31/01/2019, 23:38
Para su decepción, Shanise negó con la cabeza.
—Desgraciadamente, nada que no sepas tú —respondió, y Ayame hundió los hombros, abatida e impotente por no poder aportar nada más al caso.
Tras un escueto gesto con la cabeza, ambas echaron a caminar en dirección al hotel que le había señalado con anterioridad, el edificio de las paredes rosáceas. Allí, y antes de que Ayame pudiera quejarse al respecto, la mujer pagó de su propio bolsillo dos habitaciones individuales.
—Supongo que querrás subir, ducharte, y todo eso.
—Si no es mucha molestia... —respondió la muchacha, con una sonrisa apurada. La higiene en las mazmorras de Amegakure casi brillaba por su ausencia, y después de pasar varias semanas en aquella celda se sentía asquerosa y contaminada.
—Toma, aquí tienes tu ropa —le dijo la Jōnin, entregándole la mochila y Ayame la abrazó contra su pecho—. Tómate un respiro y nos vemos en la recepción dentro de una hora. Supongo que querrás comer algo, ¿no?
—¡Sí, por favor! —exclamó, de una forma mucho más efusiva de lo que había pretendido en un principio. Ayame se dio cuenta de aquella salida de tono, porque se calló de golpe y se encogió de hombros—. Quiero decir... ¡Nos vemos luego, Shanise-senpai!
Hizo el amago de echar a correr, pero sus piernas no tardaron en recordarle que aún no estaba preparada para una marcha así, por lo que se vio obligada a disminuir el paso.
La habitación en cuestión era sencilla pero cómoda, y lo cierto es que Ayame no podía pedir nada más. Comparada con una sucia y sombría celda, cualquier habitación de cualquier cochambrosa posada habría parecido un palacio. Las paredes estaban pintadas de un suave tono crema y el suelo estaba compuesto por tablas de madera. Una cama individual bajo un cuadro en el que se ilustraba el paisaje del Valle de los Dojos, una mesita de noche y una mesa con una silla era todo el mobiliario que había allí.
Lo primero que hizo Ayame al entrar fue dejar la mochila sobre la cama, deshacerse de aquellas ropas de prisionera y tirarlas en la primera papelera que vio. Después se dirigió al cuarto de baño, a mano izquierda nada más pasar la puerta de entrada, y, sin dudarlo ni un instante, se metió en la bañera y encendió los grifos del agua caliente. Normalmente solía preferir las duchas, pero en aquella ocasión se merecía un capricho así. Y así estuvo un buen rato, disfrutando del tacto de la caricia del agua sobre su piel después de tanto tiempo, disfrutándola como un amante al que no hubiese visto en largo tiempo, dejando que reparara su maltrecho cuerpo... Desafortunadamente, no podía quedarse allí para siempre, y tras unos largos tres cuartos de hora salió de la bañera, la vació y se secó con mimo con una de las toallas. Aunque no se molestó en terminar de secarse el cabello, siempre le había gustado secarlo al aire, por lo que simplemente lo peinó y dejó que los tirabuzones aún húmedos cayeran sobre sus hombros y su espalda. Tras aquello, Ayame salió del cuarto de baño y abrió al fin la mochila. Casi conteniendo las lágrimas sacó con extremo cuidado sus ropas, las mismas ropas que Kokuō había tirado en el bosque después de cambiar su indumentaria. ¿Cómo habían logrado encontrarlas? Se vistió con el mismo mimo que le había puesto al baño: primero la ropa interior, después los pantalones, el uwagi que ató a su cintura con ayuda del obi. Y culminó con las mangas que cubrirían sus brazos, deteniéndose especialmente en la manga derecha, donde seguía luciendo su bandana como kunoichi de Amegakure. Acarició el metal con la yema de sus dedos, deleitándose con el frío tacto.
Era tan extraño lo mucho que se podía echar de menos una ropa...
—¡Maldita sea, voy a llegar tarde! —exclamó para sí, al darse cuenta de lo tarde que era.
Dejó la mochila olvidada en la habitación y salió todo lo deprisa que pudo de ella. Aún con el cabello húmedo, bajó a recepción, y sus ojos buscaron con ansia a Shanise.
—Desgraciadamente, nada que no sepas tú —respondió, y Ayame hundió los hombros, abatida e impotente por no poder aportar nada más al caso.
Tras un escueto gesto con la cabeza, ambas echaron a caminar en dirección al hotel que le había señalado con anterioridad, el edificio de las paredes rosáceas. Allí, y antes de que Ayame pudiera quejarse al respecto, la mujer pagó de su propio bolsillo dos habitaciones individuales.
—Supongo que querrás subir, ducharte, y todo eso.
—Si no es mucha molestia... —respondió la muchacha, con una sonrisa apurada. La higiene en las mazmorras de Amegakure casi brillaba por su ausencia, y después de pasar varias semanas en aquella celda se sentía asquerosa y contaminada.
—Toma, aquí tienes tu ropa —le dijo la Jōnin, entregándole la mochila y Ayame la abrazó contra su pecho—. Tómate un respiro y nos vemos en la recepción dentro de una hora. Supongo que querrás comer algo, ¿no?
—¡Sí, por favor! —exclamó, de una forma mucho más efusiva de lo que había pretendido en un principio. Ayame se dio cuenta de aquella salida de tono, porque se calló de golpe y se encogió de hombros—. Quiero decir... ¡Nos vemos luego, Shanise-senpai!
Hizo el amago de echar a correr, pero sus piernas no tardaron en recordarle que aún no estaba preparada para una marcha así, por lo que se vio obligada a disminuir el paso.
La habitación en cuestión era sencilla pero cómoda, y lo cierto es que Ayame no podía pedir nada más. Comparada con una sucia y sombría celda, cualquier habitación de cualquier cochambrosa posada habría parecido un palacio. Las paredes estaban pintadas de un suave tono crema y el suelo estaba compuesto por tablas de madera. Una cama individual bajo un cuadro en el que se ilustraba el paisaje del Valle de los Dojos, una mesita de noche y una mesa con una silla era todo el mobiliario que había allí.
Lo primero que hizo Ayame al entrar fue dejar la mochila sobre la cama, deshacerse de aquellas ropas de prisionera y tirarlas en la primera papelera que vio. Después se dirigió al cuarto de baño, a mano izquierda nada más pasar la puerta de entrada, y, sin dudarlo ni un instante, se metió en la bañera y encendió los grifos del agua caliente. Normalmente solía preferir las duchas, pero en aquella ocasión se merecía un capricho así. Y así estuvo un buen rato, disfrutando del tacto de la caricia del agua sobre su piel después de tanto tiempo, disfrutándola como un amante al que no hubiese visto en largo tiempo, dejando que reparara su maltrecho cuerpo... Desafortunadamente, no podía quedarse allí para siempre, y tras unos largos tres cuartos de hora salió de la bañera, la vació y se secó con mimo con una de las toallas. Aunque no se molestó en terminar de secarse el cabello, siempre le había gustado secarlo al aire, por lo que simplemente lo peinó y dejó que los tirabuzones aún húmedos cayeran sobre sus hombros y su espalda. Tras aquello, Ayame salió del cuarto de baño y abrió al fin la mochila. Casi conteniendo las lágrimas sacó con extremo cuidado sus ropas, las mismas ropas que Kokuō había tirado en el bosque después de cambiar su indumentaria. ¿Cómo habían logrado encontrarlas? Se vistió con el mismo mimo que le había puesto al baño: primero la ropa interior, después los pantalones, el uwagi que ató a su cintura con ayuda del obi. Y culminó con las mangas que cubrirían sus brazos, deteniéndose especialmente en la manga derecha, donde seguía luciendo su bandana como kunoichi de Amegakure. Acarició el metal con la yema de sus dedos, deleitándose con el frío tacto.
Era tan extraño lo mucho que se podía echar de menos una ropa...
—¡Maldita sea, voy a llegar tarde! —exclamó para sí, al darse cuenta de lo tarde que era.
Dejó la mochila olvidada en la habitación y salió todo lo deprisa que pudo de ella. Aún con el cabello húmedo, bajó a recepción, y sus ojos buscaron con ansia a Shanise.