q... ¿Qué es esto...? —balbuceó, recorriendo las formas con las yemas de los dedos. Llegó al borde y dio con una cuerda de goma. ¿Una máscara? Respiró aliviada durante un instante... para volver a horrorizarse al darse cuenta de que no era capaz de quitársela de la cara—. ¡¿Pero qué demonios?!
Tiró. Tiró con todas sus fuerzas de los bordes de la máscara. Pero era como si se la hubiesen pegado al rostro... No... Era como si se hubiese fusionado con su propia piel. Se llevó una mano al portaobjetos que llevaba siempre atado en el muslo derecho. Sus intenciones eran las de mirarse en el reflejo del filo de un kunai, pero sus dedos sólo encontraron el aire. Ayame jadeó. No tenía su portaobjetos. Tampoco tenía su arco. Ni su mecanismo oculto en la muñeca. No tenía ningún arma consigo. Intentó transformarse en agua para deshacerse de aquella molesta careta. Pero entonces topó con la más terrible de sus pesadillas: tampoco podía deshacerse en agua. Se mareó, y aún tuvo que llevarse una mano a la sien y cerrar durante un instante los ojos para no entrar en pánico.
Junto a ella se había incorporado otra persona. Llevaba también una máscara de calabaza tapándole el rostro y Ayame no pudo evitar tensar todos los músculos del cuerpo, alerta y asustada. A simple vista, y por culpa de aquella máscara, no podía deducir si se trataba de un hombre o una mujer. Lo único que era evidente era que era bastante más alto que ella y tenía el pelo largo y liso de color negro como el azabache. Además, vestía con ropas andrajosas, rajadas, de color pardo y con virutas de paja sobresaliendo de sus extremidades.
Iba a preguntar quién era. Pero aquella extraña persona parecía tan confundida como ella. Al menos, no se había lanzado a atacarla de buenas a primeras. De hecho, parecía bastante ocupado juntando las manos en un sello y pronunciando una simple palabra que ella conocía muy bien.
«¿Un genjutsu?» Pensó. Pero si lo era, desde luego no había conseguido liberarse. Como ella tampoco había conseguido liberarse de su máscara. ¿De verdad no eran capaces de utilizar el chakra?
Miró a su alrededor, acongojada. Ellos dos no eran los únicos que se encontraban en aquel lugar. Cerca de ella estaba el chico que había comprado la máscara de gesto furibundo y que ahora llevaba adosada a la cara y otro muchacho de cabellos plateados que le resultaba terriblemente familiar y cuyo rostro también estaba tapado por otra máscara. Al frente un gran muro de piedra sin final ni salida aparente, a su derecha, un camino de piedra que conducía a la puerta desvencijada de una escalofriante mansión de paredes manchadas y maltratadas por el paso del tiempo. Ayame volvió a estremecerse y, obedeciendo a la voz de su cabeza que le gritaba no acercarse a aquel lugar, se dirigió al muro y lo palpó con sus manos. Alzó la mirada de su ojo izquierdo, pensativa.
«Demasiado alto para llegar a encaramarme a él y saltar... y ni siquiera soy capaz de usar el chakra para treparlo» Flexionó el brazo derecho y cerró el puño varias veces, impotente. ¡Si al menos conservara sus habilidades como Hōzuki podría romperlo de un puñetazo!
Respiró hondo, tratando de contener un sollozo de terror y se volvió de nuevo hacia los tres chicos.
—No... no entiendo nada... —balbuceó, tratando de contener un sollozo de terror. Desde luego, el gesto de su máscara contrastaba como blanco sobre negro con su estado anímico actual. Entonces se volvió de nuevo hacia los tres chicos, exaltada—. ¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde estamos? ¿Y quiénes sois?
—Enseguida, esperen un momento. —El vendedor atendió a ambas peticiones con amabilidad, pero en ese momento se levantó y acudió al encuentro de dos niños que jugaban cerca de allí. Intercambiaron un par de frases que Ayame no pudo escuchar y después regresó con una afable sonrisa. Se dirigió hacia el chico—: Esa máscara va con otra, tome ambas para usted.
Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que Ayame no fue capaz de darse cuenta del peligro que corría hasta que fue demasiado tarde.
El vendedor dejó caer sobre las manos del chico la otra máscara mientras los dos chiquillos salían corriendo desde detrás del puesto. Ayame siguió su movimiento con los ojos hasta que les vio acercarse a dos personas más y estamparles otras dos máscaras de calabaza en sus rostros. Y, entonces, todo se oscureció a su alrededor y perdió la conciencia sin tan siquiera saber qué era lo que estaba ocurriendo.
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Hacía frío. Mucho frío. Y Ayame se estremeció con un débil gemido que sonó ahogado en sus oídos. Sin embargo, sentía calor en la cara, como si tuviera dos manos puestas sobre ella. Extrañada abrió los ojos, y se asustó cuando se dio cuenta de que sólo era capaz de ver a través de su ojo izquierdo. Aterrorizada ante la idea de haberse quedado ciega de un ojo, se incorporó y se llevó la mano al derecho. Y entonces chocó con una barrera.
—Q... ¿Qué es esto...? —balbuceó, recorriendo las formas con las yemas de los dedos. Llegó al borde y dio con una cuerda de goma. ¿Una máscara? Respiró aliviada durante un instante... para volver a horrorizarse al darse cuenta de que no era capaz de quitársela de la cara—. ¡¿Pero qué demonios?!
Tiró. Tiró con todas sus fuerzas de los bordes de la máscara. Pero era como si se la hubiesen pegado al rostro... No... Era como si se hubiese fusionado con su propia piel. Se llevó una mano al portaobjetos que llevaba siempre atado en el muslo derecho. Sus intenciones eran las de mirarse en el reflejo del filo de un kunai, pero sus dedos sólo encontraron el aire. Ayame jadeó. No tenía su portaobjetos. Tampoco tenía su arco. Ni su mecanismo oculto en la muñeca. No tenía ningún arma consigo. Intentó transformarse en agua para deshacerse de aquella molesta careta. Pero entonces topó con la más terrible de sus pesadillas: tampoco podía deshacerse en agua. Se mareó, y aún tuvo que llevarse una mano a la sien y cerrar durante un instante los ojos para no entrar en pánico.
Junto a ella se había incorporado otra persona. Llevaba también una máscara de calabaza tapándole el rostro y Ayame no pudo evitar tensar todos los músculos del cuerpo, alerta y asustada. A simple vista, y por culpa de aquella máscara, no podía deducir si se trataba de un hombre o una mujer. Lo único que era evidente era que era bastante más alto que ella y tenía el pelo largo y liso de color negro como el azabache. Además, vestía con ropas andrajosas, rajadas, de color pardo y con virutas de paja sobresaliendo de sus extremidades.
Iba a preguntar quién era. Pero aquella extraña persona parecía tan confundida como ella. Al menos, no se había lanzado a atacarla de buenas a primeras. De hecho, parecía bastante ocupado juntando las manos en un sello y pronunciando una simple palabra que ella conocía muy bien.
«¿Un genjutsu?» Pensó. Pero si lo era, desde luego no había conseguido liberarse. Como ella tampoco había conseguido liberarse de su máscara. ¿De verdad no eran capaces de utilizar el chakra?
Miró a su alrededor, acongojada. Ellos dos no eran los únicos que se encontraban en aquel lugar. Cerca de ella estaba el chico que había comprado la máscara de gesto furibundo y que ahora llevaba adosada a la cara y otro muchacho de cabellos plateados que le resultaba terriblemente familiar y cuyo rostro también estaba tapado por otra máscara. Al frente un gran muro de piedra sin final ni salida aparente, a su derecha, un camino de piedra que conducía a la puerta desvencijada de una escalofriante mansión de paredes manchadas y maltratadas por el paso del tiempo. Ayame volvió a estremecerse y, obedeciendo a la voz de su cabeza que le gritaba no acercarse a aquel lugar, se dirigió al muro y lo palpó con sus manos. Alzó la mirada de su ojo izquierdo, pensativa.
«Demasiado alto para llegar a encaramarme a él y saltar... y ni siquiera soy capaz de usar el chakra para treparlo» Flexionó el brazo derecho y cerró el puño varias veces, impotente. ¡Si al menos conservara sus habilidades como Hōzuki podría romperlo de un puñetazo!
Respiró hondo, tratando de contener un sollozo de terror y se volvió de nuevo hacia los tres chicos.
—No... no entiendo nada... —balbuceó, tratando de contener un sollozo de terror. Desde luego, el gesto de su máscara contrastaba como blanco sobre negro con su estado anímico actual. Entonces se volvió de nuevo hacia los tres chicos, exaltada—. ¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde estamos? ¿Y quiénes sois?