11/01/2019, 03:05
Los peregrinos del Remolino ascendieron por los veintiocho escalones y cruzaron el arco de ébano. Fue entonces cuando realmente se encontraron en la verdadera cima de aquella montaña, que curiosamente, no era sino una de tamaño medio en relación a las otras tantas formaciones que la rodeaban. ¿Por qué el Templo del Hierro había sido construido ahí, entonces? porque el acceso era imposible para aquellos que conocieran los accesos correctos y los puentes adecuados. Porque las montañas aledañas servían de protección natural, como bien lo hacía la zanja que rodeaba a la Aldea de la Hierba, por ejemplo. Y porque aquella cima había sido elegida por el primero de los Tākoizu. El firmante del tratado del Estandarte. El primero de los primeros, en la Roca. Una marea de musgo cubrió la vista de los visitantes, que pisaron una enmarañada red de raíces que se extendían por todo el suelo hasta adentrarse, finalmente, en el corazón del Templo.
Se trataba de una coraza gigante de concreto construida en la cima. La entrada estaba compuesta por una gran plaza encerada con cerámica y piedra caliza, en cuyo centro yacía una enorme estatua de un hombre fornido y de aspecto fútil, que posaba como si estuviera a punto de ir a la guerra. En una mano sostenía un hacha, y la otra vestía su propio puño. Daba la sensación de que aquel hombre, en vida, era tan duro como lo era ahora estando totalmente vestido de piedra.
Los tallados del rostro mostraban facciones bañadas en furia. Dos largos bigotes caían a nivel de su pecho.
Él era quien daba la bienvenida a los aposentos que se encontraban tras sí. La fortaleza estaba construida de ladrillo adobe y los techos de tejas blancas. Algo de nieve adornaba unas cuántas de ellas.
—Bienvenido a tu nuevo hogar, Gūzen-kun.
Se trataba de una coraza gigante de concreto construida en la cima. La entrada estaba compuesta por una gran plaza encerada con cerámica y piedra caliza, en cuyo centro yacía una enorme estatua de un hombre fornido y de aspecto fútil, que posaba como si estuviera a punto de ir a la guerra. En una mano sostenía un hacha, y la otra vestía su propio puño. Daba la sensación de que aquel hombre, en vida, era tan duro como lo era ahora estando totalmente vestido de piedra.
Los tallados del rostro mostraban facciones bañadas en furia. Dos largos bigotes caían a nivel de su pecho.
Él era quien daba la bienvenida a los aposentos que se encontraban tras sí. La fortaleza estaba construida de ladrillo adobe y los techos de tejas blancas. Algo de nieve adornaba unas cuántas de ellas.
—Bienvenido a tu nuevo hogar, Gūzen-kun.