12/01/2019, 22:29
La mujer sonrió, a espaldas de Datsue.
—Ya la tienes. Estás sentado en mi sala, tomando de mi té, conociendo la locación secreta del Templo de un Señor del Hierro —ya había logrado imponer su punto—. lo único que puedes hacer ahora es aprovecharla o desperdiciarla, ya depende de ti.
—No te decepcionará.
El estruendo de una especie de caravana llamó finalmente la atención de los invitados. Las puertas del hogar se vieron entonces ataviadas por un gran número de personas de aspectos mundanos. Eran apenas ocho trabajadores, entre mujeres y hombres, que tenían seguramente una labor específica para el Templo. Todos saludaron tras dar un vistazo a las nuevas caras y se desperdigaron en todas direcciones para continuar con sus quehaceres.
La última en entrar fue una chica, escoltada por un regordete que calzaba una espada en el cinturón.
Parecía tener unos dieciséis, o quince. Apenas más alta que Datsue y de contextura similar. Tan blanca como su madre, aunque de cabello castaño y corto, liso, que le caía por detrás de las orejas. Largas pestañas y ojos pardos. Dentro de los cánones actuales de belleza, Urami era hermosa.
Vestía una falda vinotinto, botas largas y un top blanco de tela. Tenía gesto molesto y el ceño fruncido, desbordante de capricho.
—¡Lady-Nahana-sama! ¡Urami-chuan intentó nuevamente abandonar la caravana y descender la montaña! ¡la hemos detenido, como bien nos habéis pedido!
—¿Otra vez, pequeña?
La madre no volteó. Se mantuvo severa, con los brazos cruzados, mirando hacia otro lado.
—Ya la tienes. Estás sentado en mi sala, tomando de mi té, conociendo la locación secreta del Templo de un Señor del Hierro —ya había logrado imponer su punto—. lo único que puedes hacer ahora es aprovecharla o desperdiciarla, ya depende de ti.
—No te decepcionará.
El estruendo de una especie de caravana llamó finalmente la atención de los invitados. Las puertas del hogar se vieron entonces ataviadas por un gran número de personas de aspectos mundanos. Eran apenas ocho trabajadores, entre mujeres y hombres, que tenían seguramente una labor específica para el Templo. Todos saludaron tras dar un vistazo a las nuevas caras y se desperdigaron en todas direcciones para continuar con sus quehaceres.
La última en entrar fue una chica, escoltada por un regordete que calzaba una espada en el cinturón.
Parecía tener unos dieciséis, o quince. Apenas más alta que Datsue y de contextura similar. Tan blanca como su madre, aunque de cabello castaño y corto, liso, que le caía por detrás de las orejas. Largas pestañas y ojos pardos. Dentro de los cánones actuales de belleza, Urami era hermosa.
Vestía una falda vinotinto, botas largas y un top blanco de tela. Tenía gesto molesto y el ceño fruncido, desbordante de capricho.
—¡Lady-Nahana-sama! ¡Urami-chuan intentó nuevamente abandonar la caravana y descender la montaña! ¡la hemos detenido, como bien nos habéis pedido!
—¿Otra vez, pequeña?
La madre no volteó. Se mantuvo severa, con los brazos cruzados, mirando hacia otro lado.