12/01/2019, 20:35
(Última modificación: 12/01/2019, 20:36 por Umikiba Kaido.)
Soroku, bien dedicado a escuchar atentamente por si a Datsue se le escapaba algún desliz, se encontraba bastante fascinado. Para él resultaba impresionante la forma en la que el Uchiha era capaz de exteriorizar sus intenciones, de crear una nueva historia y de hacerla sonar tan convincente que él, y en otras distintas circunstancias, probablemente lo hubiera creído todo de cabo a rabo. Datsue tenía muchos dones, pero para Soroku el más importante de todos en su enorme compendio de capacidades era el don de palabra.
El viejo Furune por su parte lució satisfecho. Y nostálgico, también. ¿Qué viejo no lo era?
—Me recuerda bastante a ti de joven, Soroku.
—¿Qué fue lo que me trajiste, Soroku? —soltó una voz, de la nada. Pareció más bien un eco que venía de todas partes. Era fuerte. Áspera. Si el Hierro pudiera hablar, ese sería su tono—. ¿A un herrero, o a un filósofo?
Entonces, súbitamente, el Hierro tomó aspecto y forma, también.
Tākoizu Nahana era tan alta como las Montañas Peregrinas. La patriarca era fornida, esbelta y de músculos tan definidos como la roca. Tenía la piel blanca y vestía un largo hakama de color gris con amplios plegados en degradado que acababan en sus pies, descalzos. El torso lo tenía cubierto por una bata de tela ajustada a las articulaciones de su clavícula, dejando los hombros libres y desnudos. Eso le permitió a Datsue inspeccionar sus largos brazos como quien atraviesa el corredor de un museo de historia. Observó cada quemadura, cada cicatriz. Todas probablemente con una interesante anécdota para contar. A diferencia de su físico, era su rostro el que delataba su edad. Tendría unos cuarenta y tantos, al menos. Un par de arrugas añoras le vestían las patillas y los párpados, que protegían un par de ojos castaños de mirada profunda y férrea. Tenía el cabello negro, aunque los costados y las puntas de unos cuantos mechones enmarañados en una cola parecían consternados por el paso de los años, pues imperaban las canas grises.
El viejo Furune por su parte lució satisfecho. Y nostálgico, también. ¿Qué viejo no lo era?
—Me recuerda bastante a ti de joven, Soroku.
—¿Qué fue lo que me trajiste, Soroku? —soltó una voz, de la nada. Pareció más bien un eco que venía de todas partes. Era fuerte. Áspera. Si el Hierro pudiera hablar, ese sería su tono—. ¿A un herrero, o a un filósofo?
Entonces, súbitamente, el Hierro tomó aspecto y forma, también.
Tākoizu Nahana era tan alta como las Montañas Peregrinas. La patriarca era fornida, esbelta y de músculos tan definidos como la roca. Tenía la piel blanca y vestía un largo hakama de color gris con amplios plegados en degradado que acababan en sus pies, descalzos. El torso lo tenía cubierto por una bata de tela ajustada a las articulaciones de su clavícula, dejando los hombros libres y desnudos. Eso le permitió a Datsue inspeccionar sus largos brazos como quien atraviesa el corredor de un museo de historia. Observó cada quemadura, cada cicatriz. Todas probablemente con una interesante anécdota para contar. A diferencia de su físico, era su rostro el que delataba su edad. Tendría unos cuarenta y tantos, al menos. Un par de arrugas añoras le vestían las patillas y los párpados, que protegían un par de ojos castaños de mirada profunda y férrea. Tenía el cabello negro, aunque los costados y las puntas de unos cuantos mechones enmarañados en una cola parecían consternados por el paso de los años, pues imperaban las canas grises.