29/01/2019, 22:45
(Última modificación: 30/01/2019, 12:53 por Amedama Daruu. Editado 2 veces en total.)
La comitiva de Amegakure entró el el Valle de los Dojos de nuevo. Tan sólo eran un puñado de amejin; eran los suficientes amejin, sin embargo: dos de sus ANBU, Hōzuki Shanise y la triste protagonista de una historia de amargura: Aotsuki Ayame. O más bien, lo que quedaba de ella. Pelo blanco como una nube, el cuerpo de la chica había cambiado mucho desde que el Gobi hubiera tomado posesión de su frágil cuerpo.
La llevaban en un carro. Esposada. Con un sello en el estómago que impedía que despertara. Cualquier precaución era poca para con un bijuu. Además, quién sabe si alguno de esos dichosos Generales de Kurama pudo haberse enterado de que iban a volver a revertir la técnica de sellado: sin duda las medidas, aunque algo crueles, estaban totalmente justificadas.
Shanise no podía evitar pensar en por qué demonios Amedama Daruu se había empeñado en visitar tanto a Ayame incluso en aquellas circunstancias. Le habían prohibido acompañarles, no sólo porque tendría que encontrarse con varios uzujin cara a cara, y Shanise no estaba dispuesta a que la recién estrenada Alianza se fuese al garete de perder el control el chico; Yui sospechaba, en su paranoia habitual —aunque quizás tuviera razón en aquello— que Daruu podía tener algún tipo de complicidad con el bijuu, o que más bien éste había conseguido manipular su mente, de alguna extraña forma.
Bajaron a Ayame del carro y la cargaron al hombro entre ella y uno de los ANBU a través del frondoso Hokutōmori. Esta vez, los de Uzushio habían sido los primeros. Shanise comprobó que la mesa ya había sido arreglada. Sonrió. No supo cómo Yui y Hanabi habían convencido al Jūchin para volverles a dejar entrar allí.
Dejaron a Ayame en el banco de piedra, boca abajo. Aquella ropa de prisionera dejaba su sello al aire.
—Habéis tardado más de lo acordado —protestó uno de los tres Uzumaki que Uzushiogakure envió: un anciano encorvado cuyo cabello, al contrario que el de los otros dos, ya había perdido el carmesí característico de los miembros del clan. Lucía un mostacho poblado que le cubría prácticamente toda la boca. Casi no se notaba que estaba hablando—. ¿Sabes lo que estas viejas piernas tienen que aguantar cada vez que tengo que esperar de pie?
—Anda, Ryūjo, deja de quejarte. —Habló una de los otros dos, una Uzumaki visiblemente mayor, pero también visiblemente vivaz—. No es para tanto.
—Lo siento, lo siento, señores —se excusó Shanise rápidamente—. Teníamos que extremar las precauciones, además... ella no puede caminar.
—De hecho, más vale que no lo haga. Quiero vivir todavía al menos cien años más... —El último. Un enjuto pelirrojo con los ojos negros. Señaló a la mesa—. Tendrán que sujetarla bien. Tiene que estar despierta para que funcione.
Shanise arrugó el morro, dubitativa. Finalmente, hizo aparecer cinco llamas de color azul en sus dedos, y deshizo la técnica de sellado de la tripa de Ayame dándole la vuelta. Antes de que el Gobi recobrase la consciencia, la acostaron del lado correcto de nuevo. Ella tomó sus brazos y los ANBU de las piernas.
—Háganlo ya. Que sea rápido.
Los Uzumaki se acuclillaron frente a Kokuo, dibujaron unos intrincados sellos alrededor de ella y formularon un sello.
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
Sería doloroso, sin duda. Pero todo era por Ayame.
Para traerla de vuelta, debían meter de nuevo al monstruo en su jaula. Cerrar la puerta. Y tirar la llave.
La llevaban en un carro. Esposada. Con un sello en el estómago que impedía que despertara. Cualquier precaución era poca para con un bijuu. Además, quién sabe si alguno de esos dichosos Generales de Kurama pudo haberse enterado de que iban a volver a revertir la técnica de sellado: sin duda las medidas, aunque algo crueles, estaban totalmente justificadas.
Shanise no podía evitar pensar en por qué demonios Amedama Daruu se había empeñado en visitar tanto a Ayame incluso en aquellas circunstancias. Le habían prohibido acompañarles, no sólo porque tendría que encontrarse con varios uzujin cara a cara, y Shanise no estaba dispuesta a que la recién estrenada Alianza se fuese al garete de perder el control el chico; Yui sospechaba, en su paranoia habitual —aunque quizás tuviera razón en aquello— que Daruu podía tener algún tipo de complicidad con el bijuu, o que más bien éste había conseguido manipular su mente, de alguna extraña forma.
Bajaron a Ayame del carro y la cargaron al hombro entre ella y uno de los ANBU a través del frondoso Hokutōmori. Esta vez, los de Uzushio habían sido los primeros. Shanise comprobó que la mesa ya había sido arreglada. Sonrió. No supo cómo Yui y Hanabi habían convencido al Jūchin para volverles a dejar entrar allí.
Dejaron a Ayame en el banco de piedra, boca abajo. Aquella ropa de prisionera dejaba su sello al aire.
—Habéis tardado más de lo acordado —protestó uno de los tres Uzumaki que Uzushiogakure envió: un anciano encorvado cuyo cabello, al contrario que el de los otros dos, ya había perdido el carmesí característico de los miembros del clan. Lucía un mostacho poblado que le cubría prácticamente toda la boca. Casi no se notaba que estaba hablando—. ¿Sabes lo que estas viejas piernas tienen que aguantar cada vez que tengo que esperar de pie?
—Anda, Ryūjo, deja de quejarte. —Habló una de los otros dos, una Uzumaki visiblemente mayor, pero también visiblemente vivaz—. No es para tanto.
—Lo siento, lo siento, señores —se excusó Shanise rápidamente—. Teníamos que extremar las precauciones, además... ella no puede caminar.
—De hecho, más vale que no lo haga. Quiero vivir todavía al menos cien años más... —El último. Un enjuto pelirrojo con los ojos negros. Señaló a la mesa—. Tendrán que sujetarla bien. Tiene que estar despierta para que funcione.
Shanise arrugó el morro, dubitativa. Finalmente, hizo aparecer cinco llamas de color azul en sus dedos, y deshizo la técnica de sellado de la tripa de Ayame dándole la vuelta. Antes de que el Gobi recobrase la consciencia, la acostaron del lado correcto de nuevo. Ella tomó sus brazos y los ANBU de las piernas.
—Háganlo ya. Que sea rápido.
Los Uzumaki se acuclillaron frente a Kokuo, dibujaron unos intrincados sellos alrededor de ella y formularon un sello.
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
—¡¡Kai!!
Sería doloroso, sin duda. Pero todo era por Ayame.
Para traerla de vuelta, debían meter de nuevo al monstruo en su jaula. Cerrar la puerta. Y tirar la llave.
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