20/01/2019, 06:41
Soroku sonrió a su guiño y aguardó, con los brazos tras su espalda, para contemplar el ascenso —metafórico y literal—. de Uchiha Datsue. O de Gūzen. Una lástima que él nunca se hubiera preguntado qué significaba aquel nombre, y por qué Soroku lo había elegido. Será un misterio que, quizás, revelaremos más adelante.
La cima de la montaña del peregrino. Un enorme pedazo de tierra que se abría paso entre dos placas de roca maciza, tallada por el hombre; introduciéndose al corazón de la misma. Las paredes estaban reforzadas con grandes perfiles de hierro adheridos al suelo y que hacían la de torque para evitar que la inclemente fuerza de la naturaleza obligara a los muros a cerrarse nuevamente.
Tras un par de segundos claustrofóbicos, Datsue encontró finalmente lo que estaba buscando. La forja del Toro.
Era una habitación oval, rústica, aunque majestuosa. La forja había adquirido aquel nombre no sólo porque aquel animal fuera el símbolo de la familia Tākoizu, sino también porque la chimenea había sido construida en el interior de la silueta de un toro diseñada enteramente de metal, cuya boca, ojos y fosas nasales yacían prendidos en fuego. Dos largos cachos se vislumbraban en cada costado de su cabeza, y de sus puntas emergía el humo generado por las llamas.
Era el triple de grande que la forja de Soroku. El quíntuple de equipada. Un enorme mural daba vuelta a toda la sala, y de ellas colgaban cientos de armas de diferentes formas y tamaños. Hachas, mazos, lanzas. Escudos, y armaduras.
Nahana lucía imponente al frente de aquella forja. Porque era suya, y de nadie más.
La cima de la montaña del peregrino. Un enorme pedazo de tierra que se abría paso entre dos placas de roca maciza, tallada por el hombre; introduciéndose al corazón de la misma. Las paredes estaban reforzadas con grandes perfiles de hierro adheridos al suelo y que hacían la de torque para evitar que la inclemente fuerza de la naturaleza obligara a los muros a cerrarse nuevamente.
Tras un par de segundos claustrofóbicos, Datsue encontró finalmente lo que estaba buscando. La forja del Toro.
Era una habitación oval, rústica, aunque majestuosa. La forja había adquirido aquel nombre no sólo porque aquel animal fuera el símbolo de la familia Tākoizu, sino también porque la chimenea había sido construida en el interior de la silueta de un toro diseñada enteramente de metal, cuya boca, ojos y fosas nasales yacían prendidos en fuego. Dos largos cachos se vislumbraban en cada costado de su cabeza, y de sus puntas emergía el humo generado por las llamas.
Era el triple de grande que la forja de Soroku. El quíntuple de equipada. Un enorme mural daba vuelta a toda la sala, y de ellas colgaban cientos de armas de diferentes formas y tamaños. Hachas, mazos, lanzas. Escudos, y armaduras.
Nahana lucía imponente al frente de aquella forja. Porque era suya, y de nadie más.