14/01/2019, 16:16
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Datsue de pronto se supo empapado. Tan empapado que sintió la imperiosa necesidad de abrir los ojos inmediatamente. Cuando lo hizo, se encontró flotando en un hermoso lago azul, apaciguado y totalmente calmo. Lo único que perturbaba sus aguas era el movimiento de sus piernas para lograr mantenerse con la cara sobre la superficie y, desde luego, el centenar de gotas de lluvia que caían desde un cielo lúgubre y tormentoso. Un Dios ajeno al suyo lloraba a cántaros, como de costumbre.
Cuando quiso dar un vistazo a su alrededor, se encontró con la nada. El lago no parecía tener orilla, y el horizonte no era más que una espesa neblina grisácea.
¿En dónde diablos estaba? ¿no se encontraba él en su habitación, en lo más alto de la Montaña del Peregrino? ¿cómo había llegado hasta allí, y lo más importante; por qué llovía?
¡Siup!
Una fuerza desconocida arrastró sus pies hacia abajo y le sumergió contra su voluntad a las profundidades del lago. Datsue pataleó, y pataleó, y pataleó, creando espuma y dejando escapar grandes bocanadas de aire en su fútil intento de encontrar el camino hacia la superficie. Pero más pronto que tarde, cuando finalmente dejase de luchar, se percataría de que por más que pasase el tiempo, no se estaba ahogando.
La calma volvió a las profundidades y una espesa negrura aguamarina le abrazó, en súbito.
Sólo entonces se permitió escuchar. El sonido de su oxígeno abandonando sus pulmones en cientos de pequeñas burbujitas. De sus manos, danzando un romántico vals, de un lado a otro, al unísono con sus pies de pluma. El sonido de...
«Datsue»
«Datsue, ayúdame»