28/03/2019, 03:28
Qué curioso. El cómo se desenvuelven los acontecimientos de esta historia. El cómo la perseverancia funciona de maneras insospechadas en aquellos pocos privilegiados como Datsue que parecía inequívocamente decidido a aferrase a una vida que sólo le pagaba con tristezas y decepciones. Una tras otra, a cada cuál, más dolorosa que la otra. Pero su corazón podía soportarlo. Lo había hecho con tantas otras, que esa vez no iba a ser diferente. Un día más. Ese era su lema.
Uchiha Datsue aupó a una débil Nahana a levantarse del suelo, invitándola a recuperar el fraternal deseo de vivir. Revitalizándola de una fuerza capaz de mover montañas. El ancestral instinto de la supervivencia. Las poderosas fuerzas de una fuente inagotable llamada amor, que no era sino una magia ancestral y arcana tan extraordinaria e inigualable a partes iguales que a veces era capaz de rivalizar con el chakra.
Las piernas le flaquearon en las primeras dos zancadas, y por un segundo creyó que no lo iba a lograr. Ambos lo creyeron. Los pulmones de Datsue pedían a gritos una bocanada que no podían permitirse, sus costillas clamaban piedad tras cada movimiento brusco de su torso. Las lánguidas piernas de la herrera por el contrario se arrastraban magulladas dejando un rastro de sangre como vestigio de la tortura.
Pero las cicatrices sanan, pensó ella.
Los huesos se solidifican, se dijo él.
Uno, c...
Un salto. Un último sacrificio. Una caída de siete metros, que sabían a nada comparado con...
Paralizado como bien se sabía estar, aquél hombre llamado Kosetsu sonrió pletóricamente tras su sinuoso y último aviso, sabiéndose ganador aún sin haber cantado victoria. El conteo llegaba a su fin, sus obreras finalmente habían rodeado el nido. Se iban a comer viva a la pequeña avispa intrépida que se atrevió a entrometerse en su territorio.
Sonreía, sonreía. Estaba contento. Sus músculos no se movían, pero su mente se arremolinaba en el porvenir de éxito y reconocimiento que se le avecinaba. Oro, mucho oro, mujeres... y formaría parte de la revolución de los Kurawa. ¿Qué más podía pedir? nada. Absolutamente nada.
Lo tenía todo hecho. Iba a prevalecer, como el carroñero que era. Y sin embargo...
¿Por qué? ¿por qué contaba? ¡¿por qué tenía él la última palabra?
Torció el gesto, y lo entendió, de pronto. El tiempo se ralentizó en su cabeza y los orbes viajaron por cada uno de los sellos que le rodeaban, como dioses en un olimpo. Como jueces a punto de juzgarle por sus numerosos pecados. Hasta que llegó a la puerta. O eso creyó. La verdad es que nunca lo supo.
Porque Kagutsuchi ya le había dado su beso fraternal. Kosetsu se había ganado su invitación al infierno de Kojiki.
El fuego, el humo y el polvo hacían el amor entre los escombros de un Templo ancestral. O las ruinas de uno.
Una enorme explosión había azotado al santuario del Hierro de la familia Tākoizu. La torre principal se derruía sobre sus propios cimientos, y grandes bloques de concreto y roca bañaban las alas más aledañas. Lord Yunkai ahora era una parte de él, y las llamas de aquél infierno no tardaron en avivarse con la fuerte ventisca nocturna para acelerar su combustión y empezar a consumir todo a su paso.
Un hombre afortunado recuperó la conciencia poco después. Durante unos segundos, no sintió absolutamente nada. Progresivamente, fue sintiéndolo todo. La pierna derecha la tenía encastrada bajo un gran pedazo de cemento, y tendría mucha suerte si no se la había resquebrajado en mil pedazos. La cabeza le sangraba a cántaros y la vista la tenía tan nublada por el polvo y el humo que sintió la imperiosa necesidad de estrujársela en el acto. No iba a ser tarea sencilla, por eso de que la costilla intercostal derecha número siete le pellizcaba el alma cuando intentaba levantar el brazo. Y qué difícil era respirar. Muy difícil.
Si había un infierno ahí abajo, tendría que ser muy parecido adónde se encontraba ahora.
El silencio que le abrazaba ya lo había escuchado antes. Era el mutismo que le hace secuela a la muerte. Pero no a la suya, sino a la de una decena de vidas que se encontraban en aquella torre implosionada.
Ahí, tendido en el suelo; vio la luna. Casi llena, aunque cubierta por una lúgubre capa de sombra que le aparecía alcanzada cierta fase. Por alguna razón, esa noche, se estaba escondiendo en la Penumbra.
Uchiha Datsue aupó a una débil Nahana a levantarse del suelo, invitándola a recuperar el fraternal deseo de vivir. Revitalizándola de una fuerza capaz de mover montañas. El ancestral instinto de la supervivencia. Las poderosas fuerzas de una fuente inagotable llamada amor, que no era sino una magia ancestral y arcana tan extraordinaria e inigualable a partes iguales que a veces era capaz de rivalizar con el chakra.
Las piernas le flaquearon en las primeras dos zancadas, y por un segundo creyó que no lo iba a lograr. Ambos lo creyeron. Los pulmones de Datsue pedían a gritos una bocanada que no podían permitirse, sus costillas clamaban piedad tras cada movimiento brusco de su torso. Las lánguidas piernas de la herrera por el contrario se arrastraban magulladas dejando un rastro de sangre como vestigio de la tortura.
Pero las cicatrices sanan, pensó ella.
Los huesos se solidifican, se dijo él.
Uno, c...
Un salto. Un último sacrificio. Una caída de siete metros, que sabían a nada comparado con...
. . .
Paralizado como bien se sabía estar, aquél hombre llamado Kosetsu sonrió pletóricamente tras su sinuoso y último aviso, sabiéndose ganador aún sin haber cantado victoria. El conteo llegaba a su fin, sus obreras finalmente habían rodeado el nido. Se iban a comer viva a la pequeña avispa intrépida que se atrevió a entrometerse en su territorio.
Sonreía, sonreía. Estaba contento. Sus músculos no se movían, pero su mente se arremolinaba en el porvenir de éxito y reconocimiento que se le avecinaba. Oro, mucho oro, mujeres... y formaría parte de la revolución de los Kurawa. ¿Qué más podía pedir? nada. Absolutamente nada.
Lo tenía todo hecho. Iba a prevalecer, como el carroñero que era. Y sin embargo...
«¡Cerooo!»
¿Por qué? ¿por qué contaba? ¡¿por qué tenía él la última palabra?
Torció el gesto, y lo entendió, de pronto. El tiempo se ralentizó en su cabeza y los orbes viajaron por cada uno de los sellos que le rodeaban, como dioses en un olimpo. Como jueces a punto de juzgarle por sus numerosos pecados. Hasta que llegó a la puerta. O eso creyó. La verdad es que nunca lo supo.
Porque Kagutsuchi ya le había dado su beso fraternal. Kosetsu se había ganado su invitación al infierno de Kojiki.
¡¡BOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOMMMMMMMMM!!
. . .
El fuego, el humo y el polvo hacían el amor entre los escombros de un Templo ancestral. O las ruinas de uno.
Una enorme explosión había azotado al santuario del Hierro de la familia Tākoizu. La torre principal se derruía sobre sus propios cimientos, y grandes bloques de concreto y roca bañaban las alas más aledañas. Lord Yunkai ahora era una parte de él, y las llamas de aquél infierno no tardaron en avivarse con la fuerte ventisca nocturna para acelerar su combustión y empezar a consumir todo a su paso.
Un hombre afortunado recuperó la conciencia poco después. Durante unos segundos, no sintió absolutamente nada. Progresivamente, fue sintiéndolo todo. La pierna derecha la tenía encastrada bajo un gran pedazo de cemento, y tendría mucha suerte si no se la había resquebrajado en mil pedazos. La cabeza le sangraba a cántaros y la vista la tenía tan nublada por el polvo y el humo que sintió la imperiosa necesidad de estrujársela en el acto. No iba a ser tarea sencilla, por eso de que la costilla intercostal derecha número siete le pellizcaba el alma cuando intentaba levantar el brazo. Y qué difícil era respirar. Muy difícil.
Si había un infierno ahí abajo, tendría que ser muy parecido adónde se encontraba ahora.
El silencio que le abrazaba ya lo había escuchado antes. Era el mutismo que le hace secuela a la muerte. Pero no a la suya, sino a la de una decena de vidas que se encontraban en aquella torre implosionada.
Ahí, tendido en el suelo; vio la luna. Casi llena, aunque cubierta por una lúgubre capa de sombra que le aparecía alcanzada cierta fase. Por alguna razón, esa noche, se estaba escondiendo en la Penumbra.
*Datsue recibe 100 PV de daño por la caída