31/01/2018, 00:27
(Última modificación: 31/01/2018, 02:08 por Aotsuki Ayame.)
Aquella era, sin duda alguna, una ocasión especial. La misión que el Uzukage les había encomendado a Inuzuka Nabi y a Uzumaki Eri les había hecho viajar hasta desde sus hogares en Uzushiogakure hasta la ciudad de Taikarune, en pleno País del Fuego. En condiciones normales, el viaje habría durado un largo día y medio a pie, pero el cliente de la misión exigía la máxima urgencia, y el mismo Hanabi dispuso para los dos genin un barco a vela que zarpó desde los muelles de Uzushiogakure aquella misma mañana de primavera. Afortunadamente, parecía que la suerte había decidido sonreírles, y las fuertes corrientes marinas que caracterizaban las costas de la aldea decidieron darles una tregua para que los genin pudieran llegar a tiempo a su destino.
Y así, después de un tranquilo viaje en el que se vieron incluso acompañados por varios delfines durante un tiempo, el característico arco de piedra que conformaba la ciudad de Taikarune asomó por encima del horizonte cuando el sol comenzaba a ponerse por el oeste.
Y cuando pisaron tierra, comprobaron que Taikarune bullía de actividad. Debía de haber algún tipo de fiesta en la ciudad, porque las calles estaban repletas de luces y las personas iban de aquí para allá, todos risueños, todos felices, todos con bolsas cargadas de compras y los niños degustando dulces típicos de allí. Pero no era a las calles, no era a ninguno de los establecimientos abiertos de par en par, ni siquiera era a ninguna de las viviendas a donde los shinobi debían acudir con toda presteza.
Aquella era una ocasión especial, y el cliente que firmaba el pergamino de la misión era el mismísimo dueño del imponente castillo de piedra que se alzaba en lo alto del risco y que ahora hacía sus veces de museo de armas de guerra antiguas.