19/02/2018, 12:13
(Última modificación: 19/02/2018, 12:13 por Aotsuki Ayame.)
Ante la exigencia de Tsuwamono Tono, Eri se volvió hacia su compañero, interrogante. Sin embargo, lejos de amedrentarse o protestar, Nabi le restó importancia al asunto de forma rápida y limpia.
— Ningún problema —resolvió, entrelazando las manos en un sello. En el suelo, y ante la exclamación ahogada de Tono y sus dos guardias, el perro se vio envuelto súbitamente en una nube de humo. Al disolverse, no había rastro alguno del animal, sino de una réplica perfectamente idéntica al muchacho—. Arreglado, vamos va.
El dueño del museo tuvo que obligarse a cerrar la boca cuando se dio cuenta de que se había quedado pasmado ante la resolución del muchacho. Sin embargo, aún tardó algunos segundos en dejar de mirarles con el ceño fruncido:
—B... bien —resolvió, aunque aún no parecía demasiado convencido sobre el asunto. Fuera como fuese, se adentró junto a los dos chicos en el interior del museo y antes de alejarse demasiado ordenó a los guardias que volvieran a cerrar las puertas.
Al instante se vieron rodeados por el profundo silencio que inspiraba el museo, sólo roto por las pisadas de los cuatro y que reverberaban entre las paredes con un denso eco. Era un espacio amplio, enorme, y el aire estaba cargado con cierto olor a antigüedad y polvo. Aquí y allá un incontable número de estantes y vidrieras que contenían todo tipo de armas y de todas las épocas, a cada cual más extraña y extravagante que la anterior, llenaban el lugar. Pese a que Tono parecía satisfecho, aún vigilaba por el rabillo del ojo al Nabi que antes había sido un perro, como si temiera fuera a atreverse a orinar en cada una de las esquinas que encontraran. Atravesaron varios pasillos, y las réplicas de las armas se vieron pronto acompañadas por cuadros en los que se representaban el uso de cada una de ellas y un texto informativo; y al final, tras un arco de piedra, llegaron a un salón de suelo de piedra clara y paredes que estaban repletas de diversos iconos que representaban, entre otras cosas, a personas, animales y extraños objetos dispuestos en filas. En el centro, una pequeña tarima coronaba un pedestal que se encontraba completamente vacío.
—Aquí es —indicó Tono, con profundo pesar, acercándose al pedestal. Sobre él, no quedaban más que los dos anclajes donde debía haber reposado el arma en cuestión—. Una de nuestras colecciones más valiosas, nuestra pata de bronce... robada de la noche a la mañana. Como podréis entender, no podemos abrir la exposición al público sin ella.
— Ningún problema —resolvió, entrelazando las manos en un sello. En el suelo, y ante la exclamación ahogada de Tono y sus dos guardias, el perro se vio envuelto súbitamente en una nube de humo. Al disolverse, no había rastro alguno del animal, sino de una réplica perfectamente idéntica al muchacho—. Arreglado, vamos va.
El dueño del museo tuvo que obligarse a cerrar la boca cuando se dio cuenta de que se había quedado pasmado ante la resolución del muchacho. Sin embargo, aún tardó algunos segundos en dejar de mirarles con el ceño fruncido:
—B... bien —resolvió, aunque aún no parecía demasiado convencido sobre el asunto. Fuera como fuese, se adentró junto a los dos chicos en el interior del museo y antes de alejarse demasiado ordenó a los guardias que volvieran a cerrar las puertas.
Al instante se vieron rodeados por el profundo silencio que inspiraba el museo, sólo roto por las pisadas de los cuatro y que reverberaban entre las paredes con un denso eco. Era un espacio amplio, enorme, y el aire estaba cargado con cierto olor a antigüedad y polvo. Aquí y allá un incontable número de estantes y vidrieras que contenían todo tipo de armas y de todas las épocas, a cada cual más extraña y extravagante que la anterior, llenaban el lugar. Pese a que Tono parecía satisfecho, aún vigilaba por el rabillo del ojo al Nabi que antes había sido un perro, como si temiera fuera a atreverse a orinar en cada una de las esquinas que encontraran. Atravesaron varios pasillos, y las réplicas de las armas se vieron pronto acompañadas por cuadros en los que se representaban el uso de cada una de ellas y un texto informativo; y al final, tras un arco de piedra, llegaron a un salón de suelo de piedra clara y paredes que estaban repletas de diversos iconos que representaban, entre otras cosas, a personas, animales y extraños objetos dispuestos en filas. En el centro, una pequeña tarima coronaba un pedestal que se encontraba completamente vacío.
—Aquí es —indicó Tono, con profundo pesar, acercándose al pedestal. Sobre él, no quedaban más que los dos anclajes donde debía haber reposado el arma en cuestión—. Una de nuestras colecciones más valiosas, nuestra pata de bronce... robada de la noche a la mañana. Como podréis entender, no podemos abrir la exposición al público sin ella.