17/04/2018, 13:45
Efectivamente, Mogura no recibió ninguna respuesta más a su última frase. Era como si todo hubiera vuelto a la normalidad desde la escapada de Ayame. No más canciones de piano... no más llantos de niñas desconsoladas en el cuarto de baño.
Cuando el médico decidiera salir del edificio se daría cuenta de que Ayame ya no estaba allí. Presa del miedo y cansada de esperarle a la interperie, había vuelto corriendo a su casa, abandonándole a su suerte en la Torre de la Academia maldita.
Pero...
Parecía que la aventura no había acabado ahí.
Aquella noche durmió muy mal. Terriblemente mal. Apenas había podido pegar ojo, y las pocas veces que conseguía conciliar el sueño la acosaban visiones sobre pianos encantados, fantasmas en espejos y... Hanako-san... A consecuencia de ello, ahora arrastraba tales ojeras que podría haber sido confundida fácilmente con un mapache. Restregándose la mano por el rostro por aquel terrible dolor de cabeza que la acosaba, Ayame se levantó a duras penas de la cama, se vistió a desgana y acudió al comedor a desayunar. Allí, tanto su padre como su hermano se la quedaron mirando cuando se dejó caer en la silla como un trapo sin ni siquiera dar los buenos días.
Ambos se miraron, confusos.
—¿Te has resfriado? Ya te he advertido mil veces sobre esa manía tuya de no coger un paraguas cuando vas fuera.
—No he dormido nada bien —respondió ella, con voz ronca—. Y anoche sí cogí el paraguas...
Cuando el médico decidiera salir del edificio se daría cuenta de que Ayame ya no estaba allí. Presa del miedo y cansada de esperarle a la interperie, había vuelto corriendo a su casa, abandonándole a su suerte en la Torre de la Academia maldita.
Pero...
Parecía que la aventura no había acabado ahí.
Aquella noche durmió muy mal. Terriblemente mal. Apenas había podido pegar ojo, y las pocas veces que conseguía conciliar el sueño la acosaban visiones sobre pianos encantados, fantasmas en espejos y... Hanako-san... A consecuencia de ello, ahora arrastraba tales ojeras que podría haber sido confundida fácilmente con un mapache. Restregándose la mano por el rostro por aquel terrible dolor de cabeza que la acosaba, Ayame se levantó a duras penas de la cama, se vistió a desgana y acudió al comedor a desayunar. Allí, tanto su padre como su hermano se la quedaron mirando cuando se dejó caer en la silla como un trapo sin ni siquiera dar los buenos días.
Ambos se miraron, confusos.
—¿Te has resfriado? Ya te he advertido mil veces sobre esa manía tuya de no coger un paraguas cuando vas fuera.
—No he dormido nada bien —respondió ella, con voz ronca—. Y anoche sí cogí el paraguas...