4/01/2018, 01:28
(Última modificación: 4/01/2018, 01:33 por Amedama Daruu.)
Un hombre corpulento sujetaba dos viejos, sucios y blancos sacos por los suelos de un angosto pasillo iluminado por la titilante luz del fuego de las antorchas. El sonido de sus pasos y del roce de los sacos contra la piedra sólo era acompañado por el constante crepitar de las llamas, que arrancaba algo de brillo de la oscura y rectangular tez de aquél shinobi. El hombre mascullaba en voz baja, para sí mismo, y de vez en cuando se detenía, tomaba aliento y prestaba un poco de atención a los pinchazos que sentía en los bíceps.
También al vientre, claro. Uno de esos dos bastardos le había dado bien fuerte en el estómago. Claro que no eran rival para alguien como él. No recién despiertos, al menos.
Especialmente recién despiertos.
Él era el encargado de esa clase de tareas. Sucias, feas, normalmente despachadas en voz baja y con presunción de que habrá consecuencias si alguien llegara a enterarse de que se había encargado se ellas. Sí... Sucias, feas, y moralmente reprobables. Pero necesarias.
Abrió el portón de una patada. El único ocupante de la siguiente sala le esperaba, pero aún así dio un respingo cuando el hombretón hizo acto de aparición con esa brusquedad. Éste entró en la sala como si llevar a dos personas inconscientes en sendos sacos fuese la cosa más natural del mundo, y, con un aspaviento, arrojó la mercancía al suelo.
—Aquí los tiene. Tal y como me pidió. —Sonrió, satisfecho por saberse con el deber cumplido—. Cuando despierten, no quiero saber nada de ellos. El muy cabrón de la coleta me clavó el puño en el estómago como si fuese una espada. Debo agradecer que no durmiera con una debajo de la almohada.
—Deberías agradecer que no durmiera con un sello explosivo bajo la almohada —repuso él, en una pequeña chanza—. Buen trabajo, Fukuro-san. Puedes retirarte.
Fukuro sonrió de oreja a oreja y le dedicó una pronunciada y florida, no obstante exagerada y falsa reverencia. Se dio media vuelta, y se marchó silbando una cancioncilla, cerrando la puerta tras de sí.
El otro se sonrió aisladamente, y se dirigió a los muchachos en los sacos. Se acuclilló, quedando en medio de ambos, y retiró un poco la tela de sendos cautivos dejando al descubierto sus caras. Suspiró. Adelantó ambos brazos, y delicadamente, con la yema de los dos dedos índice levantó los párpados izquierdo y derecho, respectivamente.
—Lo siento, chicos —dijo Uchiha Raito, antes de teñir de carmesí sus propios ojos y enviarlos a una fantasía muy lejos de allí.
Akame y Datsue despertaron, como ya venía siendo una mala costumbre, entre sudores fríos. Habían escapado de la pesadilla justo en un momento bastante macabro, en el que eran incinerados por el otro entre terribles espasmos de dolor. Sus mentes, como un espejo, les habían proporcionado aquella delicia. Sus cuerpos respondían con el terrible sabor caliente de una falsa memoria.
Pero no eran sus mentes las que habían creado esas ilusiones. No. Ambos lo sabían. Había sido otra mente. Una maligna, encerrada dentro de ellos. Cautiva. Sólo que a veces, ellos parecían los cautivos.
Sin embargo, fue también el uno al otro lo primero que vieron cuando recuperaron la consciencia y se reincorporaron un poco. Estaban allí, en una tienda de campaña. ¿Estaban... en una tienda de campaña? ¿Juntos? No consiguieron recordar dónde terminaron la noche el día anterior, y sin embargo ambos tenían la certeza de que a pesar de las lagunas, ese era exactamente el sitio donde debían estar.
El reino de las pesadillas se mezclaba todavía con el de la vigilia. Tenían, el uno y el otro, frente a sí, el verdugo que arrojaba el fuego que lamía su piel en sueños. Una pizca de rencor pellizcó la nuca de los Uchiha, pero también recordaron que eran Hermanos.
De pronto, escucharon un estruendo que venía del exterior, y un temblor muy fuerte. Se dieron cuenta entonces de que estaban vestidos con el uniforme oficial de la aldea. Se oían ahora voces fuera de la tienda, que clamaban urgencia.
También al vientre, claro. Uno de esos dos bastardos le había dado bien fuerte en el estómago. Claro que no eran rival para alguien como él. No recién despiertos, al menos.
Especialmente recién despiertos.
Él era el encargado de esa clase de tareas. Sucias, feas, normalmente despachadas en voz baja y con presunción de que habrá consecuencias si alguien llegara a enterarse de que se había encargado se ellas. Sí... Sucias, feas, y moralmente reprobables. Pero necesarias.
Abrió el portón de una patada. El único ocupante de la siguiente sala le esperaba, pero aún así dio un respingo cuando el hombretón hizo acto de aparición con esa brusquedad. Éste entró en la sala como si llevar a dos personas inconscientes en sendos sacos fuese la cosa más natural del mundo, y, con un aspaviento, arrojó la mercancía al suelo.
—Aquí los tiene. Tal y como me pidió. —Sonrió, satisfecho por saberse con el deber cumplido—. Cuando despierten, no quiero saber nada de ellos. El muy cabrón de la coleta me clavó el puño en el estómago como si fuese una espada. Debo agradecer que no durmiera con una debajo de la almohada.
—Deberías agradecer que no durmiera con un sello explosivo bajo la almohada —repuso él, en una pequeña chanza—. Buen trabajo, Fukuro-san. Puedes retirarte.
Fukuro sonrió de oreja a oreja y le dedicó una pronunciada y florida, no obstante exagerada y falsa reverencia. Se dio media vuelta, y se marchó silbando una cancioncilla, cerrando la puerta tras de sí.
El otro se sonrió aisladamente, y se dirigió a los muchachos en los sacos. Se acuclilló, quedando en medio de ambos, y retiró un poco la tela de sendos cautivos dejando al descubierto sus caras. Suspiró. Adelantó ambos brazos, y delicadamente, con la yema de los dos dedos índice levantó los párpados izquierdo y derecho, respectivamente.
—Lo siento, chicos —dijo Uchiha Raito, antes de teñir de carmesí sus propios ojos y enviarlos a una fantasía muy lejos de allí.
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Akame y Datsue despertaron, como ya venía siendo una mala costumbre, entre sudores fríos. Habían escapado de la pesadilla justo en un momento bastante macabro, en el que eran incinerados por el otro entre terribles espasmos de dolor. Sus mentes, como un espejo, les habían proporcionado aquella delicia. Sus cuerpos respondían con el terrible sabor caliente de una falsa memoria.
Pero no eran sus mentes las que habían creado esas ilusiones. No. Ambos lo sabían. Había sido otra mente. Una maligna, encerrada dentro de ellos. Cautiva. Sólo que a veces, ellos parecían los cautivos.
Sin embargo, fue también el uno al otro lo primero que vieron cuando recuperaron la consciencia y se reincorporaron un poco. Estaban allí, en una tienda de campaña. ¿Estaban... en una tienda de campaña? ¿Juntos? No consiguieron recordar dónde terminaron la noche el día anterior, y sin embargo ambos tenían la certeza de que a pesar de las lagunas, ese era exactamente el sitio donde debían estar.
El reino de las pesadillas se mezclaba todavía con el de la vigilia. Tenían, el uno y el otro, frente a sí, el verdugo que arrojaba el fuego que lamía su piel en sueños. Una pizca de rencor pellizcó la nuca de los Uchiha, pero también recordaron que eran Hermanos.
De pronto, escucharon un estruendo que venía del exterior, y un temblor muy fuerte. Se dieron cuenta entonces de que estaban vestidos con el uniforme oficial de la aldea. Se oían ahora voces fuera de la tienda, que clamaban urgencia.
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